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En el último instante, yo decido no cruzar. En vez de hacerlo giro a la izquierda y echo a andar por la acera, alejándome de la esquina. Tengo la sensación de percibir la agitación que reina en el interior del coche. Es palpable, como música saliendo a toda potencia de un radiocasete. De pronto, el Mercedes tiene que girar a la izquierda, por entre los peatones que cruzan ante ellos.

Me muevo tan rápidamente como puedo sin echar a correr. Recorro un tercio de la manzana y termino frente a la acristalada estación de autobuses Greyhound, cuyas puertas están apartadas de la calle. Me meto por una de ellas, pego la espalda al borde del edificio y asomo la cabeza por la esquina, sólo un ojo.

El chófer se halla en mitad de la intersección, gesticulando con las manos. El ocupante del asiento posterior está gritándole al conductor, que tan pronto mira hacia atrás como hacia adelante. No me ve. Su pasajero está vuelto de lado, tratando de hacer de vigía, pero el conductor le bloquea la visión.

Miro las tiendas de más abajo, de la siguiente manzana. A estas horas, todo está cerrado. Sólo la estación de autobuses, en cuyo interior hay algunas personas, se halla bien iluminada, y es perfectamente visible desde la calle a través de las cristaleras.

Entro en la estación, alejándome de la puerta. En el exterior, el tráfico que se dirige en dirección oeste por Broadway comienza a apelotonarse frente al semáforo.

Me dirijo hacia un banco situado a escasos metros de la puerta principal de la estación. Tan rápido como me es posible, me tumbo en el asiento, boca abajo, de forma que, desde el exterior, el banco parezca hallarse vacío. Allí me quedo.

Una mujer sentada frente a mí me mira como se mira a los que van hablando solos por la calle.

Le dirijo una sonrisa. Ella aparta la mirada. Con un ojo, miro mi reloj, notando cómo mi corazón late al unísono con los segundos que van pasando. Treinta, cuarenta y cinco. Me pregunto si se habrán detenido junto al bordillo al otro lado de la calle, para esperar o, peor aún, si van a entrar en la estación.

Finalmente levanto la cabeza y echo un vistazo por encima del respaldo del banco. No veo el coche. Oteo la calle: el tráfico se mueve con normalidad, no hay ningún vehículo atravesado en la calle.

Vuelvo la cabeza para mirar a la mujer y es entonces cuando los veo. No en Broadway, sino en First Avenue. El coche con un único faro ha completado el giro y ha seguido por First Street arriba, avanzando lentamente. El conductor asoma la cabeza por la ventanilla y está mirando hacia la estación de autobuses desde el otro lado, inspeccionando los ventanales. Vuelvo a bajar la cabeza, con la esperanza de que el tipo no me haya visto. Cuando miro de nuevo, el coche ha desaparecido.

First Avenue es de un solo sentido. El chófer tendrá que recorrer dos travesías, cruzar las vías del tranvía en C Street, y regresar por B Street para seguir por Front con el fin de dar el rodeo y volver a pasar por Broadway para echar otro vistazo. A no ser que el tipo bata récords de velocidad, dispongo de un minuto, noventa segundos a lo sumo.

Raudo como una centella, salgo por la puerta principal. No me dirijo hacia el semáforo de la esquina, sino que cruzo la calle por la mitad, sorteando el tráfico, hasta llegar a la otra acera de Broadway. Luego corro en dirección oeste hasta la esquina con Front, frente a la estación de autobuses.

Avanzo unos treinta metros por Front Street y me meto en las sombras de un hueco a cuyo fondo se halla una tienda de fotografía cuyas luces están apagadas. Hay coches estacionados en la calle, y esto me sirve de cobertura. Es un buen sitio para esperar y ver qué ocurre.

Aguardo unos segundos, mirando hacia Front, al otro lado de Broadway, en dirección a la cárcel, situada a dos manzanas. En estos momentos, Harry ha dispuesto de tiempo de sobra para llegar a su coche. Espero, con la vista en la esfera de mi reloj, cronometrando la vuelta que están dando mis perseguidores.

A los cincuenta segundos comienzo a inventarme problemas. Quizá Harry se haya detenido para tomarse una copa. La ruta que sigue el Mercedes lo hará pasar por delante del lugar en el que mi socio estacionó su coche. Si nos vieron juntos en la calle, hablando frente a la acera… La imaginación se me llena de terribles posibilidades.

Salgo del hueco de la tienda, echo a andar primero y luego a correr hacia la esquina, sin saber a ciencia cierta qué hacer. Quizá dirigirme a la cárcel. Allí hay policías de guardia.

Me hallo a tres metros de la esquina cuando el haz del cíclope hace que me quede paralizado. El único faro del Mercedes dobla la esquina a dos manzanas de distancia y luego baja a toda velocidad por Front Street en dirección hacia donde yo estoy. Traquetea sobre los rieles del tranvía al cruzar C Street.

Rápidamente doy marcha atrás, en dirección a las sombras, apartándome de la luz, preguntándome si el conductor me habrá visto. Segundos más tarde vuelvo a estar acuclillado en el hueco de la tienda, sin escapatoria posible. El coche se detiene ante el semáforo del cruce con Broadway. Las luces que se reflejan en el parabrisas me impiden ver a los ocupantes. El vehículo sólo tiene un faro, pero éste tiene prendida la luz larga.

El semáforo se pone en verde. El coche no arranca inmediatamente, sino que permanece inmóvil en la intersección, sin nadie detrás. El conductor está sopesando las distintas alternativas, o quizá recibiendo instrucciones de quienquiera que vaya detrás.

Finalmente, el Mercedes sigue adelante y cruza la intersección. El haz de su único faro se desliza por la acera como una serpiente, y se detiene a poco más de un palmo de donde yo estoy acurrucado. Inicia el desvío hacia Broadway y su radio de giro es tan amplio que termina junto a la acera. Allí el Mercedes se detiene.

Permanece inmóvil durante varios segundos, con el motor al ralentí, con la cola sobresaliendo un poco por el carril derecho de Broadway.

Al fin, la portezuela del acompañante se abre y un tipo se apea. Es bajo, fornido, moreno, con el pelo largo por los lados y corto por arriba. Los cabellos que le quedan son de color naranja, sacado de un bote de tinte que no dio el resultado apetecido.

– ¿Quiere que mire por ahí, o por allá? -pregunta el tipo inclinado sobre el coche.

– La estación. -La voz de mando habla en español y procede de la parte posterior del vehículo.

El coche no se mueve. El tipo fornido, sí. Cierra la portezuela de golpe y, en vez de dirigirse hacia el paso de peatones, cruza la calle.

Ahora estoy atrapado en el hueco de la tienda. Lo único que puedo ver es la tintada ventanilla posterior del Mercedes. Me pregunto si el ocupante del coche estará mirando en mi dirección. Transcurre lo que parece una eternidad, pero que probablemente sólo son tres o cuatro minutos. El coche sigue estacionado en la esquina, con el motor al ralentí. El tipo del pelo color naranja regresa al fin, abre una de las portezuelas posteriores y se mete en el vehículo. Pero deja la portezuela abierta.

– Una vieja de la estación me ha dicho que lo había visto. Que corrió hacia aquí. Al otro lado de la calle. ¿Lo busco?

– No.

El tipo fornido cierra la portezuela y el coche se pone en marcha y se une al tráfico. Hace un pronunciado giro a la izquierda, de modo que durante unos segundos los pilotos traseros son visibles, junto con la placa de la matrícula, números verdes sobre fondo blanco. La matrícula no es nacional, es mexicana. Permanezco cinco minutos acurrucado en la sombra, pidiéndole a Dios que el Mercedes no regrese.

QUINCE

– ¿Puedes quedarte con Sarah durante un rato? -Estoy hablando por teléfono con Susan, y uso una hoja de papel para barrer el polvo de grafito del tablero de mi escritorio, como si fuese nieve negra-. No, en estos momentos no puedo decirte por qué.

Floyd Avery se halla en el umbral de mi despacho, observando a Harry que trajina en medio de los papeles que cubren el suelo y le llegan casi hasta las rodillas. Mi socio se aparta para no pisar los pedazos de madera astillada caídos procedentes de uno de los cajones de mi buró.