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Es alta, sólo cinco centímetros más baja que yo, tiene cuello de cisne, pómulos altos, y cabello oscuro muy cortado y con raya a la izquierda, como una modelo de alta costura.

La amarga experiencia me ha demostrado que Susan también posee el feroz carácter de una latina, lo cual contradice el apellido McKay. El apellido es lo único que le queda de sus trece años de matrimonio. Eso, y sus dos hijas. No descartó el apellido de su ex esposo por deferencia hacia las niñas.

Su apellido de soltera es Montoya. Susan nació en San Diego. Su familia ha perdido la cuenta de las generaciones que lleva en la ciudad. Al parecer, un lejano antepasado de los Montoya recibió una encomienda del rey de España.

Susan alza la vista de los papeles y me sorprende mirándola a través de la ventana. Agita un brazo, animándome a salir.

Yo le hago una seña, como diciendo: «Un momentito.»

Ella sonríe, y sus blancos y perfectos dientes brillan al sol.

Escucho a las niñas, que ríen en la piscina. Me quito el paño de cocina del hombro y lo dejo en la pila, junto a los platos húmedos que he puesto a secar, y me dirijo a la sala y a las puertas ventana que dan al patio. Cuando abro la puerta, me abofetea el estrépito de las risas y los chapoteos.

– Papá, ¿te bañas con nosotras? -Sarah tiene los codos encaramados en el borde de la piscina, el húmedo pelo le reluce, y las gotas de agua le resbalan sobre las pecas de alrededor de la nariz.

– No, va a ponerme bronceador en la espalda -dice Su-san, que está bajando la parte superior de la tumbona para colocarse boca abajo.

– ¿Y luego te vendrás a nadar? Anda, porfa… -Sarah puede ser de lo más insistente.

– Un momentito -le digo-. Vosotras pasadlo bien. En estos momentos tengo que hacerle algo a Susan.

– No lo digas como si fuera una lata. -Susan me dirige una malévola sonrisa, y se suelta la cinta que le sujeta la parte superior del biquini por la espalda. Mantiene éste en su lugar con la mano y el antebrazo mientras se tumba boca abajo.

Su cuerpo tiene un tono dorado que sólo es parcialmente genético. Nos hallamos en cálidas latitudes, muy cerca del trópico y del sol perpetuo.

Tomo asiento en la tumbona, cerca de las rodillas de Susan, me pongo un poco de Australian Gold en las manos y me las froto para calentarlo. Luego comienzo a aplicárselo en los hombros y en la parte superior de la espalda.

– Humm… -Susan se mueve sensualmente, apretando el cuerpo contra los mullidos cojines de la tumbona-. Ya pensaba que no ibas a salir nunca. Vengo para estar contigo, y tú te escondes en la casa.

– Quería fregar los platos.

– Los platos pueden esperar. En estos momentos, tu misión es seguir todo el día haciendo lo que estás haciendo ahora. -Al tiempo que me dice esto, me da un pequeño golpe con la cadera.

Susan y yo nos conocimos a través de un amigo común hace tres años. El colegio de abogados de Capital City me había encargado coordinar un simposio de derecho penal, doscientos sudorosos abogados metidos en el asfixiante salón de actos de un hotel siguiendo un cursillo para mantenerse profesionalmente al día.

Uno de los temas de la agenda del simposio era el de los abusos infantiles, su prevención y detección. Susan era la oradora. Otro abogado, un socio de mi mismo bufete, nos presentó y, como suele decirse, lo demás es historia.

Susan estaba en la capital para testificar ante una comisión, peleando con los legisladores para conseguir más fondos para los niños. Aquella noche cenamos juntos para discutir los temas tratados en el simposio, y en algún punto entre los cócteles y la ensalada, me sentí seducido por la profundidad de su mirada y la melodía de su voz. Me enamoré de ella como un cadete.

Había algo en su atractivo que desafiaba toda definición. Fue como si la luz de las velas y el brillo de aquellos ojos latinos me hubieran hechizado. Hablaba con pasión acerca de su trabajo, de su cruzada por salvar a los niños abandonados y maltratados. Eso era lo que daba propósito y sentido a su vida, y lo que hace que quienes, como yo, nos limitamos a dejarnos llevar por la corriente, a sobrevivir, sintamos envidia.

Susan es, primera y principalmente, una mujer que sabe lo que quiere. Va al grano y en ocasiones puede hasta amedrentar. Mi reacción inicial fue una especie de afecto nacido de la admiración, con un apenas oculto componente de energía sexual.

Me mira sesgadamente, con los ojos entornados, como si se estuviera quedando adormilada. Yo sigo aplicándole bronceador en la espalda.

– Es fantástico. Tus dedos son mágicos.

– ¿Qué lees? -pregunto.

– ¿Qué voy a leer? Documentos acerca del caso Patterson.

En los últimos meses, el trabajo de Susan se ha visto entorpecido por una serie de dificultades que han surgido en su oficina. Los políticos están examinando de cerca algunas de las cosas que hacen y dicen los investigadores de Susan cuando interrogan a niños en casos de presuntos malos tratos.

– Quieren atarnos las manos a la espalda -dice Susan.

El uso de muñecas anatómicamente exactas y de preguntas sugerentes a niños de cinco años ha abierto una caja de Pandora de problemas políticos y legales. Algunos de esos interrogatorios han sido grabados en vídeo.

Una docena de tipos acusados de actos criminales, algunos de los cuales se hallan en estos momentos en prisión, han montado una defensa basada en la alegación de que el Servicio de Protección al Menor, SPM, ha emprendido una caza de brujas, de que ha amañado los testimonios de niños para crear un clamor público, y todo ello para justificar aumentos presupuestarios y para conseguir que el público vea al departamento como un organismo encargado de velar por el cumplimiento de las leyes. Butch Patterson, un tipo dos veces convicto por abusos a menores, es el acusado que encabeza la demanda. Susan está lívida.

– Este hijo de puta tiene un historial de antecedentes deltamaño de la Vía Láctea. -Palmea el expediente que tiene sobre la tumbona, al lado de su cabeza-. Daría cualquier cosa por poder enseñártelo -añade.

No puede hacerlo, porque el expediente contiene un historial de antecedentes criminales que está protegido por la ley. El hecho de que un funcionario público revele el contenido de unos documentos que están en su posesión a causa de su cargo es un delito grave. Susan podría perder su empleo en un abrir y cerrar de ojos, y posiblemente se enfrentaría a una condena de cárcel.

– Aunque te cueste creerlo -dice-, en la universidad existen cursillos pagados por los contribuyentes en los que a tipos como Patterson se los llama prisioneros políticos. Hay individuos cargados de diplomas empeñados en decirnos que a esa gente hay que soltarla, ponerla en libertad para que vuelvan a abusar de otros niños.

– Derecho constitucional -digo-. La búsqueda de la felicidad.

– No bromees con esto.

– Perdona.

– Y ahora el fiscal general del estado quiere implicarse en el asunto. Supuestamente nos representa a nosotros, pero en vez de hacerlo, quiere ver documentos y vídeos de mi oficina. No me metí en Protección de Menores para esto.

– Lo hiciste para trabajar con niños -digo.

– Entonces, ¿por qué me paso el tiempo de rodillas ante unos políticos que sólo piensan en lucirse ante el electorado y que aparecen en el escenario de cada una de esas tragedias retorciéndose las manos agónicamente?

– Bueno, eso también es trabajar con niños -comento.

Ella se echa a reír.

– Tienes razón. Sí, ahí, ahí -dice, al tiempo que agita el trasero y la parte inferior de la espalda.

Aprieto los dedos contra la zona deseada y le doy un masaje.

– Por si no lo sabes, hay otros empleos.

– No. -Susan no dice más, pero vuelve la cabeza hacia el otro lado, apartándola de mí, lo cual es indicio de que la conversación acerca de este tema ya ha terminado.