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– ¿Por qué no acudes a la policía?

– No necesito hacerlo. La policía acude a mí con bastante regularidad.

– Ya sabes a qué me refiero. Cuéntales lo que está sucediendo. Háblales de Ontaveroz.

– Ryan ya sabe más de lo que debería. Y yo sigo sin disponer de pruebas.

– Tienes dos cadáveres -dice Susan.

– Sí, pero la policía tiene su propia teoría acerca de ellos. No me creerán.

– ¿Cómo puedes saberlo si no lo intentas?

– Si no fuese por el juicio de Jonah, tal vez me hicieran caso y rae dieran protección. Al menos, vigilarían la casa. Pero, debido al juicio, cualquier acción que ellos tomen que dé verosimilitud a la teoría de que el mexicano mató a Crow y a Murphy abre la puerta al argumento de que Ontaveroz también mató a Suade. Y Ryan no permitirá que eso suceda.

Estoy mirando por la ventana hacia el patio trasero, donde el sol se filtra hasta su dura superficie. Las sombras de las hojas de los árboles danzan sobre las junturas de las losas del pavimento.

Susan se levanta, se pone a mi espalda y enlaza los brazos en torno a mi cintura. Noto la calidez de su cuerpo contra el mío. Permanecemos así, una oscilante silueta frente a las puertas ventana.

– Me preocupa hacerte correr riesgos -le digo-. Vi lo que le ocurrió a Murphy por estar en el lugar inadecuado en el momento inoportuno.

– Eso no fue culpa tuya -dice ella.

– No hablo de culpas. Hablo de la dura realidad. De lo que esa gente será capaz de hacer si lo considera necesario para sus fines. En estos momentos piensan que, con Crow muerto, ellos se hallan a salvo. ¿Qué ocurrirá si tengo suerte y descubro algo debajo de otra piedra? Y no me queda más remedio que intentarlo.

– ¿Por qué?

– Porque, de lo contrario, a lo máximo que puedo aspirar es a una sentencia reducida por una acusación menor. Jonah irá a prisión. ¿No lo comprendes? Probablemente morirá allí.

Susan lanza un suspiro al tiempo que se aprieta más contra mí.

– Estoy segura de que, si Jonah lo hizo, fue en defensa propia. Con el arma de Suade.

– Lo malo es que él dice que no estuvo allí.

– Entonces, ¿qué piensas hacer?

– Debo esforzarme al máximo por encontrar a Jessica.

– ¿Crees que ella ayudará a su padre?

– No lo sé. Pero al menos puedo intentar recuperar a la niña. -Me vuelvo para mirar a Susan, cuyos brazos siguen cerrados en torno a mí.

Ella no me mira. Tiene los ojos perdidos y su mirada vaga sobre mis hombros hacia el patio.

– Te ayudaré -me dice.

– No. No quiero que te metas en este asunto. Si te ocupas de cuidar a Sarah…

– Ya estoy metida.

– ¿Te refieres a lo de la pistola de Suade? Eso ya es historia. Con un par de días más en el juzgado, Ryan se olvidará de la cuestión sobre de dónde salió el arma.

Esto no parece afectar demasiado a Susan.

– La niña está en peligro -dice-. Tenemos que encontrarla.

– Yo me ocuparé de ello.

Ella no responde y, haciendo caso omiso de mis palabras, cambia de tema.

– Hay algo que me intriga -dice-. ¿Cómo crees que dieron con ese hombre, con Crow?

– Le he estado dando vueltas a eso. Es posible que nos siguieran a Murphy y a mí la noche que fuimos a entregarle la citación. De ser así, probablemente Ontaveroz le apretó las tuercas a Crow para ver si conocía el paradero de Jessica. En ese caso habría visto la citación y la tarjeta de visita de Murphy.

– Dijiste que Crow no sabía dónde estaba Jessica.

– Eso fue lo que él nos dijo. ¿Quién sabe lo que le diría al mexicano? Cualquier cosa con tal de salvar la vida. Si Ontaveroz encontró la citación, comprendió que nos proponíamos hacer testificar a Crow. Eso hubiera colocado a Ontaveroz en el centro del juicio contra Jonah. No creo que a ese tipo le agrade la publicidad.

– ¿Y por eso mató a Crow?

– Creo que sí.

– Pero la cosa sigue siendo absurda -dice ella-. ¿Por qué iba a matar a Murphy?

– Tal vez creyó que Crow le había contado algo.

– Pero no fue así.

– Eso, Ontaveroz no lo sabe.

Estoy pensando que la llamada telefónica a Murph no fue un acto voluntario por parte de Crow.

– Probablemente le inyectaron la droga a Crow después de la llamada, lo metieron en la bañera y luego se sentaron a esperar la aparición de Murphy.

Esta posibilidad hace que el cuerpo de Susan se estremezca contra el mío.

– Pero si creen que Crow le dijo algo a Murphy, y aquella noche os siguieron a vosotros dos hasta el apartamento de Crow, deben de creer que tú también sabes algo. -Susan vuelve la cabeza y me mira a los ojos.

– Por eso no puedo quedarme aquí por más tiempo.

Esta mañana, Ryan vuelve sobre sus pasos, intentando que esta vez le salgan bien las cosas. Su testigo es un experto en armas de fuego y balística del laboratorio criminal del condado, Kevin Sloan.

Rubio y de poco más de treinta años, Sloan tiene más aspecto de policía que de técnico.

Rápidamente detallan el peso en granos de cada uno de los proyectiles, confirmando que las balas que mataron a Suade eran del calibre tres ochenta. Después de los dimes y diretes que hubo con el doctor Morris acerca de este punto, Ryan, por algún motivo, no se siente cómodo con lo del calibre. En vista de lo que sabemos acerca del arma de Suade, Harry y yo no comprendemos a qué viene esto.

Ryan habla sobre las estrías y surcos de los proyectiles, y el testigo le dice al jurado que el arma que mató a Suade era una semiautomática, basándose en las cápsulas sin reborde que se hallaron en la escena del crimen. Según Sloan, el arma no estuvo implicada en ningún otro crimen, al menos según el banco de datos que se utiliza para verificar tales cuestiones.

– ¿Se puede determinar algo más mediante las cápsulas halladas en la escena del crimen o por los proyectiles extraídos del cuerpo de la víctima?

– Había marcas de eyección en la cápsula que indican que ésta sólo se había disparado una vez. Probablemente se trató de balas compradas en una armería. El propietario del arma, quienquiera que fuese, no era lo que llamaríamos un tirador deportivo, alguien lo bastante familiarizado con las armas de fuego como para cargar su propia munición.

– ¿Algo más? -pregunta Ryan.

– Las estrías y surcos, la espiral de esa arma de fuego en particular, mostraban un giro a la derecha. Eso significa que el proyectil, al salir del cañón de la pistola, lo hizo girando en dirección de las manecillas del reloj. Como norma general, las armas de fuego fabricadas en Norteamérica tienen el giro a la izquierda. La bala gira en dirección contraria a las agujas del reloj al recorrer el cañón. Las Colt, las Browning, las High Standard y las Remington, casi todas ellas giran hacia la izquierda. Las armas europeas, por lo general, giran a la derecha. En sentido horario.

– O sea que probablemente la pistola que nos ocupa fue fabricada en Europa.

– Ésa sería mi conclusión. Se trata de un calibre muy usado. Hay bastantes marcas europeas que fabrican pistolas semiautomáticas del calibre tres ochenta.

– ¿Pretende usted decirnos que, a no ser que encontrásemos la propia arma, sería difícil identificar la marca o el modelo de la pistola usada en este caso?

– En efecto.

Ryan trata de dejar sin validez mis argumentos, de minimizar la importancia de la pistola de Suade. Plantea las cosas de modo que, a no ser que yo encuentre el arma del crimen, me resulte imposible probar que las balas salieron de la pistola de

Suade. Esto deja al jurado en el mundo de las conjeturas. Ella tenía una pistola, pero… ¿fue ésta el arma del crimen?

– No tengo más preguntas para el testigo -dice Ryan.

Yo no pierdo el tiempo:

– Señor Sloan, ¿está usted familiarizado con la pistola Walther PPK?

– Lo estoy.

– ¿Se trata de una pistola semiautomática?