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Yo estoy extendiendo Australian Gold en dirección al borde de la parte inferior del biquini, sobre la bronceada piel de Susan, que parece hecha de raso color canela.

– Bonito bañador -le digo.

– ¿Te gusta?

– Ajá.

– Tuve que comprar uno nuevo -dice-. Mis dos bañadores de repuesto desaparecieron cuando el robo. -Susan se refiere al robo de su casa, en el pasado mes de febrero-. Debieron de ser unos chicos -sigue-. ¿Quién si no iba a llevarse prendas de lencería de Frederick's y dos trajes de baño?

– Quizá algún ladrón aficionado al travestismo.

– ¿Uno de tus clientes? -me pregunta.

– Trataré de averiguarlo.

Ella se echa a reír.

A Susan también le desapareció un televisor, un ordenador portátil que utilizaba para su trabajo, otros aparatos electrónicos, y varias tarjetas de crédito. Aún estamos batallando con la compañía de seguros para que pague lo robado, aunque Susan ha insistido en ocuparse ella misma de lo de las tarjetas de crédito, claro indicio de su sentido de la independencia. Le digo que tuvo suerte. Hay tipos que, además de limpiarte la casa, te roban la identidad. Puedes pasarte el resto de tu existencia tratando de zafarte de denuncias por multas de tráfico puestas a alguien que utilizó tu identidad y que luego no compareció por el juzgado.

– Llevo un par de días queriendo hablar contigo -comento.

– ¿De qué?

– Tengo un problema en el que tal vez tú puedas ayudarme.

Hábilmente, sin mirar ni mover el cuerpo, ella desliza la mano por mi muslo, arañándome suavemente la carne y moviéndose hacia la abierta pernera de mi bañador.

– Mi problema no es de ese tipo -le digo.

– Lástima.

– Se trata de un asunto de trabajo.

– ¿Seguro? -Desliza las puntas de sus acariciadores dedos por debajo de la tela de mi bañador, y me rasca suavemente la parte interna del muslo.

– Sí. Aunque si insistes en hacer eso, dentro de nada tendré un nuevo y creciente problema.

Ella retira la mano.

– Aguafiestas.

– De veras me vendría bien que me ayudases.

– Eso trataba de hacer.

– ¿Podemos hablar en serio un momento?

– Me encantaría. -Comienza a darse la vuelta, con los ojos cerrados y los húmedos labios esbozando una sensual sonrisa.

Le aprieto la espalda para que no pueda completar el giro y continúo dándole masaje. Ella desiste de sus intenciones.

– Necesito cierta información para un caso en el que estoy trabajando. Es alguien a quien tal vez conozcas.

– De acuerdo, ¿de quién se trata?

– ¿Has oído hablar de una mujer llamada Zolanda Suade?

Ante la simple mención del nombre, los músculos de su espalda se tensan y la cabeza se levanta del cojín de la tumbona. Ahora me está mirando lo mejor que puede desde su posición. Yo sigo con las manos en la parte inferior de la espalda, extendiendo blanca y aceitosa crema sobre su piel. Saco un poco más de crema de la botella, me la pongo en las manos y la caliento mientras ella me estudia en silencio.

– ¿Se puede saber cómo te has implicado con Suade?

– ¿O sea que la conoces?

– Sí -dice Susan-. Desgraciadamente, la conozco. -Vuelve a posar la cabeza sobre el cojín.

– Se me ocurrió que podías haberte tropezado con ella, dadas sus actividades y tu trabajo.

– ¿Actividades? -Susan trata de disimular su interés-. ¿Qué actividades son ésas?

– Secuestro de menores -le digo.

Se produce una larga pausa. Noto cómo el aire escapa lentamente de sus pulmones.

– Sí, ésa podría ser una de las especialidades de Zolanda.

– La llamas por el nombre de pila. Parece que la conoces más de lo que yo pensaba.

– Ésta es una ciudad muy pequeña -contesta Susan.

– ¿La conoces personalmente?

– Pues sí. Podría decirse que fuimos amigas. Pero eso ocurrió durante otra existencia.

– ¿Amigas?

– Ajá.

– ¿No me lo vas a contar?

– Apenas hay nada que contar. Fue hace mucho tiempo.

Meto los dedos bajo el borde de la parte inferior de su biquini, en dirección a las firmes y redondas nalgas. Ella contiene el aliento.

– Los hombros se te están poniendo un poco colorados -le digo.

– Pues deberías verme la cara. Si sigues haciendo eso, tendremos que decirles a las niñas que se metan en la casa.

– Háblame de Suade.

– Es una mujer con la que más vale no mezclarse. ¿A qué viene tu interés?

– Tengo un cliente, y mi cliente tiene un problema.

– A ver si lo adivino. ¿Su hijo ha desaparecido?

– No. Su nieta.

– Bueno, eso es una novedad. Por lo general, sus víctimas son padres que tienen la custodia conjunta.

– O sea que la cosa ya había ocurrido antes, ¿no?

– Sí, desde luego.

– ¿Cómo conociste a esa mujer? ¿A través de tu departamento?

– Sí, y de otras cosas. La conozco desde hace… sí, creo que diez años. Desde que seguí un curso para posgraduados en la universidad. El desarrollo en la temprana niñez. Una noche, Zolanda fue la conferenciante.

Cuando mis manos se detienen, ella comprende que estoy interesado.

– El mundo de la protección a la infancia es muy pequeño. Todos nos movemos en los mismos círculos.

– ¿Qué más sabes sobre ella? -Comienzo de nuevo a mover los dedos sobre su piel.

– Creo que tuvo una mala experiencia matrimonial. En otra vida, antes de venir a la ciudad.

– La mitad de la gente que conozco ha tenido malos matrimonios -comento.

– No, yo me refiero a una experiencia matrimonial realmente mala -dice Susan-. Su marido tenía dinero y era un auténtico hijo de puta. Le pegaba, la torturaba, y estuvo a punto de matarla. El tipo estaba chiflado. Le gustaba el sadismo y la dominación. Esposas y cadenas. Pero no de las que venden en los sex-shops, con almohadillado de algodón y falsas cerraduras. Según cuentan, el tipo la encadenó en un cuarto del sótano de su casa y la tuvo allí casi un mes. La torturó. La violó, la sodomizó, el repertorio completo. Ella sólo salió de allí con vida porque un vecino oyó los gritos y llamó a la policía. La experiencia afectó a su personalidad.

– Es comprensible.

– No le gustan los hombres -añade Susan.

– Algo como lo que le sucedió a ella puede hacer que una mujer lo piense dos veces antes de acercarse a un hombre.

– La realidad es que odia a los hombres.

– ¿A todos?

– Prácticamente, sí.

– Eso es bastante irrazonable. -Con dedos suaves como plumas, ahora le estoy dando masaje en el trasero, esta vez por encima de la tela del bañador.

– Naturalmente, ella no ha sentido el contacto de tus dedos sobre su culo -dice Susan.

– ¿Por qué estás tan segura de eso?

Ella se echa a reír.

– Porque todavía conservas todos los dedos.

– ¿Cómo llegó a implicarse con las madres fugitivas y sus hijos?

– Llámalo venganza -dice Susan-. Su forma de desquitarse de los hombres. Tribunales en los que hay hombres con togas negras. Agentes de la ley que hacen caso omiso de las denuncias de abusos conyugales. Naturalmente, rebasó todos los límites. Durante un tiempo tuvo sus partidarios. Incluso algunas personas de gran influencia, unos cuantos legisladores, un par de concejalas. Pero fue demasiado lejos. Abusó de sus privilegios. Su respuesta no es una solución. Convertir a los niños en fugitivos es como rebanarle el pescuezo a un hombre para conseguir que haga dieta. Un remedio peor que la enfermedad. Ha habido unos cuantos casos, muy pocos, desde luego, en los que madres a las que ella ha ayudado a esconderse han sido detenidas y encarceladas. Lo cual supone una nueva desgracia para los niños. Pero decirle eso a Zo es inútil. Ella no hace el más mínimo caso.

– Mi cliente está seguro de que Suade se halla implicada. Esa mujer fue a su casa con la madre y le dijo que, o entregaba a la nieta por las buenas, o la perdería.