– Si la fiscalía se halla en poder de una pistola, debería haberlo anunciado.
– ¿Tiene usted la pistola? -pregunta Peltro.
Ryan niega con la cabeza.
– No tengo ninguna pistola, señoría. Pero el testigo puede contarnos dónde se hallaba el arma la última vez que la vio.
Como un torpedo surgiendo entre la niebla en aguas calmadas, la estrategia de la fiscalía se me aparece con toda nitidez, demasiado tarde para hacer algo. Ése es el motivo de que Ryan deseara que Susan explicase al jurado lo de que ella había llevado a Jonah en el coche a su oficina aquel día, después de nuestra reunión, y lo de que el coche de Jonah estaba en los muelles. La hipótesis de Ryan, su teoría, es que el arma del crimen también estaba allí. Ahora, tras el testimonio del taxista, sitúa a Jonah de nuevo en el muelle con tiempo sobrado para dirigirse en coche a la oficina de Suade y matarla.
– Voy a desestimar la protesta -dice Peltro-. Puede usted contestar a la pregunta.
– Háblenos de esa pistola -dice Ryan.
– Era una pequeña semiautomática. -Jeffers describe el arma como si lo hubiera ensayado, cosa que sin duda ha hecho.
– ¿Por qué subió usted esa arma a bordo del barco?
– La utilizábamos con algunos de los peces mayores -dice Jeffers-. Recuerdo un tiburón, que debía de medir más de cuatro metros. Lo teníamos al costado del barco, aún en el agua. Estaba agitándose y dando coletazos. Así que, para poder subirlo a bordo, cogimos la pistola y le pegamos un tiro.
– Habla usted en plural. ¿Sabía el señor Hale que a bordo de su barco había una arma de fuego?
– Señoría, tengo que protestar.
– Se desestima la protesta -dice Peltro.
– Sí, claro -dice Jeffers-. Yo le enseñé dónde la guardaba.
Me esfuerzo al máximo en no mirar a Jonah, aunque desde la tribuna del jurado, doce pares de ojos están taladrando a mi cliente.
– ¿Recuerda usted de qué clase de pistola se trataba? -pregunta Ryan -. ¿La marca o el calibre?
– No recuerdo la marca -dice Jeffers-. Pero el calibre era tres ochenta -asiente el testigo con la cabeza, muy satisfecho.
Cuando al fin miro a Jonah, siento una terrible sensación de vacío en el estómago, motivada no tanto por lo que Jeffers está diciendo como por la expresión de mi cliente, que dice a las claras: «Ah, sí. Es cierto.»
– Una última pregunta -dice Ryan-. ¿Recuerda usted qué ocurrió con esa pistola?
– Sí. Cuando me despedí la dejé en el barco del señor Hale.
Ryan se vuelve hacia mí y me dice:
– Su testigo.
Yo estoy ansioso por interrogarlo. Llego al podio antes de que Ryan haya terminado de recoger sus papeles.
– Señor Jeffers, ¿tiene usted antecedentes?
– ¿Perdón…?
– ¿Tiene usted antecedentes policiales?
Jeffers mira a Ryan.
– ¿Tengo que responder a eso? -Ryan asiente con la cabeza-. Sí. Me han arrestado, si se refiere usted a eso.
– ¿No es más cierto que es usted un delincuente convicto? ¿Que fue enviado a cumplir condena a la penitenciaría estatal de Folsom? ¿Que cumplió usted más de un año por haber robado a un antiguo patrono?
Harry y yo habíamos estudiado los antecedentes penales de Jeffers, aunque en ningún momento se nos ocurrió que fueran a citarlo como testigo. Incluso habíamos conseguido hacernos con copias de los registros de los arrestos, así que al menos conocemos algunos de los detalles de su condena.
– ¿Cómo se hizo con la pistola que ha mencionado usted en su testimonio?
– Se la compré a un amigo -dice Jeffers.
– ¿Cuándo?
Jeffers tiene que reflexionar un momento. Mira hacia el techo.
– Creo que fue cuatro o cinco meses antes de entrar a trabajar para el señor Hale -responde finalmente.
– ¿A quién se la compró? ¿Cómo se llama ese amigo?
– Maxwell Williams. -Jeffers no vacila al responder, como si esperase mi pregunta. Es evidente que Ryan lo ha aleccionado.
– ¿Y de qué conocía usted a ese Maxwell Williams?
– De la cárcel.
– ¿Y cómo consiguió esa pistola?
– No lo sé.
– ¿Cuánto dinero pagó usted por la pistola que ha mencionado en su testimonio?
– Doscientos dólares -dice Jeffers.
– ¿Cómo los pagó? ¿Con un cheque, en efectivo, o bien su amigo aceptaba tarjetas de crédito?
– Pagué en efectivo.
– Eso es un montón de dinero para alguien que ni siquiera puede permitirse pagar el precio de una habitación de motel.
– Necesitaba la pistola como protección.
– ¿De quién quería protegerse?
– Vivir en la calle puede resultar peligroso.
Lo malo de este testigo es que todo lo que dice suena a verdadero. Veo en los ojos de Jeffers que éste sabe adónde pretendo ir a parar. ¿Por qué un hombre que está sin blanca, y que se gasta doscientos dólares en comprar una pistola, va a dejársela en el barco de su patrono cuando se despide? Así que no es ése el camino que tomo.
– Señor Jeffers… ¿Sabía que el hecho de que un ex presidiario posea una arma constituye una violación de las leyes federales?
– Sí que lo sé -dice Jeffers-. Me enteré de ello. Por eso, cuando me despedí le dije al señor Hale que dejaba la pistola en su barco.
Éste es uno de los motivos por los que uno nunca debe tratar de sorprender a un testigo.
– Lo olvidé por completo -dice Jonah a Harry en voz alta sin que a nosotros nos sea posible impedírselo-. La tiré. La arrojé por la borda cuando Amanda comenzó a ir por el barco.
La sala de audiencias se convierte en un hervidero de rumores. Peltro da repetidos golpes con la maza, exigiendo orden.
– Haga usted callar a su cliente, señor Madriani.
– De veras que lo olvidé. -Jonah sigue intentando convencer a Harry.
– Señor Hale, silencio -dice el juez.
Éstas son las últimas palabras que pronuncia el juez antes de que Jonah se derrumbe sobre la mesa de la defensa, como un peso muerto, como un melón estrellándose contra una pared.
TREINTA
Me doy cuenta de que Mary ha estado aquí antes. Nos habla a Harry y a mí de la otra habitación que hay pasillo abajo, la que tiene unas luces tenues en las mesas auxiliares, unos grandes y mullidos sofás pegados a las paredes, y cortinas en la pequeña cristalera que da al pasillo. Se trata de la sala de espera de los familiares, el lugar al que uno no quiere que lo lleven cuando el médico sale a dar la noticia.
– Había otra señora la última vez que estuve aquí -dice Mary-. Se la llevaron a esa habitación.
Como era de esperar, Mary está alarmadísima. Se fija en todos los detalles, buscando esperanza en las expresiones de los perfectos desconocidos que transitan por el concurrido hospital camino de sus obligaciones. Un joven con bata verde pasa corriendo ante la puerta abierta. A Mary la tranquiliza el hecho de que, al menos, el joven vaya a la carrera.
– Si Jonah estuviera muerto, no correrían -dice.
Probablemente, en la UCI hay dos docenas de pacientes, y quizá el muchacho de la bata verde simplemente vaya a otra unidad a limpiar los orinales, pero Harry y yo no le decimos nada de esto a Mary.
De momento nos hallamos en una pequeña sala de espera, junto a la UCI, la unidad de cuidados intensivos, bañados por la antiséptica luz de los tubos fluorescentes del techo. Esperamos que alguien nos diga algo.
Me han dicho que Jonah no recuperó el conocimiento en la ambulancia, pero que mantiene las constantes vitales: el pulso y la presión sanguínea. Al cabo de unos minutos de sufrir el ataque, ya le habían suministrado oxígeno. Por suerte, en el corredor del juzgado había un equipo de paramédicos, esperando para testificar en su propia defensa, un caso civil por negligencia que, debido a las limitaciones de espacio, se estaba viendo en el edificio de los tribunales penales.