A Mary no le permitieron ir con su marido, así que Harry la metió en un taxi que los llevó al hospital anticipándose casi a la ambulancia.
Durante un largo rato permanecemos sentados y en silencio, hasta que una mujer se une a nosotros, una amiga de Mary, una vecina, una de las pocas que no firmaron la petición de que los Hale se mudasen. La mujer se ha enterado de la noticia por la televisión. Harry y yo aprovechamos la oportunidad para salir un momento al pasillo.
– ¿Pudiste verlo cuando lo metieron en el hospital? -pregunto.
– Usaron la entrada de emergencia -dice, negando con la cabeza-. Por lo visto, primero estuvieron atendiéndolo un rato en la sala de urgencias.
Tal vez el hecho de que lo hayan trasladado a la UCI tenga alguna significación, aunque quizá sólo lo hayan hecho para ayudarlo a mantener las constantes vitales.
Estoy mirando corredor abajo por encima del hombro de Harry cuando, al fondo del pasillo, veo a Susan, doblando un recodo a la carrera, seguida por tres pequeñas sombras: Sarah y las dos hijas de Susan. La expresión de Susan es de angustia.
Comienza a hablar antes de llegar a donde estamos.
– ¿Cómo está Jonah? -Las niñas se detienen detrás de ella.
– No lo sabemos.
– Lo escuché por la radio -dice ella-. Acababa de recoger a las niñas en el colegio.
Sarah se acerca a mí y me abraza. Yo le doy un beso en la frente y ella sonríe. Llevo casi una semana sin ver a mi hija, y eso me hace sentir unos remordimientos tremendos.
– Te echo de menos -dice Sarah.
Abrazar a mi hija constituye toda una terapia. El simple hecho de tener entre los brazos a la chiquilla que adoro hace que las contrariedades, los nervios y el resto de las cosas negativas que rodean el juicio se esfumen como por ensalmo.
Mientras hablamos formando un coro de susurros, una figura femenina se acerca a nuestro pequeño grupo.
Por la expresión de sus ojos comprendo que no está simplemente pasando por aquí. Es una doctora, con gorro, pantalones y chaqueta verdes. Es una mujer afroamericana y me mira a los ojos.
– ¿Son ustedes la familia del señor Hale?
– Su esposa está dentro. -Señalo hacia Mary con un movimiento de cabeza.
Mary se levanta del sofá como impulsada por un cohete. Se retuerce las manos, entrecruza súbitamente los dedos, como si estuviera rezando.
– El señor Hale se ha estabilizado -dice la doctora-. Está fuera de peligro.
– ¿Está consciente?
– Sí.
– ¿Puedo verlo?
– Dentro de un momento, y sólo durante unos segundos. Ha sufrido un ataque al corazón. En estos momentos, todavía ignoramos las lesiones que puede haber sufrido. Pero tendrá que permanecer hospitalizado durante algún tiempo.
– Entonces, ¿no podrá comparecer en el tribunal el lunes? -pregunta Harry.
– Categóricamente, no. -La doctora se vuelve como si Harry estuviera pidiéndole su bendición para enviar a su paciente de regreso al tribunal.
En vez de ello, Harry sonríe y me da con el codo. Ha llegado el momento de hablar con Peltro de un largo aplazamiento. Es probable que vayamos camino de un juicio nulo. El juez no se va a sentir nada cómodo con el jurado campando por sus respetos durante un largo período de tiempo, con las tesis del estado en el recuerdo y nada con lo que rebatirlas, y con la publicidad desatada. Eso sería base más que sobrada para una posterior apelación, y Peltro lo sabe. Ahora lo que hay que averiguar es durante cuánto tiempo tendrá que permanecer hospitalizado Jonah.
Mientras yo pienso en esto, Susan se me acerca y me susurra al oído:
– ¿Qué tal si tú y yo nos vamos a México?
Éste no es el momento. Le dirijo una mirada reprobatoria.
Ella aprieta los labios contra el lóbulo de mi oreja y vuelve a susurrar:
– Hemos encontrado a Jessica.
TREINTA Y UNO
El recorrido desde el aeropuerto de Los Cabos parece durar más tiempo que el vuelo desde San Diego. La carretera es polvorienta y está llena de baches. La vieja furgoneta GMC, que pasa por un taxi por estos contornos, apenas tiene suspensión y carece de aire acondicionado.
Harry se ocupa de Sarah, de llevarla al colegio y de recogerla luego. El ex marido de Susan se ha quedado con las dos niñas.
– ¿Han venido aquí a pescar? -El taxista mantiene una mano sobre el volante al tiempo que se vuelve a mirarnos por encima del respaldo del asiento delantero.
Todas las ventanillas están bajadas para que tengamos un poco de aire. Susan y yo estamos recibiendo en el rostro un chorro de aire caliente que parece proceder de un secador de un millón de vatios.
– No. -Tengo que gritar para que el hombre me escuche sobre el rugido del viento.
– ¿De vacaciones? -pregunta él.
– Más o menos. -El taxista puede hablar lo que quiera, mientras no pierda de vista la carretera y mantenga una mano sobre el volante.
– Nos lleva usted a Cabo San Lucas, ¿verdad? -dice Susan.
– Oh, sí.
– ¿Cuánto falta?
– Ah. Muy poco -dice él-. ¿De dónde son ustedes?
– Del norte -contesta ella.
– Oh. -Capta la indirecta: no estamos de humor para charlas.
Vamos a más de ciento diez, y los neumáticos sin dibujo patinan sobre la arenosa superficie de la carretera. Con la mano libre, el taxista nos señala los puntos en que la carretera fue anegada en el último huracán, como si los enormes baches sobre los que estamos traqueteando no fueran indicación suficiente. De vez en cuando, el hombre toca el claxon y saluda a algún otro necio que se dirige en dirección contraria a la velocidad de la luz, otro taxi con su cargamento de norteamericanos camino del aeropuerto. En Cabo, la velocidad es sinónimo de hombría.
Diez minutos más tarde nos metemos por la carretera que conduce hacia el pueblo de Bonita Blanca, una de las urbanizaciones de la playa orientadas hacia Land's End.
El pueblo en sí está formado por torres de apartamentos de lujo, en régimen de multipropiedad. En el aeropuerto, la estrategia de ventas de estos apartamentos es tan agresiva que los que vienen aquí regularmente lo llaman «aguantar el asedio». Si uno no tiene cuidado al desembarcar de un avión, puede creer que ha cogido un taxi y, en vez de ello, verse arrastrado hasta un conjunto residencial, en el que permanecerá un fin de semana en compañía de un vendedor surgido del averno. Los apartamentos se venden sobre todo a norteamericanos ricos, y son alquilados a otros turistas.
Este centro turístico tiene muros blancos de estuco que se elevan varios pisos, como las murallas de una fortaleza mora, con cúpulas de azulejos colocadas aquí y allá para servir de adorno arquitectónico. El patio interior da a la playa y rodea una piscina de forma irregular más grande que un campo de fútbol. Una escalera desciende a la playa, donde el agua del océano es de un color azul intenso, salvo cerca de la orilla, donde parece cubierta por una cobriza pátina debido a los cristalitos de cuarzo que hay en la arena.
Susan y yo nos instalamos en la habitación y ponemos en funcionamiento el aire acondicionado. Para esto hay que insertar una de las tarjetas-llave de la habitación en la caja eléctrica que hay en la pared junto a la puerta.
En la habitación, el aire es cálido y sofocante. El centro turístico está casi vacío. En la Riviera Mexicana, el verano no es temporada alta.
Dejamos mi llave en la caja eléctrica para que la habitación se refresque, cogemos la llave de Susan y nos dirigimos al restaurante al aire libre situado junto a la piscina.
Aquí hay ventiladores de techo, sopla una fresca brisa procedente del mar, y hay un techo para darnos sombra. Frente a la playa hay anclados varios yates, y una gran embarcación naval que parece un destructor. Sin duda, los bares del centro del pueblo están llenos de marineros. De Cabo se ha dicho que es una enorme taberna. Aquí no hay mucho que hacer, aparte de tostarse al sol y beber.