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Yo sólo he estado aquí una vez, con Nikki, cuando estábamos recién casados. Es un lugar reservado para el norteamericano típico. Aunque quizá el gobierno mexicano no esté de acuerdo, aquí la moneda de cambio es el dólar estadounidense. Por doquier se ven norteamericanos que rondan los cuarenta tratando de revivir su adolescencia, haciendo las mismas tonterías de cuando eran jóvenes, soltándose el poco pelo que les queda, cogiendo terribles borracheras en Cabo por la noche y regresando tambaleantes a sus apartamentos a las tres de la madrugada, para despertarse luego con dolor de cabeza y resaca, y alardear de la juerga que se corrieron en el pueblo. Una auténtica aventura. Durante el día se quedan alrededor de la piscina, bromeando unos con otros, llevando sus Rolex, y siempre blandiendo la consabida botella de Dos Equis.

Hay mujeres norteamericanas de veintitantos y treinta y tantos años, tomando el sol bañadas en bronceadores y emolientes. Algunas de ellas están acompañadas por niños pequeños. A Jessica Hale no le resultaría difícil perderse en un lugar como éste.

Susan no ha dicho gran cosa desde que nos encontramos en el hospital. Le he preguntado cómo logró dar con Jessica. Ella ha eludido responderme, y dado el vapuleo que ha recibido en el juzgado, no me atrevo a insistir. Si Ryan descubriese que estamos aquí, buscando a Jessica, sin duda trataría de reabrir el caso, de poner de nuevo a Susan en el banquillo de los testigos y de apretarle las tuercas una vez más.

Sospecho que Susan tiene dos motivos para implicarse aún más en este asunto, y el primero de los dos es el más fuerte: si puede hacer algo para sacar a la nieta de Jonah de una mala situación, lo hará. El segundo motivo es que ya no tiene nada que perder. No lo ha dicho con todas las palabras, pero de su actitud deduzco que ha roto con el condado. Ryan y su jefe van a machacar sin clemencia a los miembros del Consejo de Supervisores, aduciendo que Susan trató de hacerse con el cigarro de Brower con el fin de destruir una prueba, y que trató de ocultar las amenazas de muerte proferidas por Jonah. A ojos de Ryan y los suyos, Susan ha demostrado que no forma parte de los que representan la ley, sino del enemigo.

Susan pide tequila, un margarita para calmar los nervios.

– O sea que hoy encontraremos a Amanda, ¿no? -digo.

El camarero quiere saber si yo voy a beber algo. Lo despacho con un ademán. En estos momentos, lo que deseo es obtener respuestas de Susan.

– ¿Está ella aquí, en el pueblo?

Ella asiente con la cabeza.

– Necesitaremos un coche.

– Eso se puede arreglar.

– Tengo una dirección. Habrá que encontrarla.

– ¿Cómo conseguiste la dirección?

– Eso no puedo decírtelo -responde ella.

Parto de la base de que Susan está protegiendo a su personal, de que probablemente ha hecho uso de su autoridad por última vez, para darle instrucciones a uno de sus detectives, meterlo en un avión y mandarlo hacia el sur. O bien el investigador, quienquiera que sea, tuvo suerte, o bien Jessica se ha vuelto descuidada. Esto último no deja de producirme una considerable preocupación.

– Si tú pudiste localizarla, tal vez Ontaveroz también pueda -le digo.

– No podemos apresurarnos -dice ella-. Sólo vamos a tener una oportunidad. Si la desaprovechamos, no volveremos a ver a Jessica jamás.

Susan logra tranquilizarme con su actitud. Para tratarse de alguien cuyo trabajo se está yendo a pique, muestra una notabilísima calma. Extrañamente, pese a lo mal que Ryan se lo hizo pasar en el banquillo de los testigos, ella no parece culparme de nada. Ocurre simplemente que ahora sus acciones son más medidas, menos espontáneas. Creo que se ve a sí misma como la inevitable víctima de todo lo que ha sucedido.

– Probablemente, ella no querrá volver con nosotros. -Susan está hablando de Jessica Hale-. ¿Estás dispuesto a aceptar eso?

– Me convendría mucho conseguir su testimonio -digo. Jessica podría ser el vínculo vital entre Ontaveroz y Suade. El hecho de que Jessica lo conociera y hubiese vivido con él podría constituir la prueba que necesito para contentar a Peltro e iniciar la defensa.

– Nuestra meta es la niña -dice Susan-. Creo que debemos partir de la base de que Jessica no vendrá. Se encuentra aquí por un motivo: está huyendo.

– ¿Está huyendo a causa de la niña?

– Sí. Y puede seguir haciéndolo si nosotros nos llevamos a Amanda. Pero tratar de conducirlas a las dos al aeropuerto, a través de inmigración y aduanas, sería un gran error. Si Jessica monta una escena, todo habrá sido inútil.

Pese a la poca gracia que me hace, reconozco que Susan tiene razón. A la niña tal vez nos sea posible convencerla y controlarla. Con una adulta, y en especial con alguien tan volátil como Jessica, no hay manera.

– De acuerdo.

– Bien. -Llega la bebida de Susan, y ella comienza a sorberla por la fina paja-. Necesitaremos una identificación para la niña -sigue-. Eso significa un pasaporte, algo que lleve una foto. Es posible que Suade les facilitara identificaciones falsas. Cuando demos con el apartamento, una de las cosas que tendremos que hacer será encontrar esas identificaciones. Registrar su equipaje, mirar en los cajones. Necesitaremos un pasaporte para salir de México.

Asiento con la cabeza. Me asombra lo cuidadosamente que Susan lo ha planeado todo.

– Si sucede lo peor, si todo lo demás fracasa, la llevaremos al consulado norteamericano de la población. He investigado y sé que hay uno. -Susan abre el bolso sobre la mesa. Saca de él un sobre y me lo entrega. Es una copia legalizada de la orden de custodia del tribunal a nombre de Jonah y Mary-. Con esto, y con mis credenciales del condado, al menos conseguiremos demorar el proceso y retener a la niña durante un tiempo, hasta que consigamos arreglar las cosas, y obtener las autorizaciones necesarias para volver con Amanda a Estados Unidos.

«Cuando demos con el lugar, uno de nosotros debería ir por la puerta principal. Quizá deba hacerlo yo. Una mujer resultará menos inquietante.

– ¿Y qué piensas decirle?

– No lo sé. Cualquier cosa para entretenerla. Le contaré algo. Que el casero me envía para echarle un vistazo al apartamento. Que me propongo alquilar uno igual. Cualquier cosa con tal de traspasar esa puerta.

– ¿Y qué haré yo?

– Averiguar si hay una puerta trasera. -Según Susan, esto evitará que Jessica huya y, supuestamente, nos permitirá echarle el guante a la niña.

– ¿Y qué haremos con Jessica?

– Eso corre de mi cuenta.

– ¿Qué piensas hacer?

– Si es necesario, someteremos a Jessica por la fuerza. -Salta a la vista que Susan está dispuesta a llegar hasta el final y a correr el riesgo de terminar en una cárcel mexicana.

– ¿Y qué ocurre si en la casa hay alguien más?

– No lo sé. Por eso no quiero que nos precipitemos. Tendremos que vigilar la casa durante algún tiempo. Lo haremos después del almuerzo.

Nos mudamos. Nos ponemos shorts, ropas más frescas, gafas de sol. Alquilo un pequeño Wrangler, un Jeep, un vehículo que estoy acostumbrado a conducir y que es capaz de transitar por malos caminos y de dar la vuelta en callejones estrechos.

En todos nuestros planes partimos de una base que puede resultar incierta: que la niña vendrá con nosotros voluntariamente, que en cuanto mencionemos el nombre de Jonah o el de Mary, en cuanto le digamos que trabajamos para sus abuelos, Amanda Hale saldrá por la puerta y subirá al coche.

Según Susan, esto sería lo ideal, pero añade que, ocurra lo que ocurra, Amanda vendrá con nosotros, aunque tengamos que hacer uso de la fuerza.

Nos detenemos frente a un supermercado de la calle principal de la población. Yo me quedo en el parking mientras Susan entra en el local. Cinco minutos más tarde, sale cargada con una única bolsa de plástico. Se instala en el asiento del acompañante y cierra la portezuela. En el interior de la bolsa hay un rollo de quince metros de cuerda de la que se usa para tender y un carrete de cinta adhesiva.