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– Tenemos que hacer otra parada. Una señora del supermercado me dijo que lo que busco está al final de la calle.

Yo conduzco, y Susan mira por la ventanilla. Al cabo de dos manzanas encuentra lo que busca: la farmacia. Esta vez tarda menos de dos minutos, y cuando sale lleva un recipiente metálico de medio litro con tapón de rosca.

– ¿Qué llevas ahí?

– Éter.

Ahora ya está claro lo que Susan piensa hacer con Jessica: un poco de anestésico en un trapo, maniatarla y cerrarle la boca con cinta adhesiva. Para cuando la encuentren, nosotros ya estaremos en San Diego, o en Los Ángeles, o dondequiera que vaya el primer avión que salga de Los Cabos en dirección a Estados Unidos.

Localizamos el consulado norteamericano en un pequeño mapa turístico. Está cerca de la bahía. Pasamos frente a él varias veces desde distintas direcciones con el fin de orientarnos. El problema es que muchas de las calles no sólo son estrechas, sino también de dirección única.

Antes de que transcurra una hora nos damos cuenta de que nuestro hotel no servirá. Está demasiado lejos del centro de la ciudad. También tiene la desventaja de que la comisaría de policía se halla situada entre nosotros y el consulado en caso de que, por algún motivo, tengamos que cobijarnos en nuestra habitación con la niña.

Invertimos una hora en trasladarnos a otro hotel, un lugar más céntrico. El hotel Plaza las Glorias está situado cerca del puerto deportivo, y se halla a sólo dos manzanas del consulado.

Siguiendo las instrucciones de Susan, que va en el asiento del acompañante con el mapa en el regazo, recorremos la zona turística de Cabo. Nos equivocamos al girar y terminamos frente a nuestro hotel.

Esta parte de la población es sobre todo una sucesión de bares y tiendas de recuerdos, de discotecas y salas de fiesta. Incluso fuera de temporada, el tráfico es una pesadilla. La población aumenta con cada uno de los barcos de crucero que llegan a la bahía. Hoy, dos de ellos están anclados como hoteles flotantes a cosa de un kilómetro de la playa. Lanchas a motor transportan a los turistas hasta el puerto deportivo, donde atestan las calles, regatean con los vendedores ambulantes y entran y salen de las pequeñas tiendas.

Tardamos diez minutos en orientarnos de nuevo.

Susan vuelve a mirar el mapa y me da nuevas instrucciones. Volvemos hacia atrás y esta vez logramos lo que pretendemos: llegar a la calle principal, pero permanecemos a la derecha cuando llegamos al semáforo situado frente al mercado.

Aquí la calle es de una sola dirección, y va estrechándose según la cuesta se hace más empinada. Sólo hay espacio suficiente para que pasen dos coches. Cerca ya de la cima, Susan me dice que busque un sitio para aparcar. Aquí, algunos de los bordillos miden más de un metro de alto, con peldaños para llegar a la acera. Se ven menos tiendas, y las que hay son pequeñas. Encuentro un hueco y estaciono.

Susan estudia el mapa. No es muy detallado; se trata de uno de esos mapas turísticos que regalan las agencias de coches de alquiler. Las calles parecen desaparecer en la zona en la que, según nos dijo el conserje del hotel, está situada la dirección.

– Debe de estar un par de manzanas más arriba -dice Susan.

Nos apeamos. Subimos primero a la acera y luego por la escalera. A la izquierda y hacia abajo quedan los lugares turísticos y los locales nocturnos: Cabo Wabo, The Giggling Marlin y Squid Row.

Al final de la cuesta por la que vamos debería de estar la plaza. Aquí se ven muy pocos turistas. Atravesamos la calle, lo que parece ser la última intersección concurrida. El tráfico es descendente y va en dirección al centro. Luego subimos por una escalera hasta la plaza de la ciudad, una zona abierta con unos cuantos árboles. Ocupa el espacio de una pequeña manzana.

Susan y yo parecemos dos turistas. Ella lleva un gran sombrero de paja para protegerse la cabeza y los ojos del sol. Ha dejado la cuerda, la cinta y el éter en el coche, debajo de un asiento. De momento, lo único que pretendemos es encontrar la dirección.

Localizamos la misión, la iglesia católica. El Departamento de Aduanas mexicano está al lado, y más abajo hay una tienda de antigüedades, un edificio de dos pisos con una galería corrida sobre la calle.

Susan se encamina en esa dirección, y yo la sigo.

Cruzamos la calle, pasamos frente al escaparate de la Tienda de Antigüedades de Mama Elis, y seguimos andando a la fresca sombra de la galería corrida. Llegamos al final de la manzana. Cuando doblamos la esquina, Susan se detiene. Calle arriba, a cosa de veinticinco o treinta metros hay unas puertas de hierro forjado ante las cuales termina la calle. Las puertas dan a una rampa de acceso, y sobre ella hay un gran letrero de madera: «Las Ventanas de Cabo.»

Susan suelta un prolongado suspiro.

– Aquí es.

Volvemos a la sombra de la galería. Los apartamentos están situados en la aterrazada falda de la colina, y hay una empinada rampa que desaparece tras un recodo. Está claro que desde la calle no nos va a ser posible ver gran cosa. Las viviendas están pegadas a la falda de la colina, por encima de nosotros. Parece como si hubiera diez o doce apartamentos distintos.

– ¿Sabemos en cuál de ellos está Jessica?

Susan niega con la cabeza.

– Sólo tengo el nombre del lugar -dice.

– Esperemos que la información sea correcta -comento-. De lo contrario, habremos hecho un largo viaje para nada.

Comienzo a caminar cuesta arriba.

– ¿Adónde vas? -me pregunta Susan.

– A ver si hay una oficina.

– No puedes entrar así como así.

– ¿Por qué no? Jessica no nos conoce. Al que nos atienda le diremos que queremos alquilar un apartamento.

Susan sale de la sombra de la galería, se sujeta bien el sombrero, ladea la cabeza y mira hacia las viviendas que hay en la falda de la colina. Yo comienzo a subir por la cuesta, seguido por Susan.

Una vez cruzamos las puertas de hierro, tomamos hacia la izquierda y seguimos subiendo hasta encontrarnos frente a varios garajes, y a una serie de viviendas escalonadas y rodeadas por pequeños jardines. No hay ningún cartel que indique dónde se halla la oficina, si es que existe una.

El calor de la tarde es achicharrante, y empieza a hacer mella en nosotros. Mis gafas de sol comienzan a empañarse. Me detengo en la escalera para limpiarlas y para orientarme.

– ¿Qué desean? -pregunta una voz femenina desde un nivel más bajo.

Cuando me vuelvo a mirar me fijo por primera vez en una piscina de buen tamaño situada en una de las terrazas de la colina, sobre los garajes. Hay también un patio rodeado por una galería desde donde se vislumbra una impresionante vista de la población.

– Buscamos la oficina.

– Acaban de encontrarla. Soy la encargada -dice la mujer.

Susan y yo nos encaminamos hacia la piscina.

La mujer tiene poco más de treinta años, y lleva shorts, top y gafas de sol. Nos estudia con interés, como si por estos alejados contornos no viniera mucha gente.

– Hola, me llamo Paul. Mi esposa, Susan. Hemos visto este sitio desde abajo. Parece muy bonito. Buscamos un lugar discreto y tranquilo. Quizá tenga usted algún apartamento libre.

– En estos momentos está todo completo -dice ella-. Pero puedo quedarme con su nombre y su teléfono.

Me quito las gafas oscuras. Le muestro la mejor de mis sonrisas. Un amigo me comentó en una ocasión que la clave de la conversación no está en la boca, sino en los ojos.

La mujer no me imita, y sigue estudiándome desde detrás de los cristales oscuros.

– ¿Buscan algo para unos días, o para una temporada?

– Algo para todo el verano -dice Susan.

– En realidad, tal vez optemos por un alquiler por todo el año -digo yo.

Al oír esto, la mujer se quita las gafas y sonríe.

– Quizá tenga una vacante para fin de mes.

– ¿Aceptan ustedes niños? -Susan acaba de hacer la pregunta del millón de dólares.