Выбрать главу

– Generalmente, no. Pero en estos momentos hay una in-quilina que tiene una niña.

Bingo.

– Qué bien -dice Susan-. No estábamos seguros de si debíamos venir aquí con nuestra pequeña. Tiene ocho años.

– La misma edad de la niña de mi inquilina. Son gente muy tranquila. Tanto la madre como la niña. Aunque la verdad es que no estoy muy segura de si es niña o niño. Nunca sale. Han pagado hasta finales del mes que viene. Pero puede que su apartamento quede vacío en cualquier momento. La madre me ha dicho esta misma mañana que se iban.

– ¿Cuándo?

– No me lo dijo con exactitud. Antes de que termine este mes.

Susan sonríe, pero cuando me mira advierto en su rostro algo parecido a la preocupación. Si se trata de Jessica, y desaparece, nunca volveremos a dar con ella.

– Lo que digo: si me dejan su nombre y su teléfono, los podría llamar -dice la mujer.

– ¿Sería posible ver el apartamento? -pregunto.

– Me temo que no. La semana pasada traté de enseñarlo, y la mujer me dijo que no. Los inquilinos son muy celosos de su intimidad.

Asiento, como si comprendiera. Se me están agotando las preguntas.

– ¿Se ve el mar desde el apartamento? -A Susan se le dan bien estas cosas.

– No, lo siento. -La mujer mira hacia arriba por encima de mi hombro. Los ojos de Susan le siguen la mirada. Yo me vuelvo a mirar.

– ¿Es uno de esos de ahí arriba? -pregunta Susan.

– La unidad tres -dice ella-. La de la derecha. -Parece muy bonita -dice Susan-. ¿Está segura de que no podemos echar un vistazo? Seremos muy discretos y no haremos ruido. -Susan puede ser muy dulce. «Déjenos entrar con nuestra cuerda y nuestro éter.»

– No, no me es posible. Lo siento.

– ¿Cuántas habitaciones hay? ¿No tendrá usted un plano de los apartamentos? -A Susan no se le escapa nada.

– Pues no, no tengo planos. Los apartamentos tienen dos dormitorios, una cocina y una sala de estar. Dos baños y medio. Algunos tienen también un pequeño estudio. No recuerdo si ése lo tiene o no.

– Supongo que habrá que bajar la cuesta para llegar al coche, ¿no? -Susan mira por encima de la barandilla hacia la calle de acceso y hacia la interminable escalera.

– En realidad, hay una carretera que va por detrás -dice la mujer-. Se puede llegar en coche hasta los apartamentos, y bajar desde ellos hasta la ciudad.

– Vaya, qué estupendo. -Advierto que, al oír las palabras de la mujer, Susan me mira significativamente. Los dos estamos pensando lo mismo, preguntándonos si esa calle aparece en nuestro mapa.

TREINTA Y DOS

Consulto mi reloj. Son las siete y cuarto. El sol ha comenzado a ponerse sobre Lover's Beach. La gran bola de fuego color naranja se está ocultando lentamente tras los farallones de Land's End.

Después de buscar un buen rato, finalmente encontramos la calle que asciende por la colina por detrás de los apartamentos. La hemos recorrido dos veces, girando en U en la parte superior y volviendo a descender. Detrás de cada uno de los apartamentos hay una pequeña zona de estacionamiento.

En la de la unidad tres no hay coche alguno, y nosotros nos quedamos preguntándonos si habrá alguien en casa.

– Quizá Jessica no conduzca -dice Susan.

– Quizá nos hayamos equivocado de lugar -digo yo.

– No -dice Susan con total seguridad. Está leyendo las instrucciones del frasco de éter, tratando de cerciorarse de que no nos pasaremos de dosis.

– ¿Sabes cómo se utiliza eso?

– Hay que empapar un trapo y ponérselo a ella sobre la boca y la nariz -dice Susan. Para tal fin, mi compañera ha cogido una toalla de manos de nuestra habitación de hotel-. Lo único que necesitamos es dejarla fuera de combate durante unos segundos. Luego la tumbaremos en el suelo, donde podremos maniatarla y taparle la boca con la cinta adhesiva.

– Procura no respirar cuando le pongas el trapo sobre la cara -le aconsejo.

– Ya lo sé.

– Y si está fumando, olvídalo. El éter ardería como un zepelín.

Estamos sentados en el interior de un coche alquilado, como dos atracadores de pacotilla, leyendo las instrucciones de la etiqueta de un frasco acerca de cómo secuestrar a alguien. He visto a otros que tuvieron ideas igualmente brillantes acabar entre rejas.

– Una pregunta -digo.

– ¿Cuál? -El tono de Susan es de irritación.

– ¿Y si se marea y vomita?

Eso es algo en lo que Susan no ha pensado: la posibilidad de que Jessica, con la boca tapada con cinta adhesiva, se ahogue en sus propios vómitos. Vuelve a guardar el frasco en la gran bolsa de playa que tiene en el suelo, junto a su bolso, escondiéndolo bajo la toalla, junto a la cuerda y a la cinta adhesiva.

– De acuerdo, no utilizaremos el éter. Trataremos de persuadirla con simples palabras -dice.

Pese a su fría determinación, Susan comienza a vacilar.

– Si decide dar la murga, tendremos que cerrarle la boca antes de que haga demasiado ruido.

– Yo la sujetaré. Tú puedes ponerle la cinta adhesiva y arriesgarte a sufrir la mordedura de sus finos y afilados dientes -digo.

Susan me dirige una torcida sonrisa.

– No podemos dejarla en condiciones de llamar a la policía. Nunca llegaríamos al aeropuerto.

– Lo sé.

Hemos estudiado el horario de los vuelos que salen de Los Cabos. No hay ningún avión con destino a San Diego, pero hay un vuelo nocturno a Los Angeles que sale un poco después de las nueve, lo cual no nos da mucho tiempo.

Hemos estudiado las fotos de Jessica y Amanda del expediente, las que Jonah sacó de la cartera y me mostró la primera vez que fue a mi bufete.

Si por hache o por be nos hemos equivocado de lugar, y no se trata de Jessica ni de Amanda, el plan es que nos largaremos cuanto antes, diremos que sólo queríamos ver el apartamento y nos marcharemos, pero sólo después de ver a la niña.

Cada unidad del conjunto residencial tiene una sola entrada, sin puerta trasera. Las unidades son pequeñas, un montón de habitaciones en un espacio compacto. Por la parte posterior, según se sube la empinada falda de la colina, no hay más que roca, arena y matojos del desierto.

A mitad de la cuesta, por la parte posterior, hay un viejo depósito de agua hecho de hormigón. Alguien ha pintado graffiti con spray sobre su parte delantera. Estacionamos junto al camino, a la sombra del depósito. Acciono la palanca que hay en la parte lateral de mi asiento y reclino el respaldo para esperar.

Son casi las siete y media cuando se enciende una luz en la ventana de uno de los apartamentos.

– ¿Es la unidad tres? -pregunta Susan.

– Sí. -Me enderezo en el asiento del conductor.

– Al menos sabemos que hay alguien en casa.

– Tal vez. Podría ser una luz conectada a un temporizador. -Estoy mirando mi reloj.

De pronto, la iluminación cambia y en la ventana aparecen unas sutiles fluctuaciones luminosas. En el interior, alguien está viendo la televisión.

Dejamos el coche donde está. El ruido de los neumáticos sobre la gravilla del estacionamiento de la parte posterior del apartamento sólo serviría para llamar la atención.

Susan coge la bolsa de playa y el bolso y se cuelga una y otro del hombro derecho. Lleva shorts y un calzado muy apropiado: unas Nike especiales para correr.

Echamos a andar camino arriba. Desde el depósito del agua hasta los apartamentos hay unos cien metros. Según avanzamos, observamos en silencio cómo los destellos de luz danzan en la ventana. Cuando llegamos a la pequeña zona de estacionamiento situada detrás de la unidad tres, escuchamos el sonido del televisor de dentro, la melodramática música de una telenovela mexicana, seguida por unas rápidas palabras de un anuncio comercial en castellano. Si la de dentro es Jessica, es evidente que ha aprendido algo de español durante su estancia en México. Trato de atisbar por la ventana. No lo consigo. La cortina está bien echada.