– La parabólica está estropeada. Lo único que recibo son las emisiones en español.
– ¿Reconociste la voz del hombre que te llamó? -pregunta Susan.
Jessica niega con la cabeza y mira las paredes de la cocina, como buscando en ellas una respuesta.
– ¿Cuándo llamó? -pregunto.
– Esta mañana a última hora -dice ella.
– ¿Cuándo, exactamente?
– No sé. Quizá a las once. Poco antes del mediodía.
Está claro que no han llamado desde la población, pues de haberlo hecho ya estarían aquí.
– No disponemos de tiempo para hablar. -Agarro a Jessica por un brazo, y la empujo hacia la puerta.
– ¿Quién mató a Suade? -Ella se detiene y se vuelve a mirarme. Quiere hablar sobre el tema.
No le digo que su padre está acusado del crimen.
– ¿Esteban? -pregunta ella.
– Eso es lo que sospecho -digo-. Te buscaba a ti.
– Oh, mierda. -Jessica mira a Amanda-. Tenemos que largarnos cuanto antes. -Al fin comprende. La realidad se impone.
Ausente, recojo el talonario que ha caído al suelo. Trato de entregárselo a Jessica, pero ésta ya se halla en la puerta, empujando a Amanda ante sí.
– El coche está en el camino de atrás -le digo.
Jessica coge el bolso que cuelga del respaldo de una de las sillas de la sala. Susan lleva la bolsa de playa y su bolso. De pronto, se da cuenta de que se ha dejado la cinta adhesiva sobre la repisa. Se vuelve para cogerla.
– Déjala. -La empujo fuera de la cocina, por delante de mí, al tiempo que echo un último vistazo a mi reloj bajo la luz. Si Jessica esperaba en media hora a sus visitantes, éstos se están retrasando.
Cruzamos rápidamente la sala y salimos por la puerta principal, que no nos molestamos en cerrar a nuestra espalda. Seguimos el sendero que conduce a la zona de estacionamiento de detrás del apartamento. Susan abre la marcha. Lleva a la niña de la mano. Amanda corre a todo lo que le dan sus pequeñas piernas. Coloco a Jessica ante mí, de forma que me sea posible vigilarla. Ella está teniendo problemas con los tacones altos.
Hemos recorrido unos veinticinco metros, un cuarto de la distancia que nos separa del depósito de agua y del Jeep, cuando unos faros aparecen de pronto en la carretera, más abajo. El polvo que levantan nuestros pies flota en el aire como humo atravesado por unos rayos láser. Antes de que nos sea posible hacer nada, los cuatro quedamos iluminados por el doble haz de los faros.
El que va conduciendo, quienquiera que sea, vacila. El coche se detiene en seco. Se queda inmóvil, con el motor al ralentí y los focos iluminándonos. Por un instante, pienso que tal vez lo que intentan es hacer un giro en U.
Luego, de pronto, el coche se abalanza hacia adelante, levantando una nube de polvo y gravilla.
Reaccionamos instintivamente. Susan es la primera; da media vuelta y echa a correr camino arriba, arrastrando a la niña tras de sí. Se detiene, trata de levantar a Amanda, pero la niña pesa demasiado. Yo agarro a Susan por el brazo, la empujo en dirección a los apartamentos, y cojo a la pequeña en brazos.
Corremos de regreso hacia los apartamentos. Jessica se queda atrás. Los tacones altos no son lo más adecuado para correr por un camino de tierra.
Para cuando llegamos a la zona de estacionamiento, el coche, un viejo Cadillac oscuro, ya ha pasado ante la cisterna y avanza a buena velocidad camino arriba. Jessica va a una docena de pasos por detrás de nosotros. Dejo a Amanda en el suelo. Susan la coge de la mano, y sigue por el camino en dirección a los apartamentos. Yo me quedo esperando a Jessica. Ella llega a mi altura. Corremos camino abajo en dirección a los apartamentos. La tengo cogida de la mano. Estamos desandando lo andado. Sin pararse a pensar, Jessica se dirige hacia la puerta de su apartamento.
– No, por ahí no -le digo-. No hay salida.
En vez de entrar en el apartamento, descendemos por la escalera que da a las terrazas, saltando los peldaños de dos en dos y de tres en tres. Jessica se cae delante de mí. Estoy a punto de atropellarla. Se magulla las rodillas, pero apenas se detiene un instante. Saltando primero sobre un pie y luego sobre el otro, se quita los zapatos de tacón alto y los arroja lejos de sí. Ahora, descalza, puede correr más de prisa. Llegamos al nivel de la piscina, bajamos por la escalera hasta los garajes, y allí nos reunimos con Susan y Amanda.
Nos detenemos por un instante, tratando de recuperar el aliento. Por encima de nosotros, en la colina, se oyen cerrarse las portezuelas de un coche. Cuento tres. Luego una más. Son al menos cuatro hombres. Corren cuesta abajo, el sonido de sus pisadas nos llega con toda claridad.
– Vámonos [4].
Están bajando por el sendero.
Echamos a correr, esta vez hacia la calle, hacia el letrero de madera que anuncia «Las Ventanas de Cabo». Corremos hacia la tienda de antigüedades de la esquina, desde donde Susan y yo vimos por primera vez los apartamentos esta mañana. Las luces están apagadas. No hay nada abierto, ningún indicio de vida. La zona turística está a cuatro manzanas de distancia, y el taxi más próximo a casi ocho.
Corremos bajo la galería de la tienda, llegamos a la parte delantera, bajamos tres escalones hasta la calle, y cruzamos en dirección a la plaza.
Amanda está a punto de derrumbarse. La pequeña se halla sin aliento, confusa y asustada. La tomo en brazos, me la echo al hombro y seguimos bajando la cuesta bordeando la plaza. Susan va cerrando la marcha, con la bolsa de playa y el bolso colgándole de un hombro.
Cruzamos la calle por debajo del nivel de la plaza. Sólo faltan otras dos manzanas, y el camino es cuesta abajo. Si logramos llegar, nos perderemos entre la masa de turistas.
Voy corriendo con Amanda en brazos, y su cabeza golpea rítmicamente sobre mi hombro. Trato de concentrarme en la marcada cuesta abajo de la calle, que ahora tuerce hacia la derecha. El suelo es peligroso, pues está salpicado de peldaños que apenas se ven en la oscuridad. Como en una carrera de obstáculos, los peldaños sólo son de tres o cuatro palmos de anchura en una acera que mide casi dos metros. El resto cae a pico. No hay barandilla y muy poca luz. Si uno no se fija por dónde pisa, se expone a una caída de más de un metro.
Voy pendiente de los escalones, así que no alzo la vista hasta que llego abajo. Es entonces cuando los veo al otro lado de la calle, a cosa de una manzana más abajo. El que está de este lado acaba de cerrar de golpe la portezuela del conductor y está cruzando la calle. El otro está rodeando la parte delantera del vehículo.
Tratan de parecer turistas y caminan con aire distraído, con trajes oscuros y camisas negras, sólo dos tipos que han salido a dar una vuelta, cuando uno de ellos comete el error de mirarme a los ojos.
Al momento se da cuenta de que lo he visto. Es el conductor, el hombre que iba al volante del Cíclope la noche que me siguieron al salir de la cárcel.
En cuanto advierten que me he dado cuenta de quiénes son, los dos echan a correr, acortando la distancia que nos separa. Uno de ellos mete la mano debajo de su chaqueta. Cuando la saca, la mano empuña una pistola. Yo me detengo en seco. Jessica, y luego Susan, siguen bajando la escalera y casi caen sobre nosotros.
Susan intenta seguir adelante. La agarro por el brazo y por un segundo trato de detenerla, pero luego me doy cuenta de que es nuestra única posibilidad: la intersección con una pequeña calle lateral que hay unos veinte metros más adelante. Corremos cuesta abajo hacia los dos hombres.
Uno de ellos se detiene, empuña la pistola con las dos manos y apunta.
– Agachaos. -Casi dejo caer a Amanda al suelo. Nos acuclillamos tras los coches aparcados junto a la acera y seguimos corriendo.
El pistolero pierde su blanco, no dispara y, al fin, baja el arma y de nuevo echa a correr hacia nosotros.
Llegamos a la intersección antes que ellos. Ahora debemos correr cuesta arriba. Yo llevo a Amanda en brazos, y noto su cabeza sobre mi hombro.