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Arriba y frente a mí veo a los turistas que llenan la calle. Luces de neón, un patio cerrado por un muro en el que hay una puerta de hierro que conduce a la terraza de un restaurante. Música, las notas de Kokomo.

Jessica va por delante de mí. Comienza a aflojar el paso, debido a una engañosa sensación de seguridad. A estos hombres los han programado para matar, y van a hacerlo.

– No te pares. -En el momento en que lo digo, una bala pega en el edificio, a un palmo de mi cabeza, seguida una fracción de segundo después por una fuerte detonación, como la de un petardo. Nadie parece darse cuenta. La gente sigue su paseo por la calle, entra y sale de las tiendas.

Cruzamos corriendo la calle hacia el restaurante, el patio y el letrero de neón. Hay un tipo ante la puerta que lleva una de esas tradicionales camisas blancas mexicanas, de las que se ponen en las bodas. El tipo está encargado de recibir a los clientes, y de abrir la puerta del patio desde dentro. Nos mira correr hacia él, supongo que preguntándose por qué tendremos tanta prisa en una cálida noche de verano.

Mientras pienso esto, escucho el restallido del aire cuando la bala que pasa junto a mi oreja rompe la barrera del sonido. En el rostro del hombre de la puerta aparece una expresión vacía. De pronto, sobre su ojo derecho se ha abierto un círculo rojo casi perfecto. Un instante más tarde, un torrente de sangre cae sobre su cara, convirtiéndola en una máscara escarlata. El estampido del disparo llega hasta nosotros en el momento en que al de la puerta se le doblan las rodillas y cae sobre el pavimento como un saco de arena. Su cuerpo inerte bloquea la cerrada puerta.

Una joven sentada a una de las mesas de la terraza que hay en el patio se da cuenta de lo que ha sucedido. Lanza un grito, otros se vuelven. El pánico se extiende por el patio. Varias sillas caen al suelo, la gente tropieza con las mesas. Una gran sombrilla cae de lado y comienza a rodar.

Empujo la puerta con fuerza, mi hombro contra el hierro forjado. Otro disparo. Esta vez pega en la piedra, por encima de mi cabeza. Empujo con más fuerza, haciendo que el cadáver del hombre se deslice quizá medio metro, hasta que queda bloqueado contra la puerta. Empujo a Amanda por el resquicio.

– Corre -le digo.

En vez de hacerlo, ella se queda plantada, mirándome, paralizada por el pánico.

Susan y Jessica siguen a la niña por la abertura de la puerta. Susan agarra la mano de Amanda y, llevándola casi en vilo, corre con ella en dirección al restaurante. Jessica agarra a la niña por la otra mano.

Paso por el resquicio de la puerta y miro al hombre caído en el suelo. Tiene los ojos abiertos, y en ellos brilla la muerte. No puedo hacer nada por él, así que utilizo su cuerpo. Cierro la puerta y empujo el cadáver contra ella. Otra bala pasa zumbando cerca de mí.

Me adentro en el patio, fuera de la línea de fuego. En estos momentos, el lugar está vacío de gente. Soy el último en retirarse por una amplia escalinata que parece tener unos diez metros de largo, como la boca de una inmensa ballena de cuyas entrañas brota música de salsa. De pronto me hallo en un bar discoteca subterráneo, lleno de parpadeantes luces estroboscópicas.

Junto a la puerta del local reina el pánico. La gente se pelea por salir.

Uno de los gorilas que se ocupan de vigilar el local mira hacia nosotros desde la barra del bar, situada a uno de los costados del local, preguntándose qué demonios sucede. La gente está volcando mesas, corriendo hacia las salidas.

Más hacia dentro, el pánico se extiende lentamente, amortiguado por el estruendo. Las parejas que bailan en la pista no se enteran de nada. Sus cuerpos se mueven al compás de la música y de las polícromas luces estroboscópicas que también marcan el ritmo.

Susan derriba una mesa y se escuda tras ella con Amanda. Jessica se tira al suelo junto a ellas.

Yo vigilo la puerta, esperando. Me uno a ellas y de pronto me doy cuenta de que aquí no hay protección que valga.

Uno de los vigilantes, un gorila que debe de medir más de dos metros y pesar más de ciento cuarenta kilos, se dirige hacia la entrada.

– ¡No! -le grito por encima de la música.

Él me mira como diciendo «¿Y tú quién demonios eres?». Ocurra lo que ocurra, él está decidido a ponerle remedio. Desaparece escaleras arriba y dos segundos más tarde escucho detonaciones, tres o cuatro, fuego rápido, casi inaudible debido al estrépito de la música. El cuerpo del hombre rueda escaleras abajo. La pista de baile se vacía. La gente se esfuma como por ensalmo. Los dos camareros también han desaparecido.

Jessica me mira y dice:

– Me quieren a mí. Coge a Amanda y márchate…

– No. -Amanda está llorando.

– Ocultémonos tras la barra -les digo. La barra, larga y sinuosa, corre paralela a la pared curvilínea. Es el único refugio que queda en todo el local.

Jessica no se mueve, pero Susan agarra a la pequeña. El brazo de Amanda se engancha en la bolsa de playa que cuelga del hombro de Susan. Ésta se detiene un segundo para dejar caer la bolsa. Cuando lo hace, se me ocurre una idea.

– ¡Marchaos! -Apenas presto atención a mis compañeras. Estoy pensando en algo.

Jessica trata de discutir conmigo. Yo la empujo hacia la barra.

Finalmente sigue a Susan y se mueve a gatas por la vacía pista de baile.

Meto la mano en el interior de la bolsa de playa, cojo la pequeña toalla y el frasco de éter. En el suelo hay una cajita de fósforos que se ha caído de uno de los ceniceros cuando las mesas se volcaron. Cojo los fósforos y me los echo al bolsillo.

Trato de hacer girar la tapa del frasco. Como no cede, la tapo con la toalla y lo intento de nuevo. Se afloja. Lo desenrosco sólo una vuelta y luego, manteniendo cuidadosamente la toalla sobre el frasco, aparto el rostro para evitar los vapores y cruzo la sala en dirección a la escalera. Describo un amplio arco para mantenerme a un lado y evitar convertirme en blanco de las balas. Me detengo con la espalda contra la pared a un lado de la amplia escalera.

Hay más de diez metros de espacio abierto ante la base de la escalera. Sólo hay cuatro peldaños hasta el nivel del patio exterior. Uno de los pistoleros está en el centro de la explanada superior. Lo veo silueteado contra las luces del patio. Por fortuna, él mira hacia una negra caverna en la que sólo brillan los ocasionales relámpagos de las luces estroboscópicas de la pista de baile. La música sigue sonando, atronadora.

Ahora ya no hay marcha atrás para mí. Desenrosco el tapón de la lata y lo tiro, luego me doy la vuelta y echo a correr a través de la abertura, esta vez con la toalla separada del frasco, dejando sobre el suelo, detrás de mí, un humeante reguero de éter.

El pistolero hace un disparo que no alcanza su blanco.

Otro disparo. Su amigo está junto a él. La bala pega en el suelo, donde yo me encontraba hace un instante. Lo que ellos ven es una imagen parpadeante, debido a las luces estroboscópicas de la pista de baile.

Hacen fuego una vez más contra la parpadeante imagen, pero ya es demasiado tarde. Yo he llegado al otro lado, tengo la pared contra el muro, junto al extremo más próximo de la barra.

Ellos tratan de conseguir un ángulo de tiro adecuado. Escucho sus pies sobre los peldaños de piedra que hay arriba. Uno de ellos dispara tres veces y sus proyectiles pegan en la pared, por encima de mi cabeza, haciendo saltar fragmentos de escayola. Es fuego de cobertura, mientras su amigo se pega a la pared y baja otros dos escalones. Escucho su agitada respiración al otro lado del recodo.

Ahora suenan voces en el patio exterior. El segundo pistolero, el que está arriba, habla con quienesquiera que estén llegando. Comprendo que sus compatriotas, los que fueron a los apartamentos, al fin nos han encontrado. Eso significa que ahora son al menos seis. Se están reagrupando para el asalto final.

Meto la mano en el bolsillo donde he guardado los fósforos. Sacudo el frasco, en cuyo fondo aún quedan por lo menos dos dedos y medio de éter. El orificio de la tapa sigue cubierto por la toalla.