Me arrodillo y vierto el contenido restante, formando cuidadosamente un fino reguero. Sacudo las últimas gotas al tiempo que me cobijo tras la barra. Trato de contener la tos, a causa de los efectos del éter. Estoy un poco mareado, y me siento como entre nubes.
Escucho pasos en la escalera. Con la cajita de fósforos en una mano y el frasco en la otra, me alzo de rodillas y arrojo el frasco al otro lado de la sala. Se produce una salva de disparos, los fogonazos se mezclan con las luces estroboscópicas de la pista de baile. Dos de los pistoleros quedan silueteados frente a la abertura.
– Paul -oigo gritar a Susan, y me vuelvo a mirar. Jessica está corriendo a través del espacio abierto. Amanda ha ido tras ella.
Jessica se da cuenta, se vuelve y se detiene.
– ¡No!
Los pistoleros disparan de nuevo.
Lanzo un fósforo prendido al reguero de éter, justo en el momento en que las balas hacen impacto en el cuerpo de Jessica.
Una diabólica llama azul cruza el suelo, inflamándose en una bola de fuego que me chamusca el rostro al tiempo que la explosión me lanza detrás de la barra.
Suenan unos horribles gritos. Uno de los pistoleros se retuerce y va dando traspiés hacia el extremo de la barra. Cuando aparece ante mi vista, el hombre es una antorcha humana. Aún ardiendo, casi cae sobre mí. Yo gateo para apartarme de él, notando cómo el calor me vacía los pulmones de aire.
Me doy la vuelta y, rodeado del oscuro humo, voy a gatas hasta el otro extremo de la barra. Para cuando llego allí, Susan se ha tirado sobre Amanda para protegerla.
En el exterior se oyen detonaciones, algunas de ellas de armas automáticas. Por entre el humo y las llamas no me es posible ver nada. El otro pistolero se ha reunido con su compañero. Su cuerpo yace, humeante, al pie de la escalera.
TREINTA Y TRES
Cruzo la sala a gatas en dirección a Susan y a la niña. El calor sobre nuestras cabezas es intenso, y el humo, denso y ominoso. Susan y Amanda están conmocionadas, pero ilesas. Los tres gateamos hacia Jessica, que se halla a tres metros de distancia. Tiene los ojos abiertos y respira trabajosamente. Por la nariz y la boca le sale una sanguinolenta espuma. Mira a Amanda, sonríe, y en sus ojos aparece el gélido brillo de la muerte.
La arrastro hacia la escalera bajo el techo de humo. Susan nos sigue, de rodillas, y luego intenta restañar la sangre de las heridas, alternando esto con intentos de reanimación boca a boca. Mientras hace esto último, se limpia la sangre de sus propios labios con el dorso de la mano. Amanda sigue agarrada al brazo de su madre. Nuestro intento de reanimar a Jessica es inútil. Yo me doy cuenta desde el principio, y creo que Susan también. Pero no podemos dejar de hacerlo, aunque sólo sea por la niña.
Transcurren casi diez minutos antes de que alguien abra una puerta en la parte trasera. La corriente de aire comienza a sacar el humo de la oscura caverna.
La música continúa sonando, ensordecedora, las luces estroboscópicas siguen iluminando el humo como los relámpagos en un huracán. Cuando los policías mexicanos entran en el local, nos vigilan a punta de pistola mientras nos registran en busca de armas, y luego nos sacan rápidamente del edificio mientras ellos continúan su búsqueda. A mí me corresponde la ingrata tarea de arrancar a Amanda de junto al cuerpo sin vida de su madre.
Mientras subo la escalera con la niña, pierdo de vista a Susan por un instante. Cuando me vuelvo a mirar, ella está de nuevo de rodillas, como si hubiera tropezado con uno de los cuerpos, el humeante cadáver de uno de los pistoleros. Susan se aparta de él como si le produjera repulsión, y luego huye escaleras arriba, como tratando de escapar de una pesadilla.
Los disparos del exterior fueron hechos por la policía judicial mexicana que, como la caballería, llegó en el último momento. Con los policías hay otros dos rostros familiares: los agentes que Murphy me presentó aquel día en el restaurante de San Diego: Jack y Bob.
Mientras nos hallamos fuera del local, viendo cómo el humo sale de la discoteca y cómo se forma una multitud tras el precinto policial, es Jack quien me dice que llevaban varios días tras las huellas de Ontaveroz. Lo habían seguido hasta Cabo, y le iban pisando los talones cuando en la discoteca se formó la bola de fuego alimentada por el éter.
El agente me señala con el dedo, me dice que lo siga, y yo lo hago, hasta una fila de figuras cubiertas con mantas que hay en el suelo, junto al muro del patio.
El agente que se hace llamar Bob se inclina y retira la manta de uno de los cuerpos tendidos sobre el suelo. El muerto yace boca arriba, con los brazos a los costados.
– Le presento a Esteban Ontaveroz -dice Bob-. Junto con dos de sus matones. Sin contar a los dos que asó usted en la discoteca.
Uno de los cuerpos cubiertos con mantas que hay en el suelo es el de Jessica Hale.
Llegan los bomberos, que apagan las últimas llamas, unas vigas chamuscadas situadas sobre la puerta principal, donde el calor de la explosión hizo arder la madera.
Las autoridades mexicanas ya nos han interrogado a Susan y a mí. Nosotros no mencionamos para nada nuestro plan de secuestrar a la niña. Hemos dicho que sólo tratábamos de localizarla. Los mexicanos parecen darse por satisfechos. Susan saca del bolso la copia certificada de la orden de custodia. Con eso, con sus credenciales y con las palabras en nuestro favor que dicen los agentes de la DEA, las autoridades nos dejan libres bajo la custodia del cónsul norteamericano. Para la policía mexicana, aunque dos de sus agentes han muerto, el incidente constituye todo un éxito de la ley y el orden. Han dado muerte a uno de los capos de la droga más buscados de su país. Sin duda, la prensa mexicana celebrará la hazaña debidamente.
Cinco horas más tarde nos hallamos de nuevo en San Diego, llevando con nosotros a Amanda. Mary nos recibe en el aeropuerto y la escena que se produce ablandaría hasta el más duro de los corazones.
Martes por la mañana. Vuelvo a hallarme en el tribunal. Jonah sigue hospitalizado, aunque está muchísimo más animado y parece en vías de recuperación. Con el regreso de Amanda, ahora mi cliente tiene algo por lo que vivir. La pequeña lo ha visitado dos veces en el hospital, y ayer él ya se incorporó por primera vez en la cama.
Jonah ha confirmado lo que farfulló segundos antes de sufrir el colapso en el tribunaclass="underline" que había arrojado por la borda la pistola de Jeffers meses antes de la muerte de Suade. Dice que se libró de ella porque no quería tenerla ni a bordo ni en su domicilio. Amanda recibía constantemente a amigas en la casa, y Jonah había comenzado a preocuparse por un posible accidente. Los niños y su curiosidad.
Hoy, Harry y yo vamos a dar el primer paso hacia la finalización de la pesadilla del juicio. Efectuamos una presentación de prueba.
Ryan está furioso, y afirma que ni la prueba ni el testigo nunca fueron mencionados por la defensa.
Pero Peltro admite la prueba, basándose en su anterior decisión de que si a mí me era posible demostrar alguna conexión con Ontaveroz, podría utilizarlo en mi defensa. La presentación de prueba es un trámite que puede realizarse sin que el acusado se halle presente. Durante todo este tiempo, Peltro mantiene aislados a los jurados, secuestrados en un hotel por la noche, y confinados en la sala del jurado durante el día. No se sabe durante cuánto tiempo podrá seguir esta incomunicación.
El juez rae pregunta por la salud de Jonah. Le contesto que no sé nada, que tendré que hablar con sus médicos.
Ryan tiene un serio problema. Se trata de las pruebas referentes a los acontecimientos de Cabo. Si bien Jessica está muerta, no cabe duda de que Ontaveroz la acechaba. La DEA no va a permitir que ninguno de sus dos agentes secretos testifique. Pero nos han facilitado a un policía mexicano, miembro de una unidad especial, un intocable de la policía judicial mexicana que lleva más de dos años persiguiendo a Ontaveroz con tenaz insistencia.