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El teniente Ernesto López Sántez es un veterano que lleva dieciocho años combatiendo en la guerra de México contra las drogas. Es un hombre alto y delgado, de rostro alargado, cabello negro como el azabache e intensos ojos oscuros. Habla muy de prisa, en español, mientras el intérprete lucha por ir traduciendo sus palabras. Finalmente, López decide que su inglés, aunque no es perfecto, puede servir mejor a nuestros propósitos.

– ¿Dónde aprendió usted inglés, teniente?

– En la escuela. En Jalisco.

El propósito de la presentación de prueba es determinar si la defensa puede aportar pruebas de que Ontaveroz tuvo tanto el móvil como la oportunidad de matar a Suade.

– ¿Puede usted decirnos dónde se hallaba la noche del sábado, 18, es decir, hace tres días?

– Señoría -dice Ryan-, eso es irrelevante.

– Eso es justamente lo que tenemos que decidir -dice Peltro-. Adelante -le indica a López con un gesto que continúe.

– Estaba en Cabo San Lucas.

– ¿Por motivos profesionales?

– Sí.

– ¿Puede contarle al tribunal qué sucedió aquella noche?

– Hubo un tiroteo en un restaurante en el que murieron varios narcotraficantes. Y dos miembros de la policía.

– ¿Puede usted decirnos cuántos asaltantes, cuántos criminales, había allí aquella noche?

– Sí. Cinco. Quizá más.

– ¿Cinco de ellos murieron?

– Sí. Exacto.

– ¿Identificó usted a uno de los que murieron como Esteban José Ontaveroz?

– Sí.

– ¿Estaba Ontaveroz buscado por la policía mexicana?

– Oh, sí. Sí. Ontaveroz era un fugitivo.

– Si le muestro una fotografía de ese hombre, de Esteban Ontaveroz, ¿le será a usted posible reconocerlo?

– Tal vez.

En el podio, frente a mí, tengo una carpeta. En su interior hay varias copias de la misma foto, hechas hace sólo unas horas. Entrego dos de ellas al alguacil, una para el testigo y una para el juez, y luego le tiendo una a Ryan, que inmediatamente

– ¿Había usted visto esta foto anteriormente?

– No.

– En ella aparecen varias personas. Le ruego que se concentre en el hombre con chaqueta oscura que hay al fondo. El del bigote.

– ¿De dónde ha sacado esta foto? -me pregunta López.

Hago caso omiso de la pregunta.

– ¿Reconoce a ese hombre?

– Sí. -López alza las cejas.

– ¿Puede usted decirle al tribunal de quién se trata?

– De Esteban Ontaveroz.

– ¿Está usted seguro?

– Sí.

– Señoría -me he vuelto hacia Peltro-, tenemos un testigo que declarará que esa foto fue tomada en el muelle de Spanish Landing, aquí en San Diego, en la mañana del día en que Zolanda Suade fue asesinada.

El amigo borracho de Jonah, el que llevaba la cámara y quería hacer una última foto con el pez, había tomado la que quizá fuese la fotografía más importante de la vida de Jonah. Yo la había visto cuando las copias llegaron a casa de Mary dos días después del arresto de Jonah. La policía las había requisado como demostración de la existencia del pez aguja, y fueron presentadas como pruebas. Pero yo no establecí la relación hasta que vi los cadáveres alineados en el patio de la discoteca. Pedí ver el cuerpo de Ontaveroz. Quería ver al hombre que había acosado a mi cliente y había matado a Joaquín Murphy.

Sólo establecí la relación cuando regresé a San Diego y miré la foto con una lupa. Ontaveroz estaba, sin duda, siguiendo a Jonah, con la esperanza de que Jessica apareciese.

– Además… -Reparto las otras copias de la foto; éstas no están ampliadas, de forma que todo el fotograma es visible-. Señoría, puede usted ver al acusado, Jonah Hale, posando junto al pez aguja, cuya sangre ya ha sido presentada como prueba por la fiscalía. Disponemos de peritos fotógrafos que pueden testificar que Ontaveroz no se hallaba a más de tres metros del pez aguja cuando se tomó esta instantánea, y que la única forma de salir de ese muelle era pasando junto al pez, que ocupaba casi todo el ancho del embarcadero.

– La defensa está sacando conclusiones sin base -dice Ryan-. ¿Aparece Ontaveroz manchado de sangre en esa foto? -pregunta al tribunal, pero no obtiene respuesta.

Sea o no esto suficiente para que la sangre llegase al coche del mexicano, Ryan tiene ahora un problema. Hemos situado a Ontaveroz cerca de las pruebas materiales. Se trata de una explicación para lo aparentemente inexplicable, lo cual es base sobrada para una duda razonable.

Los periodistas de la primera fila se afanan sobre sus cuadernos, tomando notas febrilmente.

Pero yo aún no he terminado. Existe otra prueba, aparentemente gratuita, con la que yo, hace una semana, ni siquiera habría soñado.

– Teniente López, ¿tuvieron usted o sus hombres oportunidad de registrar a los asaltantes muertos de Cabo San Lucas?

Él asiente con la cabeza.

– Sí.

– ¿Y qué encontraron?

– Armas. Drogas. Sobre todo, cocaína.

– Haciendo referencia específica a uno de los pistoleros muertos que estaban en la discoteca, ¿encontraron ustedes algo más, aparte de las armas y las drogas?

– Encontramos un cigarro -dice López.

En la sala de audiencias se produce un perceptible rumor de anticipación.

– ¿Lleva usted consigo ese cigarro en estos momentos? -le pregunto.

– Sí. -Echa mano al bolsillo interior de su chaqueta, y cuando la saca, sostiene en ella un pequeño cilindro de metal plateado, el mismo tipo de envase que contenía el cigarro que John Brower entregó a la policía.

– Señoría, disponemos de un testigo, un experto, que está dispuesto a declarar que el cigarro de ese tubo es un Montecristo A, y que el sello del cilindro se halla intacto. Ese cigarro es idéntico a la colilla que se encontró en el lugar en que fue asesinada Zolanda Suade.

Ahora el rumor en la sala se convierte en un rugido.

– Señoría. Señoría -Ryan trata de conseguir la atención del juez-, exigimos la oportunidad de someter a examen ese cigarro.

Conmoción en la sala, un tumulto de voces. Peltro golpea con la maza. Mira al testigo. Debido al ruido, tengo que leer los labios del juez para comprender lo que dice.

– ¿Encontró esto en poder del pistolero muerto de Cabo?

Creo que esto es lo que Peltro ha dicho, y el testigo asiente con la cabeza.

No estoy seguro de si la taquígrafa del tribunal ha tomado nota de eso, pero no tiene importancia.

– Quiero hablar con el fiscal y el defensor en mi despacho -dice Peltro-. Se suspende la vista.

– Señoría, la defensa no puede explicar cómo llegó la sangre de ese pez al automóvil. -Ryan se refiere al vehículo del mexicano-. ¿Se ha encontrado el coche?

– No necesitamos el coche -le digo-. ¿Qué desea usted? ¿Una foto de Ontaveroz disparando contra Suade?

– Apuesto a que usted me la conseguiría en menos de una hora -dice Ryan.

– ¿Pone usted en tela de juicio la autenticidad de la foto? -Peltro mira a Ryan.

Mi colega se enfrenta a un problema: la fiscalía ya ha presentado como prueba y como parte de sus tesis la foto del pez aguja colgado de la grúa en el muelle. La figura que aparece resaltada en la ampliación es claramente visible en la foto original.

– No -dice Ryan-. Pero sigue sin haber pruebas de que el hombre se hubiera manchado de sangre.

– Uno no podía caminar por ese muelle sin terminar manchado de sangre -le digo al juez.

Peltro alza las dos manos, una moción para que tanto Ryan como yo nos callemos.

– Nos enfrentamos a un problema -dice-. El acusado, al menos de momento, no puede seguir con el juicio. La pregunta es cuánto tiempo debemos esperar. -Peltro quiere dejar de lado el asunto de las pruebas para concentrarse en consideraciones más prácticas.