Susan se pone de espaldas, de modo que ahora me mira directamente. Usa una mano a modo de visera para protegerse de los rayos del sol poniente y me dice:
– Eso hace que uno comprenda hasta cierto punto por qué Zo Suade se toma tan en serio lo que hace.
TRES
Esta mañana, Harry y yo nos reunimos en el bufete legal de Orange Street, tras el restaurante Brigantine y el hotel Cordova. La fachada que da a la calle es de escayola blanca, al estilo de las haciendas coloniales españolas. Sobre la arcada de acceso al patio, un verde letrero de neón anuncia: «Miguel's Cactus Restaurant.»
En el interior, y rodeando el restaurante al aire libre, hay boutiques, pequeñas tiendas y un salón de peluquería, todo ello unido por un dédalo de angostos pasadizos y senderos, bajo las sombras de árboles y bananos.
Nuestra oficina está en la parte trasera, entre las tiendas. Es un local con dos despachos, con un pequeño porche de madera en el exterior y dos peldaños que conducen a la puerta. El lugar parece salido de las junglas de la segunda guerra mundial.
El interior no tiene nada de palaciego. No hay cuadros al óleo, ni esculturas metálicas, ni ningún indicio de opulencia. Hay una pequeña biblioteca que también hace las veces de sala de conferencias, una minúscula sala de recepción, y una estancia más grande que hemos dividido en dos despachos.
Si nos hemos abstenido de poner un letrero en el exterior de la puerta principal ha sido por un buen motivo. Harry y yo no buscamos clientes entre la gente que pasa por la calle. Hasta ahora hemos salido adelante por medio de la propaganda oral, por las recomendaciones de algunos abogados de Capital City que tienen asuntos legales en San Diego, y por el creciente número de amigos y conocidos que vamos haciendo.
El restaurante, el hotel y el patio están situados en una intersección en Y, en el punto en que Orange Street, la vía principal de Coronado, se bifurca, un poco más allá del hotel Del Coronado, al otro lado de la calle, y a poca distancia de Glorietta Bay. A menos de un kilómetro hacia el sur se halla el extremo septentrional del Silver Strand. Nuestro vecino por esa parte es la Marina de Estados Unidos, que usa parte de la playa para su Base de Adiestramiento Anfibio. En el otro extremo de la península está la Estación Aeronaval de North Island.
En el restaurante Ocean Terrace del hotel Del Coronado, que domina las canchas de tenis y la playa, los rugientes aviones A-4 pasan tan bajo que parece que vayan a meter el tren de aterrizaje en tu taza de café.
Por el aspecto que tiene esta mañana, parece que Harry lleva dos días sin afeitarse. Ha dedicado ese tiempo a tratar de averiguar todo lo posible acerca de Jessica Hale, de los amigos que frecuentaba, de sus antecedentes, y a intentar encontrar alguna pista acerca de su actual paradero. Ha conseguido información de un amigo que trabaja en el Departamento de Libertad Condicional de Capital City. También ha copiado buena parte de las actas judiciales referidas a la condena por drogas de Jessica.
Sentado en un ángulo de mi escritorio, Harry hojea un montón de documentos, algunos de ellos en fino papel térmico de fax.
– Jessica es una joven con muchos problemas -dice-. Al parecer, se trata de una toxicómana poco menos que irrecuperable.
– ¿Cocaína?
– Metanfetaminas, aunque últimamente se ha pasado a la brea negra.
Se trata de uno de los dos tipos de heroína que se encuentran en las calles de Norteamérica. El otro es la china blanca, procedente de los campos de amapolas de Asia. La brea negra llega desde México y su consumo lleva varios años en auge. Según la policía, se trata de una creciente epidemia en las calles de las ciudades del interior, y está comenzando a ser consumida por usuarios más acaudalados.
– Quizá mientras estuvo en la cárcel permaneciese limpia -dice Harry-, pero cuando entró, su adicción era de una magnitud comparable al presupuesto nacional de Defensa. Y había cometido bastantes delitos para sufragarse el hábito. Estaba en libertad condicional cuando la detuvieron por drogas.
– ¿Algún indicio de que en la cárcel siguiera con su adicción?
– Según los informes del Departamento de Libertad Condicional, parece que no. Y salió en el tiempo mínimo, lo cual me hace creer que las autoridades no tenían indicios de que siguiera consumiendo drogas en la cárcel.
»No obstante -sigue Harry-, tal vez volvió a caer en el hábito cuando salió.
La cosa tiene su importancia, y Harry lo sabe. El hecho de que Jessica siguiera consumiendo drogas constituiría un problema más grave e inmediato: una madre con una jeringuilla en el brazo huyendo junto a su hija. Pero también nos ofrecería la posibilidad de conseguir pistas más fácilmente.
– ¿En qué términos le concedieron la condicional? ¿Tiene que someterse a análisis para la detección de drogas?
Harry echa un vistazo a los documentos que tiene entre las manos.
– Plena supervisión. Reuniones semanales con su agente de libertad condicional, y análisis de sangre cada dos semanas. -Se humedece el pulgar y el índice, coloca sobre mi escritorio los fax y los hojea, buscando el mismo apartado en cada uno de ellos-. La primera reunión fue a las dos semanas de salir de la cárcel. Estaba limpia. Los análisis dieron resultados negativos. -Hojea unas cuantas páginas más-. No acudió a la segunda reunión. -Otras cuantas páginas-. Ni a la tercera. -Consulta el resto de los papeles-. Y, a partir de eso, nada.
– O sea que podría estar consumiendo de nuevo, ¿no?
– Yo diría que es muy probable -dice Harry-. ¿Por qué iba a dejar de acudir a las entrevistas con su agente de libertad condicional si no tuviera algo que ocultar?
– Ésa es una de las posibilidades. Pero, por la misma regla de tres, ¿para qué iba a ir a las entrevistas si tenía intención de fugarse?
– Es cierto.
– Sin embargo, hay que investigarlo -le digo-. ¿Sabes quién era su camello antes de entrar en prisión?
– Estoy tratando de averiguarlo -dice Harry.
– Eso podría ser una pista si ella sigue drogándose y si continúa en esta zona. -Parto de la base de que su adicción la haría volver a utilizar los servicios de su antiguo camello.
– Si compra droga en la calle, y se sabe que ha frecuentado regularmente los mismos lugares, podríamos hacer que alguien los vigilara y, en caso de que ella apareciera, la siguiese hasta donde está la niña. -Harry toma nota de que localizar al camello es una de las primeras prioridades.
– Según Jonah, la chica estaba pasando drogas de contrabando para alguien cuando la detuvieron los federales.
– En San Ysidro -me informa Harry.
Cojo la hoja de libertad condicional que ha dejado sobre mi mesa y la estudio. El código numérico estatutario del documento indica que las convicciones se basaron en un alegato de la acusada.
– Estas acusaciones son de índole estatal -le digo-. Contrabandear droga a través de una frontera internacional debería haber sido un delito federal.
– En el caso de que los federales hubieran decidido encausarla. Pero parece que no lo hicieron.
– ¿Por qué no?
Harry se encoge de hombros.
– No sé de un solo fiscal federal que le haya hecho ascos a un caso como éste -digo.
– ¿Crees que le dieron un trato de favor a cambio de alguna información? -me pregunta Harry.
– Eso es lo que sospecho. ¿Hay en las actas del tribunal algo referente a la identidad del narcotraficante para el que la chica estaba transportando la droga?
– Lo miré, pero no hay nada. Los federales cedieron el caso a las autoridades estatales, y el fiscal la acusó de modo acorde. Jessica se reconoció culpable de posesión de drogas y de posesión de drogas destinadas a la venta.