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– Eso es -replicó él.

Ella sintió un vacío en el pecho.

– Podía haber planteado la pregunta de otro modo: ¿Lamentas que no sucediera nada?

– No -dijo él en tono cortante-. Tampoco eso.

De pronto, Rovena se sintió desairada. La vieja pregunta acerca del punto a partir del cual había errado el camino resurgió ante ella con todas las angustias de las que ya creía haberse librado. Y como la mayor parte de las personas que, pretendiendo enmendar un error, lo agravan acto seguido, añadió con desesperación:

– ¿Es que te da lo mismo?

Sentía deseos de llorar a causa de la decepción.

– Escucha, Rovena -dijo él sosegadamente-. Yo no sé cómo hablar contigo. Hasta ayer te quejabas de que por mi culpa no disponías de suficiente libertad. Ahora te lamentas de tener demasiada. Siempre por mi culpa.

– Perdona -le interrumpió ella-. Lo sé, lo sé. Te lo ruego, perdóname. Ahora somos distintos. Hemos hecho un pacto. Tú eres el cliente, yo la prost… la girl. Yo no tengo derecho… Yo…

– Basta -replicó él-. No hay necesidad de añadir más dosis de melodrama. Ya hay demasiado por todas partes.

Años atrás, después de un «basta» como aquél, pálido como la cera, con la mano temblorosa, él la había aferrado por los cabellos, delante mismo de la ventana, y ella había pensado con horror: Oh, Dios, ¿cómo ha llegado el día en que me vea zarandeada como una pobre zorra en pleno corazón de Europa?

No la había pegado. Se había dejado caer sobre el sofá con la mirada vidriosa, como si él mismo acabara de recibir un golpe.

Ahora todo aquello había quedado atrás. No tuvo necesidad más que de un breve instante para no ocultarse a sí misma que, entre aquellos dos «¡basta!», ella habría preferido el antiguo, y las lágrimas se le derramaron al instante. Tirano, se dijo. Finges estar desgarrado pero continúas siendo el mismo.

– Son más de las tres de la madrugada -le oyó decir-. ¿Dormimos?

– Sí -respondió ella con un hilo de voz.

Se desearon mutuamente las buenas noches y unos momentos más tarde, por su respiración, Rovena comprendió con sorpresa que el otro ya dormía.

Era probablemente la primera vez que se dormía antes que ella. El vacío de la habitación se le tornó sospechoso. Todo era inútil, pensaba. Frente a él no podía triunfar nunca. Había perdido la oportunidad de lograrlo hacía mucho tiempo y ahora era demasiado tarde. Su única superioridad, la juventud, no la había utilizado jamás. Del mismo modo que no se recurre a las armas prohibidas.

Ahora él ya estaba fuera de peligro. Le había hecho creer que saldrían adelante los dos juntos, que todas aquellas vacilaciones, sospechas, separarnos, no separarnos, qué he hecho mal, qué no he hecho mal, etcétera, irían quedando atrás, como pertenecientes a otro mundo. A semejanza de la novela de Cervantes, del cine mudo o del teatro antiguo.

Ingenua como de costumbre, ella le había creído. Él había salido bien librado, pero no ella. Su respiración regular, carente de piedad, eso testimoniaba: su dominio.

Tirano, dijo de nuevo para sí. Al borde de la caída, había preferido arrancarse él mismo la corona. Yo abdico, me echo a rodar por mí mismo de modo que nadie pueda derribarme.

Está bien, cae, álzate de nuevo, haz lo que te venga en gana. Yo no te puedo evitar. Ni a ti ni a tu sombra. Ni a tus cenizas, si es que llegas a hundirte. He sido tuya. Reconozco tu imperio y no me avergüenzo. Pero yo no quiero esa corona. Porque es otra cosa lo que deseo: ser una mujer. Una mujer hasta el fin que asume lo que es. Que, si debe reinar, lo consiga a través de eso: la sumisión.

Mujer, se repetía. Con esta fisura entre las piernas en el bajo vientre. Una ausencia, pero de esas que, como tú mismo me has dicho, lejos de ser calificadas de insuficiencias, en las escrituras sagradas se las considera tesoros.

El sueño se apartaba de ella cada vez más. Descendió despacio del lecho y se acercó a la mesilla de noche de él. Encima, junto al vaso de agua, se encontraba la cajita con los tranquilizantes. Stilnox, leyó. Noches tranquilas.

La tomó en la mano con cierta emoción. Era por tanto su proveedor de sueño. Lo que le apaciguaba el cerebro.

Al extender la mano hacia el vaso de agua, sus ojos distinguieron un objeto negro. En el interior del cajón entreabierto había un revólver.

Por espacio de un segundo se quedó sin aliento. Hechos una maraña, afluyeron a su memoria el cariz secreto de aquel viaje, los nombres falsos entregados en la recepción y sus palabras: Álzate el cuello del abrigo. Qué significa esto, se dijo. Pero de inmediato recordó que le había oído decir tiempo atrás que por Albania viajaba armado, y se calmó de inmediato.

Sin dilatarlo más, separó una píldora del paquete de tranquilizantes y se la tomó.

En la cama, tendida de espaldas, esperó la llegada del sueño. ¿Cómo han llegado las cosas hasta aquí?, pensó. No tenía derecho ni a decirle «amor mío».

Intentó no pensar más. Tal vez le pedía demasiado a este mundo, se dijo. Una mujer como ella no tenía necesidad de tanto.

El sueño acabaría llegando de todos modos. Sentía cierta curiosidad por conocer la clase de extravío que proporcionaba el somnífero. Como si a partir de la naturaleza del sueño de él pudiera llegar a descubrir algo más de lo que ocultaba.

Aunque quizás tampoco debería conocer sus secretos. En ese caso, una sola cosa habría podido bastarle a una mujer como ella. Saber, por ejemplo, si él, Besfort Y., había tenido que tomar ciertas noches aquel medicamento a causa de ella… Sólo eso.

Mientras le oía respirar profundamente, sus pensamientos acababan siempre por regresar al tranquilizante. Le parecía que, gracias a él, había logrado por fin introducirse en su cerebro. Ahora, por muy esquivo que fuera, no conseguiría zafarse.

Su respiración estaba cambiando, pero ella se mantendría vigilante. Ahora sería ella quien lo engañara fingiéndose dormida.

Al parecer eso es lo que él había estado esperando. Se movió lentamente con objeto de no despertarla. Luego su brazo se extendió hacia el cajón de la mesilla de noche y ella se dijo: ¿Está este hombre en sus cabales?

Era evidente lo que pretendía hacer. No tenía por qué fingir que no se daba cuenta. Percibió el crujido del cajón y el movimiento del brazo para extraer el revólver. Dios mío, rogó para sus adentros. Al parecer, lo que venía temiendo en los últimos tiempos, morir asesinada en la habitación de un motel, estaba sucediendo. Entre tanto, en lugar de hacer cualquier cosa para escapar, no cesaba de repetir en su mente un estribillo cantado por las mujeres de la calle:

Si no me encontráis en el fondo de un barranco,

en los moteles de Golem debéis buscarme.

El frío cañón del arma le rozó las costillas, poco más abajo del seno derecho. Aunque estuviera provisto de silenciador, percibió la detonación y sintió la bala penetrando en su carne.

Eso es lo que tú querías, se dijo.

Por sus movimientos comprendió que su brazo trazaba el mismo arco para depositar el arma en el lugar de donde la había sacado. Luego dejó de moverse y ella pensó: Increíble. Se había quedado dormido inmediatamente después de matarla, tal como estaba, tendido de costado.

Rovena se llevó la mano a la herida para detener la hemorragia. El otro continuaba respirando profundamente. ¿Tanto le había agobiado aquel suplicio?, se dijo ella como para proporcionarle una última excusa.

Se levantó y se dirigió sigilosamente hacia el cuarto de baño. Allí se examinó la herida. Parecía limpia, nada aterradora, casi como dibujada a mano. Bajo el espejo, entre los objetos de tocador, encontró un apósito auto-adhesivo que tenía costumbre de llevar consigo. Se lo colocó sobre la herida y al instante se tranquilizó. Al menos no reventaría como una furcia de motel.

Increíble, se dijo de nuevo al regresar a la cama. El continuaba durmiendo como si no hubiera sucedido nada y ella, lo mismo que mil años atrás, se tendió a su lado.