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Al día siguiente. La mañana

No tenía derecho a comportarse de aquel modo. La mayor parte de sus despertares ella los vivía sin su presencia. Por eso, aquella mañana, él no tenía derecho a no encontrarse a su lado. Aun antes de abrir los ojos, su brazo desnudo le había buscado. No estaba. El brazo adormecido se había extendido más allá. Hasta el extremo de la cama, incluso más allá, sobre la extensión austríaca y la gran planicie europea. Los nombres de las grandes ciudades se iluminaban pálidamente, espantados, como en la temerosa pantalla de los viejos aparatos de radio. No, no tenía el menor derecho. Ya estaba acordado que él se iría el primero, dejándola completamente sola en este mundo durante muchos años. Pero justamente por eso no tenía derecho a escabullirse tan pronto.

Por fin abrió los ojos y, de inmediato, todo se tornó sencillo y claro. El paseo por el bosque de pinos a la espera de su despertar. Desde el exterior, los jirones del día penetraban con dificultad a través de las persianas. El librito de Cervantes con cubierta de color malva estaba allí, apagado, cansado de su viejo secreto.

Oyó sus pasos, luego el movimiento del picaporte de la puerta. Se inclinó para besarla en la sien. Llevaba en la mano los periódicos del día. Mientras desayunaban, echaron por turno un vistazo a los grandes titulares. Parece que la reina está enferma, dijo Rovena.

El no dijo nada.

Ella dejó la taza de café para telefonear a su casa. Mamá, estoy en Durres con unas amigas. No te preocupes.

El café le estaba pareciendo a Besfort más sabroso que de costumbre. Este mundo parecía a veces tan clemente. Con sus reinas dolientes, con sus pequeñas mentiras femeninas.

– Fíjate en esto -dijo Rovena extendiéndole uno de los periódicos. Besfort se echó a reír, luego continuó leyendo en voz alta: «La portavoz de la Dirección del Servicio de Aguas de Tirana, la baronesa Fatime Gurthi, intenta dar explicación a los cortes del suministro».

– La compra de títulos está haciendo furor en los últimos tiempos -añadió poco después-. Por mil dólares te puedes despertar conde o marqués.

– Al principio lo había tomado por una broma, pero incluso así me parecía una extravagancia.

Besfort le respondió que no había en ello nada de broma. Existían agencias internacionales que se ocupaban del tráfico de títulos. Los antiguos países del Este se volvían locos por ellos.

– Vaya -dijo Rovena-. No nos faltaba nada más que eso.

Besfort estaba seguro de tener en alguna parte la tarjeta de visita de un tal vizconde Shabe Dulaku, «Puertas y ventanas blindadas a medida», en el barrio de Laprake. Se hablaba de un duque en la policía de tráfico, y de una condesa autora del opúsculo Verbos irregulares de la lengua albanesa.

Después de desayunar salieron a dar un paseo por la orilla del mar. A causa del viento, el día se anunciaba hosco e inclemente. Agarrada a su brazo, ella sentía cómo sus cabellos azotaban el rostro de Besfort.

No era capaz de decidir si en adelante debía contarle todo o no. Siempre a causa del viento, tenía la impresión de que los ojos de ambos eran como de vidrio. No, incluso si hubiera querido no habría podido contarle todo. Ni siquiera a sí misma, por otro lado.

El agua de las piscinas se ha helado, se dijo.

Tras las verjas de hierro, la capa de hielo adjudicaba a las piscinas la apariencia de ojos ciegos.

Acabaron instalándose en el restaurante para comer. Luego se pasaron la tarde entera encerrados en la habitación. En la cama, antes de hacer el amor, entre las caricias, él le susurró algo acerca de Liza. Siempre olvidaba los detalles que la concernían, o al menos eso es lo que aparentaba. Ella le respondió asimismo con voz susurrante, y él le dijo que nadie entendía mejor a los hombres que ella. Rovena le devolvió el cumplido.

Cuando moría el día, ella volvió a hablar por teléfono con su madre. Besfort había encendido el televisor en busca de alguna novedad sobre el estado de la reina. Esto está muy bonito, mamá. Nos vamos a quedar también esta noche.

Mientras hablaba, él le acariciaba el vientre en torno al ombligo.

Afuera, la noche cayó con rapidez. Hacia la medianoche, el estruendo del mar comenzó a dejarse oír en un tono cada vez más gimiente. Por la mañana partieron, sin comprender ellos mismos la causa, con cierto apresuramiento. A medida que se acercaban a Tirana, el tráfico se fue haciendo más denso. A la altura del cruce de la carretera nacional con la del cementerio del oeste, los vendedores de flores parecían más abundantes que nunca. Flores para todos nosotros, pensó ella. Recordó retazos de sus conversaciones sobre los falsos conspiradores. Parte de ellos debían de estar enterrados allí. Al menos tendrían derecho a las mismas flores que todos los demás.

A la entrada de Tirana, la caravana de coches prácticamente no avanzaba. ¿Ha habido algún accidente?, le preguntó Besfort a un motorista de la policía de tráfico que avanzaba a su lado. Antes de responder, el otro inspeccionó con el rabillo del ojo la matrícula del coche. La reina ha muerto, dijo.

Besfort encendió la radio. En efecto, hablaban de ello, pero las voces evidenciaban un extremado nerviosismo. Había una disputa a causa de algo. Habían llegado a la carretera de Kavaja cuando captaron el objeto de la discordia. Se trataba de la ceremonia funeraria y el lugar de enterramiento. Al gobierno, como de costumbre, le había cogido de improviso. Espera y verás cuando hagan llamar a alguna comisión de Bruselas, dijo Rovena. Se encontraban junto a la plaza de Scanderberg en el momento en que se dio lectura a una declaración de la Casa Real. A las tres de la tarde se celebraría un réquiem por la difunta en la catedral de San Pablo. Sobre el lugar de enterramiento, ni una sola palabra. El gobierno aún no había tomado posición acerca de la restitución de las propiedades del monarca, entre las que se incluía el cementerio privado situado sobre la ladera sureste de la capital.

Casi habían llegado ante la puerta de la casa de Rovena cuando dieron lectura a una segunda declaración de la Casa Real. El lugar de la inhumación continuaba desconociéndose. Esto es un escándalo, dijo ella al tiempo que abría la portezuela del coche.

De regreso, Besfort intentó pasar por la calle de la catedral, pero estaba cortada al tráfico. En la radio estaban dando la noticia de que la Asamblea se iba a reunir a primera hora de la tarde en sesión extraordinaria. La emisora continuaba emitiendo opiniones de transeúntes recogidas al azar. Esto es una vergüenza, una vergüenza, decía un desconocido. Escatimar un pedazo de tierra para la tumba de la reina: es para volverse loco. ¿Y usted, señor? Yo conozco bien estas cosas. Yo soy partidario de que todo se haga con arreglo a la ley. Que haya una ley para la mujer del rey, para la del presidente, para la de todos los demás. ¿No se referirá a la viuda del dictador? ¿Cómo? No, no. No me confunda a mí con ésos, joven-cito. Estamos hablando de reinas y de señoras de altura, no de lobas o panteras, como las llama el pueblo.

La radio interrumpió las entrevistas para informar de que se esperaba de un momento a otro un tercer comunicado de la Casa Real.

12

En La Haya. Los cuarenta

Durante largo tiempo, nada testimoniaba la presencia en La Haya de Besfort Y., y mucho menos de los dos, ese cuadragésimo día antes de que todo se consumara. No sólo eso: como para descartar de forma categórica cualquier suposición, todo indicaba que precisamente aquel día ambos se encontraban en Dinamarca. La amiga suiza, por lo general vacilante en sus testimonios, se había mostrado en este caso concluyente: Rovena la había telefoneado desde un tren, justamente en el momento en que éste penetraba en Dinamarca. Ciertos comentarios en el cuaderno de Rovena, escritos cuatro días antes del viaje, lo confirmaban. «Jutlandia, Saxo Grammaticus, las localidades donde, al parecer, tuvieron lugar los hechos de Hamlet (Amleúi)… Visita de dos días.»