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En realidad las sospechas a propósito de La Haya tenían su origen en la frase: «¡Ojalá acabéis los dos en La Haya!», pronunciada por su amiga íntima, Liza.

Sin fundamento en ningún billete de tren o registro de hotel, se habría dicho que esta sospecha podía ser tanto descartada como tomada en consideración, incluyendo de este modo tal viaje en la categoría de lo que se denominaba viajes interiores, que no se efectuaban más que en el cerebro del supuesto viajero o, en el caso de un lugar como La Haya, en el cerebro de alguien a quien se deseara ver sentado en el banquillo de los acusados.

Pareció por tanto fácilmente descartable, sobre todo tras la coartada de Dinamarca, pero bastaron unos cuantos renglones del diario del eslovaco Janek, el compañero de curso con el que Rovena había mantenido una fugaz relación, para que el amenazante nombre de La Haya hiciera de nuevo aparición. En dicho diario, de manera por demás imprecisa, se describía muy brevemente la pesadilla de alguien para quien varios anuncios de venta de apartamentos, así como unas cuantas hojas blancas pegadas sobre postes de teléfonos, se convertían a distancia en citaciones ante el Tribunal de La Haya.

El hallazgo de otro cuaderno del diario puso fin al desconcierto. A medida que se comprendía mejor el estilo del autor, se esclarecían diferentes elementos que iluminaban la relación entre el eslovaco y la bella albanesa, entre otros el asunto de aquella pesadilla, que no concernía en absoluto al estudiante eslovaco, sino a Besfort Y.

«Tras la noche en que me hizo de pronto aquel regalo inesperado, R. ya no volvió a ser la misma.» Esto escribía

Janek B. En escasas líneas expresaba su tristeza, aunque esforzándose por eludir tal concepto y sobre todo el término «sufrimiento».

Sus apuntes eran confusos; las frases, a menudo, inacabadas. Permitían no obstante imaginar su pesadumbre de la siguiente noche, cuando ella no acudió al bar nocturno.

Bebía. Trataba de disimular ante los demás. Unos días antes, medio riendo, había dicho: Nosotros los de los países del Este ya hemos tenido nuestra ración de sufrimiento. Ahora os toca el turno de sufrir a vosotros, los occidentales.

Los ojos de alguno de los presentes parecían replicarle: Querido, el sufrimiento consigue atraparte bajo cualquier régimen.

Al día siguiente, ella había llegado a la universidad con el rostro demudado. Se justificó pretextando la llegada de alguien de su país, Albania. Estaba pálida, distraída, acelerada. ¿Mafioso? ¿Traficante de mujeres? ¿Amante? Janek B. había colocado signos de interrogación tras las tres hipótesis sobre el visitante misterioso, sin resolver cuál de ellas prefería. La prensa abundaba en informaciones sobre los malhechores albaneses. Llegaban de lejos para extender la amenaza, y no dejaban a sus espaldas más que vacío y horror.

Janek B. se lo sugirió cautelosamente a Rovena, mientras ella parpadeaba sin comprender adonde pretendía ir a parar. Hasta que al final, cuando lo captó, sacudió la cabeza para decir: No, no, no tenía nada que ver con asuntos de amenazas… de tráficos…

Habría querido sujetarla por los hombros, sacudirla: ¿Entonces qué diablos te pasa?, pero algo se lo impedía. «R. viene conmigo de nuevo al bar nocturno. Pero ya no funciona nada.» Continuaban sentándose juntos como antes, bajo la mirada curiosa de los otros: Vienen del Este, a éstos resulta difícil entenderlos, cualquiera sabe lo que han tenido que soportar bajo sus dictaduras…

En ocasiones, la joven estaba contenta, pero al poco su mirada se tornaba meditabunda. A Janek le atormentaba un interrogante: ¿Acaso ni siquiera se acordaba de que se habían acostado juntos? No sabía cómo recordárselo sin ofenderla. «Anoche conseguí decirle: ¿Te acuerdas de lo bonito que fue aquella noche cuando bailamos por primera vez el uno en los brazos del otro y luego…?»

Con la sangre helada en las venas, esperó su reacción. Sus pestañas le parecieron de pronto extraordinariamente largas y pesadas. Por fin ella alzó los ojos para decirle: Sí, fue bonito, pero en un tono plácido, ni fría ni emocionada, como si estuviera hablando de un cuadro. El se dijo: Que salga el sol por donde tenga que salir, y aludió al visitante llegado de lejos. Rovena bajó los párpados pero, inexplicablemente, él tuvo la impresión de que la pregunta no la había molestado en absoluto, al contrario. Envalentonado por ello, le dijo: ¿No puedes dejar de pensar en él?

Pronunció estas palabras en tono dulce, casi en un susurro. Cuando ella levantó los ojos, no solamente no había en ellos el menor rastro de disgusto sino que parecían velados por una carga de gratitud. «Había que ser un imbécil para no comprender que esperaba impaciente la menor oportunidad para hablar de él.»

Me gustan los hombres complicados, dijo después de un largo silencio. ¿Complicados en qué?, preguntó él. En todo, fue la respuesta de ella.

Velozmente, pasaron por su mente sus anteriores conjeturas. ¿Complicación en asuntos turbios y peligrosos? Muchas mujeres se enamoraban de hombres del mundo del crimen. Era incluso una tendencia en los últimos tiempos.

Ella jugueteaba con los mechones de su cabello como una colegiala enamorada. Es complicado, prosiguió, como si hablara consigo misma. Janek sintió una punzada en el corazón pues le pareció distinguir una humedad lacrimosa en sus ojos. Una noche se puso a gritar en sueños a causa de una pesadilla, continuó ella. Ah, vaya, pensó Janek. ¡Si era eso lo que había que hacer para impresionar a las mujeres, él estaba dispuesto a aullar en sueños hasta que se estremecieran las paredes! De este modo fanfarroneó para sus adentros, pero no se atrevió a decirle nada a ella. Por el contrario, con la mirada concentrada, escuchó su descripción de la pesadilla del otro, las famosas citaciones ante el Tribunal de La Haya pegadas en los postes, en las paradas de autobús, en los troncos de los árboles.

«Los otros, al vernos cuchichear de este modo, seguro que están pensando: ¡Gracias a Dios se han vuelto a reconciliar!»

Algunos días después, Janek iniciaría la anotación correspondiente en su diario con las palabras «descubrimiento» y «vergüenza».

«He hecho un descubrimiento. Constituye al mismo tiempo mi vergüenza. Una vergüenza que, extrañamente, no me perturba en absoluto. Como si fuera uno más de los que se dice: Con su pan se come la vergüenza.»

El sorprendente descubrimiento del eslovaco consistía en que el visitante misterioso al que había culpado de su distanciamiento de Rovena era justamente quien ahora los aproximaba.

Agachó la cabeza y aceptó lo que para la mayoría habría constituido la más grave de las humillaciones: salir con una mujer a condición de alimentar la conversación sobre un tercero.

Esta condición, por supuesto, nunca fue reconocida abiertamente, pero se daba por sentada. La impaciencia de ella por dejar a un lado el resto de los temas y llegar por fin hasta «él» era palpable. No ocultaba que llevaban años de relaciones. Hablaba de los viajes que habían hecho juntos, de los hoteles, las playas invernales. No dijo nunca que estuvieran atravesando una crisis, pero resultaba evidente.

«¡Lo inverosímil ha sucedido! Hemos vuelto a pasar la noche juntos.»

Más inverosímil que el hecho mismo de que se le entregara fue que esto no trajo consigo el menor cambio. Incluso sucedió lo contrario: ahora que se le ofrecía, parecía más natural y en modo alguno ofensivo que le reclamara su tasa en contrapartida.

«Ya no queda ninguna esperanza…», anotó dos días más tarde en su diario.

No existía en verdad ninguna esperanza de que algo pudiera ser reparado. Su cuerpo continuaría tendiéndose a su lado al igual que antes, pero ella misma no. Al igual que antes, tendría la mente en otra parte. Y él se vería obligado a pagar el precio hasta el último céntimo. Lo quisiera o no, se sometería al pacto: escucharla hablar del intolerable ausente, aquel al que, más que a ningún otro, él tenía derecho a odiar.