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Alentaba la ilusión de que, una vez su crisis hubiera quedado atrás, ella ya no tendría necesidad de confiársele. Pero resultaba fácil de imaginar lo que sucedería a continuación: el pacto perdería su vigencia. Y todo lo demás junto con él.

Eso fue lo que sucedió. Los encuentros se fueron espaciando hasta interrumpirse. Él se esforzaba por hacerse a la idea. Ahora eran como buenos amigos. ¿Estáis de nuevo juntos?, le preguntó un día. Ella asintió con la cabeza. Sin embargo aún conservaba la esperanza de que volviera a producirse otra crisis y que, para su vergüenza, él se aprovecharía de ello.

Un tanto desinhibido, aunque con cierta amargura ocasionada por la nueva situación, hizo alusión a las informaciones sobre los mañosos albaneses. Se volvía a hablar mucho de ellos en los últimos tiempos. Ella se encogió de hombros con ademán de menosprecio.

Mucho tiempo más tarde, en la terraza de un café, después de hablar de Besfort Y., el eslovaco le preguntó de pronto por qué este último le tenía miedo a La Haya.

Ella se echó a reír. ¿Miedo a La Haya? No entiendo a qué te refieres. Quería decir miedo a un viaje a La Haya. Ella sacudió la cabeza en señal de negación. Más bien al contrario. Contábamos con hacer ese viaje por placer, juntos. Visitar Holanda, los campos de tulipanes… Pero La Haya, antes que un jardín de flores, es un alto tribunal. Las conciencias atormentadas se inquietan ante él. Ah, ya entiendo a qué te refieres, respondió ella, sin ocultar su irritación. Ahora escúchame bien: Nosotros íbamos a ir por placer, sí, por los tulipanes… Escúchame tú también, gritó éclass="underline" No eran anuncios de tulipanes lo que él veía en sueños, sino convocatorias ante el Tribunal…

En el silencio que siguió, se miraron con irritación. ¿Tú qué sabes?, dijo ella con voz helada. En lugar de responderle, él se llevó las manos a la cara. Perdona, dijo entre sollozos. Perdona, jamás debería haber dicho eso.

Cuando apartó las manos, ella comprobó que estaba llorando de verdad. Soy perverso, continuó hablando con voz descompuesta. Los celos me han cegado. Por eso no sé lo que digo.

Ella esperó a que se tranquilizara; luego, tomándole la mano en la suya, le preguntó con suavidad: ¿Cómo sabes tú lo que vio él en sueños?

Después de limpiarse las lágrimas, sus ojos le parecieron más grandes e indefensos.

Tú misma me lo contaste… cuando querías hacerme comprender lo complicado que era…

Ella no respondió nada. Se limitó a morderse el labio inferior, diciéndose para sus adentros: ¡Dios mío!

Fueron estas notas de Janek B. las que, algunos años después, empujaron a la amiga de Suiza a reconsiderar bajo una nueva luz la breve conversación telefónica que había sostenido con Rovena en el momento en que ésta viajaba por el norte. Un detalle que en aquel entonces había tomado por un lapsus se convirtió en la clave que permitía descifrar el embrollo a propósito de La Haya. Aló, corazón, ¿eres tú? Qué bien has hecho en llamarme. ¿Desde dónde me hablas? ¿Te lo puedes imaginar? Desde Dinamarca, desde un tren. ¿Ah, sí? Voy a encontrarme con Besfort. Qué maravilla: se ven los molinos de viento, los campos de tulipanes. ¿Campos de tulipanes?… Quería decir… son unas flores que se parecen a los tulipanes… No sé cómo se llaman. Qué más da. De modo que estáis de nuevo juntos. Aló… No se oye bien… Hasta la vista, corazón. Adiós.

* * *

Qué idiota soy, se reprochó Rovena colgando el teléfono móvil. No había sido capaz de atenerse a una recomendación tan sencilla. No le hables a nadie de este viaje a La Haya, le había encomendado Besfort. A su pregunta pronunciada en tono joviaclass="underline" ¿Y eso por qué?, él había respondido en el mismo tono: Por nada, eso es lo que se me ha ocurrido, que hagamos un viaje secreto. Creo que es bueno que toda persona tenga derecho al menos a un viaje secreto en la vida. Divertida, ella le había respondido: ¡Okay!

En una segunda llamada, él le había explicado que en tales circunstancias la mejor manera de no embrollarse cuando le preguntaran hacia dónde se dirigía era recurrir a una sustitución. Por ejemplo, sustituir Holanda por Dinamarca. Un viaje a Dinamarca para visitar, pongamos, los parajes donde se había desarrollado la verdadera historia de Hamlet. Pero, ya que estamos con este tema, ¿tienes un bolígrafo? Apunta entonces Jutlandia, ése es el nombre de la región. Y Saxo Grammaticus fue su primer cronista. Con equis y dos emes. Con eso bastará. No hay necesidad de que te compliques la vida con lo del sempiterno «ser o no ser». ¿Okay?

Qué idiota soy, volvió a decirse Rovena. Trató de apartar de su mente la metedura de pata. Se había preparado con tanto afán para aquel viaje que no valía la pena mortificarse por una nimiedad semejante. Aparte de la ropa interior, le tenía reservada otra sorpresa: dos pequeños tatuajes, uno entre el ombligo y el pecho… el otro en una nalga. De modo que, cualquiera que fuese la modalidad de la práctica sexual, bien el uno bien el otro entraría en juego. Se sentía asimismo en posesión de toda una reserva de dulces susurros, aunque no estaba del todo convencida de su derecho a utilizarlos.

El repiqueteo monótono del tren le producía sueño. Me has dejado agotada, se dijo, dirigiéndose al hombre que la esperaba.

La letra de una canción que, más que haberla escuchado, era bien probable que la hubiera fabricado su propia mente acudía a ella una y otra vez:

Dos vidas que me dieran

las dos veces te quisiera.

Dos vidas, pensó. Es fácil decirlo. Por el momento no estaba permitido tener dos vidas. Y mucho menos continuar queriendo a alguien primero en una y luego en la otra. Sin embargo, la gente no renunciaba a ello. Ellos dos tampoco. Estaban en posesión de cierto simulacro pálido, muy pálido de esa vida prohibida. Pero, aterrorizados por ella y sobre todo por la perspectiva de padecer en represalia la cólera del cielo, fingían no amarse el uno al otro.

Sonrió justo después del breve adormecimiento. Así era como, de pequeña, le gustaba engañarse a sí misma, adjudicando a las cosas la forma que le convenía.

Todo este secreto…, se dijo. Las sospechas de Janek B. encontrarían sin duda terreno propicio para medrar sin control. Sólo una parte de ellas habrían bastado para helar la sangre de cualquier mujer que se dirigiera al encuentro de su amante: Ni una sola palabra a nadie sobre este viaje. Haz desaparecer el billete de tren y cualquier otro rastro. Más tarde conocerás la razón.

Por el altavoz se oyeron frases en holandés, luego en inglés. Se acercaban a La Haya. Por tercera vez, ella utilizó su teléfono móvil. Nuevamente sin respuesta.

No tuvo dificultad en encontrar un taxi. Ni tampoco el hotel de nombre flamenco. Sin distintivos monárquicos.

En la recepción le dijeron que, aparte del encargo de entregarle las llaves de la habitación de Besfort Y., no tenían ningún mensaje para ella. Él no estaba.

Deambuló durante un rato por la gran habitación. Los dos bolsas de viaje estaban allí. En el cuarto de baño, su maquinilla de afeitar y su habitual perfume. Sobre una pequeña mesa, un ramo de flores junto con la tarjeta de bienvenida del director del hotel, en inglés. Pero de él, ni una sola palabra.

Se dejó caer sobre una de las butacas y permaneció durante un rato completamente vacía. Saxo Grammaticus. Jutlandia… De todos modos podía haber dejado una nota: A tal hora estoy de vuelta. O simplemente: Espérame en la habitación.

Su mirada acababa siempre por ir a parar sobre el teléfono. Se levantó para llamar de nuevo, pero de pronto una de las bolsas le pareció desconocida. Lo mismo que la otra. El pensamiento de que, por error, pudiera haber penetrado en una habitación equivocada se bosquejó en su mente con frialdad. Con objeto de disipar cualquier duda, irrumpió atropelladamente en el cuarto de baño, pero su recuperada seguridad se disipó al instante. ¿Acaso eran pocos los hombres que utilizaban el mismo perfume?