– Estás ahora más hermosa -dijo él en voz baja.
Rovena le miraba fijamente.
– ¿Lo dices con cierto reproche o sólo me lo parece a mí?
– ¿Reproche? ¿Por qué?
Rovena se turbó.
– Bueno… porque ahora… Ahora que somos diferentes… Lo que yo quería decir es… ¿No preferirías que me volviera más fea?
– Oh, no. Todo podría desearlo, menos eso.
– En realidad no era exactamente eso lo que quería decir… Me gustaría… en realidad preguntarte a propósito de algo. En la habitación, mientras tú dormías, esas preguntas no dejaban de torturarme.
De forma atropellada, como si temiera que el coraje acabara abandonándola, le confió finalmente todos sus temores. El rostro de él se ensombreció durante unos instantes, tal como ella había imaginado para el peor de los supuestos. ¿Quién eres tú para investigarme de ese modo? ¡Una chica de alterne, nada más! No tienes derecho a tratarme así. Es verdad que me has convertido en una fulana de lujo, pero en otro tiempo fuiste mi marido.
Aunque ninguna de estas últimas palabras había sido pronunciada, ella estaba sin aliento a causa de la conmoción.
Sintió que el miedo la poseía como antaño, pero, más que a él, era miedo a la verdad.
El reflexionó largamente antes de responder. Lo que había resbalado al abrir la cremallera de su bolsa eran en verdad fotografías de niños muertos. Pero no de los que ella imaginaba. Eran niños serbios despedazados por los bombardeos de la OTAN.
Rovena escuchaba aterrada. Se mordió el labio y dos o tres veces dijo: ¡Perdón!
No había nada por lo que pedir perdón. Semejantes fotografías constituirían un horror cualquiera que fuera la bolsa donde se encontraran. A ella le estaba permitido suponer cualquier cosa, incluso que él, Besfort Y., fuese un asesino de niños. De hecho, las fotografías habían sido enviadas con ese propósito. Señalarlo como asesino.
Le tomó la mano con cierta timidez. Sus dedos se le antojaron a ella más largos, más finos. Hablaba como si ella no se encontrara allí. Lo que estaba sucediendo era difícil de expresar. Se trataba de una especie de concurso de fotografías de pesadilla. Niños serbios despedazados por las bombas. Niños albaneses degollados a cuchillo. Ambas partes las enviaban por doquier a despachos, comisiones, comités. Las polémicas macabras se sucedían a continuación. ¿Existía o no una jerarquía de la muerte?
Una parte insistía en que cualquier muerte de niños representaba una tragedia irreparable, que excluía toda jerarquía. El pensaba de otra manera. Un pequeño muerto en un accidente de tráfico no tiene parangón con el mismo aniquilado por las bombas. Y los dos a un tiempo están a una distancia sideral del bebé acuchillado. Por una mano de hombre, ¿me comprendes? No por una bomba ciega, sino por una mano de hombre. Ochocientos bebés albaneses destripados como corderos, a menudo ante los ojos de sus madres. Era para perder la razón. Era el fin del mundo.
Por efecto de sus alientos, la llama de las velas situadas sobre la mesa vacilaba ligeramente. Ella le pidió que dejaran de pensar en aquello.
Tras la cena, en el bar nocturno, Rovena condujo la conversación hacia los tatuajes y a la pregunta del tatuajista sobre el motivo de su encargo: por nostalgia de alguien, en cumplimiento de una promesa o por qué otra cosa.
A diferencia de otras ocasiones, él no intentó saber nada más acerca de aquel hombre que había tocado su cuerpo. Al parecer continuaba teniendo la mente puesta en la conversación del restaurante.
Rovena se dijo que sin que acabara de expresar lo que andaba rumiando, difícilmente podrían hablar de cualquier otro asunto. Le recordó de nuevo las fotografías y la macabra competición, antes de preguntarle por qué, si no se sentía culpable, daba la impresión de llevar un peso sobre la conciencia.
Él sonrió rígidamente.
Porque soy un ciudadano… Lo cual significa que me concierne todo lo relativo a la vida de la cité…
Rovena no acabó de entender el sentido de sus palabras, pero se abstuvo de manifestarlo.
Como si se hubiera percatado de ello, él continuó diciendo en voz baja que, con independencia de lo que le había dicho sobre los chiquillos albaneses, la muerte de los niños serbios le dolía también profundamente. Pero allí en los Balcanes, por desgracia, no sucedía así… En el restaurante, ella le había preguntado por qué razón habían venido a La Haya en secreto, como dos culpables. Debía saber que él jamás había recibido citación judicial alguna más que una o dos veces durante una pesadilla. E incluso en el caso de que recibiera alguna, no se humillaría, continuaría obedeciendo únicamente a su conciencia. Todos deberían acudir aquí a La Haya como a las oficinas del Hades. Cada cual por la salud de su propia alma. En silencio y en penumbra.
A la memoria de Rovena acudió la imagen de la barba y los ojos perplejos del austríaco, en el café, rodeado por los clientes albaneses.
Mientras hablaba, Besfort buscó con los ojos al camarero, con toda probabilidad para pedirle un segundo y último whisky.
Pasada la medianoche, en la cama, antes de hacer el amor, se acordó del tatuajista. ¿Era amable, atractivo, desvergonzado? Un poco de todo a un tiempo, respondió ella. Y cometía el error de todos los hombres en esa clase de circunstancias: aun a sabiendas de que el tatuaje estaba destinado a un futuro encuentro amoroso, preferían creer que la excitación de la mujer estaba relacionada con ellos.
Como en la mayor parte de los casos, el relato de Rovena se quedó a medias. Mientras ella se encontraba en el baño, él encendió el televisor. Los canales se sucedían unos a otros, la mayoría en neerlandés. En uno de ellos le pareció reconocer el nombre de Albania. Siguió buscando hasta dar con las noticias en inglés. La reina ha muerto, le dijo a Rovena cuando ésta salió del baño. Ella creyó no haber oído bien. No la reina de Holanda, no, ha muerto la reina de Albania. Las cejas de ella se arquearon en un gesto de incredulidad. Hace varios meses que sucedió eso, ¿no te acuerdas? Estábamos en el motel, en Durres. Por supuesto que me acuerdo. Pero se trata de la otra. No de la madre, sino de la mujer del heredero. Aja, dijo ella. Qué extraño.
En la pantalla, el cortejo de automóviles negros avanzaba lentamente ante la catedral de Tirana.
Cubriéndole los hombros desnudos, Besfort expresó poco más o menos la misma sorpresa. Era mucho… para un pequeño país ex estalinista, producir en tan breve tiempo dos reinas muertas.
Estremeciéndose, ella se apretó contra él.
13
Las séptimas
Una semana antes de la caída habría resultado difícil determinar si él o ella había tenido un mal presentimiento. El lunes, al enterarse de que él vendría, Rovena cumplió con su visita acostumbrada al ginecólogo. Su vagina se encuentra en excelente estado, le dijo el médico. Eso me alegra, respondió la joven. Luego, sorprendiéndose ella misma ante su reacción, añadió: Mi amante llega el sábado.
Aunque hacía ya cierto tiempo que la tenía como paciente, el médico quedó igualmente sorprendido. Es un hombre con suerte, le dijo, al tiempo que ella se vestía. (Pensé que era una manera de no ofender a la paciente, cuando su confesión excedía sin pretenderlo los límites de la consulta médica.)
Al salir tuvo la sensación de tener aún las mejillas ardiendo de vergüenza. En la calle caía una lluvia fría. Entró en el primer bar que encontró y pidió un café.
Idiota, se dijo a sí misma. ¿Cuándo conseguiría por fin no cometer el viejo error de contarle a cualquiera, con la mayor ligereza y sin ninguna necesidad, cualquiera de sus secretos?
Se consolaba a sí misma con la idea de que el ginecólogo formaba parte en todo caso del círculo más íntimo en las relaciones de una mujer. Meses antes le había manifestado abiertamente su admiración por su competencia profesional cuando, inmediatamente después del chequeo, él le había preguntado: ¿Ha empezado usted a utilizar preservativos?