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Él la seguía con dificultad. Finalmente le pareció atrapar el hilo. Pero era tan extraordinariamente fino que parecía a punto de quebrarse. No creer en el asesinato conducía a no creer que hubiera existido amor.

Bastó la sonrisa incrédula de su interlocutor para que Lulú Blumb perdiera el hilo.

Tras un último silencio, más prolongado que todos los anteriores, comenzó por decir que era natural que el señor investigador le diera una explicación errónea a la insistencia con que ella, Lulú Blumb, se empeñaba en persuadirle de que en la mañana del 17 de octubre, Rovena St. y Besrort Y. no se encontraban ¡untos en el taxi fatal. Él podía tomar esto por un último deseo de la pianista, que, al igual que había pretendido separarlos en vida, deseaba al menos conseguirlo en la muerte. Era su derecho pensar de ese modo, pero ella se mostraría sincera hasta el final. Con el fin de hacerle admitir que había existido realmente un asesinato, ella le desvelaría el más grande secreto de su vida. El que no le había revelado a nadie y estaba hasta entonces convencida de llevarse consigo a la tumba. Le estaba confiando por tanto el terrible secreto de que ella, Liza Blumberg… también había deseado matar a Rovena…

Esta abominación tenía que ver con la pequeña iglesia perdida cerca del mar Jónico. Desde el comienzo ella había oído hablar de las atrocidades que tenían lugar allí: las mujeres arrojadas al mar, los traficantes enloquecidos aullando de risa. Pero no había sentido miedo. Había soñado hasta el final con ese viaje del que ni ella ni Rovena St. regresarían nunca. Si los traficantes no las hubieran arrojado al mar, Lulú misma se habría encargado de aferrar con sus manos el cuello de su amada y la habría arrastrado al abismo… Pero, según se veía, estaba escrito que lo que había debido suceder a bordo de una lancha, en el mar, se consumara sobre la tierra, en el interior de un taxi. Como en todo, Lulú Blumb había llegado demasiado tarde. Después de esta confesión, ella confiaba en que el investigador comprendiera que su proceder contra Besfort Y., como todo resentimiento hacia el hermano criminal, no podía sino pecar de vehemencia. En las horas en que el espíritu busca la paz, ella había rogado por él con la misma devoción que por sí misma.

5

Tras la conmovedora confesión, el investigador estaba persuadido de que Lulú Blumb no volvería más. Había algo extenuante en aquel relato, un acto de cierre de todas las puertas tras el cual no podía esperarse la menor salida.

El investigador comenzó a lamentar amargamente no haberla interrogado con mayor hondura, sobre todo acerca de ciertos puntos oscuros de la historia. Había observado que, cada vez que Lulú Blumb decía que no se extendería sobre tal o cual aspecto, éstos se le revelaban esenciales y a continuación no cesaban de asediar su cerebro.

Esto es lo que había sucedido con el segundo sueño, acerca del que nunca la había interrogado tanto como debía. Ahora se siente defraudado y, como para castigarse por ello, repasa cada vez con mayor frecuencia en su cabeza el sueño en su totalidad, tal como lo ha escuchado de la albanesa residente en Suiza.

No le resulta difícil representarse a Besfort Y. avanzando a través del terreno yermo en medio del cual se alza el edificio mortuorio. Se detiene ante el mausoleo que es simultáneamente motel, cuyas puertas son puertas al tiempo que no lo son. El yeso y el mármol irradian una luz fría. Sabe por qué está allí, pero tanto como lo ignora. Grita el nombre de una mujer sin llegar él mismo a oír lo que sale de su garganta. Esa mujer, en apariencia, se encuentra tras toda esa montaña de mármol y estuco, pues él llama de nuevo. Pero la voz que sale de su boca es tan débil que de nuevo ni él mismo la oye. Un reflejo de luz procedente del interior en el que hasta entonces no ha reparado le empuja a llamar golpeando sobre los cristales tintados. Un leve ruido se percibe entonces y una puerta se abre allí donde no parecía haberla. Un vigilante nocturno, de motel o de templo, aparece. Esa mujer no está aquí, dice el hombre volviendo a cerrar la puerta.

Entre tanto, por una escalinata exterior de caracol que desciende de lo alto, sin duda desde la terraza, avanza efectivamente una mujer. Sus ropas ceñidas la hacen parecer más esbelta, pero su rostro es desconocido. Tras superar el último escalón, se aproxima y enlaza su cuello con los dos brazos. La atracción y la dulzura lo envuelven, pero su nombre, que ella pronuncia quedamente, muy quedamente, permanece inaudible para él. Ella continúa diciendo alguna otra cosa. Sobre su larga espera quizás, allí en el interior. Y tal vez sobre la añoranza que ha debido soportar… Pero no llega a entender nada de su relato. Sólo saca en conclusión que echa en falta algo.

La mujer inclina la cabeza para decirle al menos su nombre o simplemente para besarle, pero de nuevo algo no encaja y él se despierta.

Durante horas enteras, el contenido del sueño no deja alternativamente de contraerse y dilatarse en su espíritu.

Resultaba fácil interpretarlo como el sueño de un asesino. Vuelve al lugar donde ha sido feliz, ésa es la razón por la que el edificio se asemeja a un motel. Pero se asemeja en idéntica medida a una tumba, lo que probaría que, en el mismo lugar donde ha sido feliz, ha matado también.

Ésta era la interpretación obstinada de Lulú Blumb. Sin atreverse a contradecirla, él buscaba otra. Besfort Y. acudía al erial desierto en busca de la que se encontraba encerrada en su interior. Petrificada. Emparedada. La llamaba con el fin de sacarla de allí. De descongelarla. Aunque tampoco a ella le resultaba fácil conseguirlo.

Pero eso es prácticamente la misma cosa, habría replicado Lulú Blumb. Tras el estuco y el mármol se encontraba en todo caso Rovena muerta, con todo lo que eso implicaba.

El investigador proseguía las conversaciones imaginarias con Lulú Blumb, aunque un presentimiento le decía que volverían a encontrarse.

Y así sucedió efectivamente. Su llamada telefónica le regocijó como en la época de la juventud.

Tras haberlo eludido testarudamente, acabaron desembocando en el asunto que a ambos les obsesionaba. Era evidente que, al igual que él, ella había estado imaginando tanto preguntas como respuestas y objeciones sin fin. Por mucho que se esforzaran por no embrollarse, llegó un momento en que la maraña que uno tenía en la cabeza se había mezclado con la del otro. Ambos se daban perfecta cuenta de que no debían permitirse en ningún caso caer en las trampas de un sueño visto por una tercera persona, contado por una cuarta, e incluso a través de una quinta…

Era Lulú Blumb quien, a diferencia del investigador, lograba escapar de aquella bruma y regresar penosamente a la mañana del 17 de octubre y al taxi estacionado bajo la lluvia ante la entrada del hotel. La temperatura era de siete grados, el viento cambiaba de dirección con brusquedad, la lluvia no cesaba un solo instante.

Haciendo esfuerzos por escuchar a Lulú Blumb, el investigador no conseguía apartarse del inevitable sueño. ¿Qué buscaba Besfort Y. en el interior del edificio de mármol, en aquel monumento desolado, postnocturno? A Rovena, sin lugar a dudas, ¿pero a cuál? ¿A la asesinada, a la destruida? ¿Y por qué ella no salía por donde él la esperaba sino por la escalera de caracol? Por todas partes planeaban los remordimientos, desde luego, pero ¿por qué motivo?, ¿y los de quién?, dos de él, los de ella, los de ambos? Habría querido preguntarle a Lulú Blumb, pero ella le pareció demasiado alejada de todo aquello.

6

Su tono al hablar se hacía más insistente. Ella había sido la única que no se había contentado con las explicaciones propuestas hasta entonces acerca del intervalo de tiempo excesivamente prolongado entre la salida del hotel de las víctimas y el instante del accidente. Los testimonios recogidos por ella sobre la mañana del 17 de octubre, los extractos de prensa, los boletines meteorológicos, sobre todo las sucesivas comunicaciones por radio de la policía de tráfico acerca de los automovilistas destacaban por su sorprendente precisión. Todos habían estado de acuerdo en que este hecho era suficiente para que se ganara al menos el derecho a ser escuchada. El otro motivo era la conmovedora recreación que había hecho con su imaginación de la atmósfera del vestíbulo del Hotel Miramax la mañana del 17 de octubre: las lámparas cuyo brillo palidecía ante la proximidad del día, el rostro entumecido por el sueño del portero de noche, y Besfort Y. que se aproximaba para saldar su cuenta y pedir un taxi. Luego su retorno hasta el ascensor, su desaparición seguida de su reaparición, esta vez en compañía de su amiga, a la que conducía, sujetándola con fuerza contra su cuerpo, desde la puerta del ascensor hasta el taxi. A las decenas de preguntas que se le hicieron, el vigilante había respondido invariablemente la misma cosa: Después de una noche prácticamente en blanco, veinte minutos antes de la finalización de su turno, ni él ni ningún otro habría estado en condiciones de discernir con claridad el rostro de una mujer cubierto en su mayor parte por el cuello alzado del abrigo, el sombrero y el hombro del individuo al que iba prácticamente pegada. Todavía menos habría podido distinguir algo el chófer que esperaba en el interior del taxi mientras la lluvia y el viento cambiaban de dirección a cada instante y la pareja, como dos siluetas extraviadas, se aproximaba al vehículo.