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Liza Blumberg continuaba insistiendo en que la mujer joven que había montado en el taxi no era una Rovena… normal. A la pregunta de qué quería decir con eso, ella respondía que tenía la convicción de que la joven mujer, incluso en el caso de que fuera Rovena, no era en realidad más que su apariencia, un remedo suyo.

En este punto de la conversación, ella blandía las fotografías tomadas inmediatamente después del accidente, en ninguna de las cuales aparecía la cara de la mujer. Mientras que el rostro de Besfort Y. era perfectamente identificable, la mirada inmóvil y un trazo de sangre sobre la sien derecha, de la mujer caída de bruces a su lado sólo se distinguían los cabellos castaños y el brazo derecho estirado encima del cuerpo de él.

Este relato se lo había repetido numerosas veces la pianista a los investigadores anteriores. Ellos la escuchaban con más compasión que atención, y cada vez que ella se daba cuenta, se descomponía. Esto era lo que los obligaba, aunque sin la menor convicción, a entablar cierto debate con la mujer. Pongamos que el asesinato resulta plausible. ¿Pero cómo explicar entonces el comportamiento posterior de Besfort Y? ¿Con qué objeto iba a arrastrar el cuerpo muerto, rígido, o sustituido, hasta un taxi? ¿Dónde iba a llevarla, cómo se desembarazaría de ella? ¿Con o sin la ayuda del taxista?

Después de una breve vacilación, ella recuperaba el ímpetu. Por supuesto que el chófer podía haber formado parte del plan. Pero esto era algo de segundo orden. Lo principal era averiguar qué había sucedido con Rovena. Según Liza Blumberg, había sido asesinada fuera del hotel y Besfort Y., solo o con la ayuda de alguien, había conseguido deshacerse del cadáver. Sin embargo, él tenía necesidad de ese mismo cuerpo; dicho de otro modo, tenía necesidad de la apariencia de Rovena St. en el momento de abandonar el hotel. Habían pasado dos noches allí, de modo que cuando llegara la hora de buscar a la joven desaparecida, el primero en ser preguntado sería su amante o pareja, llámenlo como prefieran. Su respuesta era fácil de imaginar: habían abandonado el hotel juntos, él y su amante, por la mañana pronto, como de costumbre ella le había acompañado hasta el aeropuerto y luego, al regreso, había desaparecido. Todo parecía sencillo y convincente, sólo que había necesidad de una cosa, justamente de lo que se había mencionado al principio: un cuerpo, una apariencia.

Bajo la mirada siempre afligida de los investigadores, Lulú Blumb había rematado su hipótesis. Besfort Y., el mismo que había hecho desaparecer tanto el alma como el cuerpo de Rovena, tenía necesidad de su forma humana, de su apariencia.

Debía de haberse devanado los sesos durante largo tiempo acerca del modo de construirse una coartada, dicho de otra forma: con quién o con qué sustituiría a la difunta. A primera vista, eso parecía arriesgado, incluso imposible. En una segunda apreciación resultaba sencillo. Una mujer poco más o menos semejante, al menos en cuanto a la estatura, era fácil de encontrar y de hacer venir al hotel. A falta de una mujer, algo mudo y sin memoria, es decir, sin peligro, pongamos una muñeca hinchable, de esas que se encuentran por docenas en las tiendas de sexo. Hacia el amanecer, en la penumbra del vestíbulo del hotel, difícilmente el portero adormilado repararía en que la mujer surgida del ascensor, tiernamente abrazada por su amante, era diferente de la otra…

En este punto del relato, además del cansancio, en las miradas de los investigadores se percibía la impaciencia. Era lo que había sucedido con el primero, luego con el segundo y también con el tercero. Liza era consciente, por eso en su primer encuentro con este cuarto investigador, cuando llegó el momento de referirse a aquella mañana (la lluviosa madrugada otoñal barrida por las ráfagas de un viento que tornaba aún más desolado el vestíbulo del hotel ante el cual Besfort Y. conducía hacia el taxi el simulacro de su amante), ella esbozó una sonrisa culpable, comenzó a hablar apresuradamente intentando, en vano, eludir la palabra «muñeca» y acabó pronunciándola entre dientes.

Fue justamente esa palabra la que le dio la vuelta a todo. El rostro del investigador se transformó de pronto por completo.

Se ha referido usted a un simulacro, a una muñeca, si no me han engañado mis oídos…

La sonrisa culpable en el rostro de la mujer adquirió apariencia de mueca. Si la palabra le molesta, olvídela, se lo ruego. Se trataba de un sustituto de Rovena, de una fabricación, de una impostura.

Señora, no tiene usted por qué desdecirse. Ha utilizado usted la palabra «muñeca» ¿no es así? Ha dicho justamente ein manikene. Liza Blumb quiso pedir disculpas por su alemán, pero entre tanto el otro ya le había tomado la mano. Ella se estremeció. Esperaba de él palabras ofensivas, las que los otros probablemente habían pensado sin pronunciarlas. En lugar de eso, para su sorpresa, sin soltarle la mano, murmuró: Honorable señora…

Era su turno de preguntar si esas palabras habían sido pronunciadas en verdad o eran fruto de su imaginación.

Sus ojos estaban vacíos, como si estuvieran vueltos para mirar en el interior de su cráneo.

7

En realidad, en la mente del investigador se estaba produciendo una insoportable mutación. El enigma que llevaba tiempo tratando de resolver se desvelaba de pronto. Quiso decir: Señora, me ha dado usted la clave del misterio, pero le faltaba la energía precisa para pronunciar esas palabras.

La niebla se disipaba con rapidez en torno al misterio. Lo que el chófer había visto en el retrovisor del taxi no era más que un duplicado. De modo que el viajero, el hombre, hacía esfuerzos por besar una simple forma. O la forma, por besar al hombre.

Esto era lo esencial; el resto, dónde había matado a Rovena, si había existido realmente asesinato, por qué razones, si los secretos de la OTAN, por ejemplo, habían constituido la razón más plausible, dónde había sido abandonado el cuerpo, qué se había hecho de la muñeca más tarde, todo eso era secundario.

¡Dios mío!, exclamó en voz alta. Ahora recordaba con claridad que en algún punto de su informe se hablaba precisamente de una muñeca. De una muñeca femenina despedazada por los perros.

Allí estaba la explicación y en ninguna otra parte. El secreto que les había perturbado a todos. De igual modo que aquellas palabras inquietantes, como surgidas de un universo de plástico: Sie versuchten gerade, sich zu küssen. Ellos hacían esfuerzos por besarse.