Pasados los gritos, la voz del investigador recuperó la calma. Había llegado cargado de entusiasmo a ver al otro, con la esperanza de que su descubrimiento lo regocijaría también a él. Pero el otro no quería saber nada. No, ninguno de ellos quiere nada contigo, dijo para sus adentros dirigiéndose a la muñeca. Todos te ignoran excepto yo.
En silencio, extrajo de su cartera las fotografías de los dos accidentados. Para que su señoría pudiera examinarlas una vez más. Para que se convenciera de que el rostro de la muerta no aparecía por ninguna parte…
El otro hurtaba la mirada. Estaba asustado, balbuceaba. ¿Por qué la revelación del secreto dependía únicamente de él? Y si la muerta no era, como decía, una mujer, sino una muñeca, ¿por qué la policía no había dicho nada?
Zorro, se dijo el investigador. Era la misma pregunta, incluso la primera de todas, que él le había hecho a Liza Blumberg. Después de la cual, de forma sorprendente, antes de escuchar su respuesta, la bruma había envuelto todas sus cavilaciones.
El chófer continuaba balbuceando. En su taxi había sucedido algo inexplicable. Algo que no encajaba de ningún modo… Pero ¿por qué la respuesta se la pedían únicamente a él?
Tú eres el único que no tiene derecho a quejarse, le interrumpió el investigador. Llevo mil años preguntándote cómo te las ingeniaste para estrellarte por la sola visión de un beso y no eres capaz de responderme.
Permanecían los dos como aturdidos por el cansancio. También tú podrías preguntarme miles de veces cómo he podido creer a Liza Blumb y yo no sabría responderte. Todos nosotros podríamos preguntarnos los unos a los otros: ¿Con qué derecho vienes a preguntarme en mitad de la noche por algo que tú mismo no eres capaz de discernir?
Estaba demasiado cansado para contarle cómo, muchos años atrás, cuando era estudiante de bachillerato y le llevaron por primera vez a visitar una exposición de pintura moderna, todos quedaron asombrados, incluso se echaron a reír ante las imágenes de personas con tres ojos, con los pechos desplazados, o de jirafas en forma de bibliotecas en llamas. No os riáis, les dijo alguien. Más adelante comprenderéis que el mundo es más complicado de lo que parece.
El investigador había recuperado la serenidad, incluso la emoción volvió a aparecer en sus ojos.
Existen distintas verdades además de la que nos parece ver, dijo en voz baja. Nosotros no las conocemos. No queremos conocerlas. No podemos. Tal vez no debamos. El, su compañero de infortunio, estaba diciendo que en su taxi había ocurrido algo que no encajaba. Puede que eso fuera lo esencial. El resto era superfluo. En tu taxi sucedió algo diferente de lo que tú viste. En el asiento trasero se sentaban culpable e inocente, asesino y tal vez asesina, muñeca, apariencia, formas y espíritus, a veces juntos y otras separados, como aquellas jirafas entre las llamas. Lo que tú viste y lo que yo me he imaginado están posiblemente todavía lejos de la verdad. No en vano los antiguos sospechaban que los dioses no nos habían dado a nosotros los humanos el saber y los conocimientos superiores. Esa es la razón por la que nuestros ojos, como de costumbre, estuvieran ciegos ante lo que sucedía.
El investigador se sentía tan exhausto como tras un ataque de epilepsia.
La historia entera podía haber sido diferente. A estas alturas, no se extrañaría si le dijeran que lo que él había estado investigando era algo tan dispar como la biografía del Papa de Roma, el expediente de un crédito bancario o el relato de una joven importada del antiguo Este en las desconsoladoras dependencias de la policía de fronteras de un aeropuerto.
Voy a hacerte una pregunta más, dijo con voz queda. Tal vez la última. Quisiera saber si durante la carrera hacia el aeropuerto sentiste algún ruido inexplicable, que al principio pudieras haber tomado por un fallo del motor, pero que no era eso. Un sonido por completo ajeno a la autopista, como un galope de caballo que marchara en vuestra persecución…
Se puso en pie sin esperar la respuesta.
9
La renuncia a la descripción de la última semana, en lugar de disgustarle, le procuraba ahora sosiego.
Estaba convencido de que no sólo los últimos instantes, en el taxi, sino la totalidad de la última semana se revelaba inenarrable. De ahí que no solamente la interrupción de la crónica no le causara ya el menor sentimiento de pecado sino que, por el contrario, continuar es lo que se le habría antojado un sacrilegio.
De todo gran secreto escapa siempre una fuga fortuita. Cabía en lo posible que del aterrador depósito donde los dioses guardaban los conocimientos supremos, aquellos que les estaban vedados a los humanos, una vez cada siete mil, cada diez mil, cada setenta mil años, se filtrara alguna cosa al exterior. Y entonces, los ciegos ojos de los hombres, como sucede cuando el viento levanta por casualidad el borde de una cortina, durante un breve y único instante distinguían de pronto aquello para cuya aprehensión harían falta siglos.
En aquella brizna de tiempo, ellos cuatro, los dos viajeros además del conductor y el espejo retrovisor, se habían encontrado en apariencia situados en un campo de visión imposible.
Sucedió algo que no encajaba, había dicho el conductor. Por tanto algo que se le escapaba a cualquiera. ¿Una turbia historia de sangre? ¿Una deuda contraída antaño ante su férreo código y que no podía ser saldada por las generaciones humanas más recientes?
Era probable que en la última semana Rovena y Bes-fort Y. se hubieran visto arrastrados por un torbellino del que en vano trataban de escapar. O tal vez habían llegado demasiado lejos y pretendían ahora deshacer lo andado.
¿En qué consistían aquellos viejos pactos? ¿Dónde se establecían y por qué era imposible romperlos?
Durante las primeras horas de la mañana sucedía a veces que la historia adoptaba un color diferente. Una historia de espíritus a los que les faltaban los cuerpos. De esta disociación de los cuerpos se derivaba sin duda la sensación de aturdimiento nebuloso y de liberadora ebriedad, de distensión de los vínculos entre la esencia y la forma.
El expediente de la investigación revelaba que, aquí y allá, Rovena St. y Besfort Y. habían aludido varias veces a esa disociación. No podía excluirse que también se hubieran arrepentido de eso.
Como raros fulgores de diamante, el investigador pasa revista ahora a las escasas ideas que ha intercambiado con la pianista sobre el último sueño de Besfort Y.
¿Qué buscaba en el mausoleo-motel? Ambos estaban de acuerdo en que acudía en busca de Rovena. De la asesinada, según Lulú Blumb. De la metamorfoseada, según él. Tal vez algo semejante a lo que buscan millones de hombres: la segunda naturaleza de la mujer amada.
Durante horas enteras imagina a Besfort Y. ante la estuquería a la espera de la Rovena original. Luego, en el taxi, al lado de su forma huidiza, experimentando aquello que jamás nadie ha podido vivir hasta hoy.
10
Era un mudo mediodía de domingo cuando, después de un largo silencio, Liza Blumberg telefoneó. A diferencia de otras oportunidades, su voz era cálida, como acabada de despertar. Le llamo para decirle que retiro de forma definitiva toda sospecha sobre el asesinato de mi querida amiga Rovena por parte de Besfort Y.
¿Cómo es eso?, respondió él. Estaba usted tan segura…
Tan segura como ahora estoy de lo contrario.
Aja, asintió él tras un silencio.
Esperó a que la otra añadiera algo o colgara el teléfono.
Rovena está viva, continuó Lulú Blumb. Simplemente se ha cambiado el color del cabello y se hace llamar en adelante Anevor.
Ya avanzada la tarde, Lulú Blumb acudió para contarle lo que había sucedido la noche anterior.
Estaba tocando el piano en el bar nocturno, justo en el mismo donde ellas dos se habían conocido años atrás. Se encontraba pues en el mismo lugar y a la misma hora, poco antes de la medianoche, con el alma cargada de tristeza, cuando Rovena se le apareció. Había sentido su presencia desde el instante en que empujó la puerta de entrada, pero un indecible temor, el miedo a que la otra cambiara de opinión y se marchara por donde había venido, le impidió levantar los ojos de las teclas del piano.