La recién llegada avanzó lentamente entre las sillas para situarse precisamente en el lugar donde se había sentado antaño, la noche fatal en que se conocieron. Se había teñido el cabello de rubio, al parecer para no ser reconocida, según comprendí más tarde, pero sus andares eran los mismos, al igual que sus ojos, desde luego, aquellos ojos imposibles de olvidar después de haberte cruzado con ellos una sola vez.
Acabaron por tanto entrelazando sus miradas como entonces, aunque una invisible barrera obligó a Lulú Blumb a respetar el deseo de la visitante de no ser reconocida.
Entre tanto, toda la emoción del reencuentro vinculada a la prolongada ausencia, al deseo y a la frustración era transmitida por sus dedos a las teclas del piano que durante tanto tiempo continuaron siendo para ella in-disociables del cuerpo de su amada.
Al finalizar la pieza, agotada, cabizbaja, mientras escuchaba murmullos de admiración, esperó a que, entre sus admiradores, también ella acudiera a felicitarla de nuevo.
La otra acudió realmente en último lugar, pálida de emoción. Rovena, alma mía, había gritado interiormente Liza Blumberg, pero la otra susurró otro nombre.
Esto no impidió que repitieran las palabras de entonces, y finalmente, poco antes del cierre del bar, que se reencontraran las dos, lo mismo que entonces, en el coche de la pianista.
Durante largo rato se besaron en silencio, y aunque, por dos veces, Liza repitió el nombre de Rovena, la otra no respondió. Continuaron besándose, las lágrimas mojaban sus mejillas pegadas la una a la otra, y sólo en el lecho, mucho después de la medianoche, al borde del sueño, cuando Liza le dijo por fin: Tú eres Rovena, ¿por qué lo ocultas?, la otra respondió: Me tomas por otra. Tras un silencio repitió de nuevo: Me tomas por otra, para añadir a continuación: ¿Pero qué importancia tiene?
Qué importancia tenía, en efecto, se dijo Lulú Blumberg. Era el mismo amor, sólo que bajo otra forma.
¿Has pronunciado un nombre?, murmuró la muchacha. ¿Has pronunciado el nombre de Rovena? Pues bien, si le gustaba tanto, podía llamarla por su anagrama, como se había convertido en moda últimamente: Anevor.
Anevor, se repitió para sí Lulú Blumb. Sonaba como un antiguo nombre de hechicera. Podrás teñirte el pelo, cambiar de pasaporte y hacer mil y una piruetas, pero nada en el mundo podrá hacerme dudar de que eres Rovena.
Mientras le acariciaba los pechos, descubrió la cicatriz de la herida causada por el revólver en el espantoso motel albanés. Depositó en ella un leve beso, sin decirle nada.
Tenía tantas preguntas que hacerle. ¿Cómo había conseguido escapar de Besfort Y.? ¿Por qué medio había burlado su vigilancia?
Rovena podía haber hecho lo que se le antojara con su cuerpo, pero en el fondo, aunque quisiera, no podía cambiar nada.
Al día siguiente, Lulú Blumberg tocaría el piano en su casa, y el teclado, y la música de Bach que surgiría de él, y el universo todo estarían impregnados de los efluvios más íntimos del cuerpo de la joven mujer.
Con este pensamiento se había quedado dormida. Al día siguiente, cuando despertó, Rovena se había ido. Habría creído que todo aquello no había sido más que un sueño si no hubiera encontrado su nota sobre el piano:
«No he querido despertarte. Te doy las gracias por este milagro. Tuya, Anevor».
Así fue, dijo con voz cansada tras un silencio, antes de levantarse para salir.
Los ojos del investigador, como le sucedía con frecuencia, permanecieron clavados sobre la última fotografía en la que se percibían los cabellos castaños de Rovena y su delicado brazo extendido sobre el pecho de Besfort Y., en dirección al nudo de la corbata, como si hubiera pretendido en el último momento aflojarlo un poco para facilitar la salida de su espíritu atormentado.
Desde la ventana, el investigador siguió con la mirada a la mujer que atravesaba el cruce. Un trueno lejano le hizo balancear la cabeza en señal de negación sin saber él mismo a quién se dirigía ese «no» ni qué era lo que rechazaba de ese modo.
Ya se había ido también Lulú Blumb. Lo había abandonado quedamente, lo mismo que no pocas otras cosas de este mundo, y tal vez aquel estruendo estacional constituyera una especie de despedida por su parte.
Ahora se quedaría sin nadie, como antes, solo con el enigma de los dos extranjeros que nadie le había pedido resolver.
11
Tal como le ha sucedido a menudo con anterioridad y como le sucederá cientos de veces más hasta el fin de sus días, el investigador no tiene grandes dificultades en imaginar el trabajoso avance del taxi entre el flujo de vehículos en la brumosa mañana del 17 de octubre. El choque de las gotas de lluvia contra los cristales, las largas detenciones, las lenguas de Europa, los nombres de marcas y de ciudades lejanas escritos sobre el costado de los largos camiones: Dortmund, Euromobil, Hannover, Helsingor, Paradise Travel, Den Haag. Esos nombres, al igual que las palabras casi inaudibles: Qué caos es éste, voy a llegar tarde al avión, contribuyen a su angustia.
Es tarde, no cabe duda. Ellos desearían echarse atrás, aunque no lo admitan. La trampa se cierra sobre ellos por ambas partes. Volvamos, cariño. No podemos. Hablan en voz baja sin saber que el otro les escucha. Ya no hay retorno posible. En el espejo retrovisor aparecen alternativamente los ojos del uno y los de la otra. La carretera parece despejarse un poco. Más allá vuelve a atascarse. Tal vez espere el avión. Francfort. Intercontinental. Viena. Monaco-L'Hermitage. Kronprinz. Ella siente vértigo. Pero si ésos son los hoteles donde hemos estado. (Donde hemos sido felices, susurra con aprensión.) ¿Por qué se vuelven de pronto contra nosotros? Lorelei. Schlosshotel-Lerbach. Ernst Excelsior. Biarritz. El trata de estrecharla contra su pecho. No tengas miedo, amor. Parece que la carretera se despeja. Tal vez se haya retrasado el avión. Le ha echado el brazo sobre los hombros, pero el gesto mismo parece distante, como olvidado. ¿Qué son esos toros negros?, dice ella. ¡Sólo eso nos faltaba! En lugar de responder, él murmura algo acerca de las puertas de una prisión que espera encontrar todavía abiertas antes de que el sol se ponga. Ella vuelve a tener miedo. Querría preguntar, ¿qué error hemos cometido? Él se esfuerza por atraerla hacia sí. ¿Qué haces? Me estás ahogando. El taxi acelera. Los ojos del chófer, como fijos en algo, quedan inmóviles sobre el cristal del espejo. La luz penetra por uno y otro lado. Pero es excesiva, implacable. Ella inclina su cabeza sobre el hombro de él. El taxi comienza a trepidar. Una presencia extraña se ha instalado en su interior. Inaprensible, sorda. Junto con sus instrumentos y sus leyes amenazadoras. ¿Qué está sucediendo, qué error estamos cometiendo? Los labios de ambos se aproximan todavía más. No se debe. No se puede. Los instrumentos y las órdenes que lo prohíben están por todas partes. Él dice algo que no puede oírse. Por el movimiento de sus labios, parece un nombre. No es el nombre de ella. Es el de otra. Lo vuelve a pronunciar, y de nuevo resulta inaudible, como en el sueño de estuco. Invoca con sus gemidos a la que ha asfixiado con sus propias manos. Le implora: Regresa, vuelve a ser la que eras. Pero ella no puede. De ningún modo. Minutos, años, siglos enteros, hasta que una fisura lo hiende todo. Y del estuco, entre el estruendo, emerge por fin el nombre: ¡Eurídice! Entonces la vibración cesa de pronto. Se diría que el taxi se ha separado bruscamente del suelo. Eso es lo que parece en realidad. Con las puertas abiertas, podría creerse que al taxi le han salido de pronto alas. Y de este modo transformado avanza surcando el cielo. A menos que nunca haya sido un taxi sino otra cosa que ellos no hubieran podido percibir. Ahora es demasiado tarde. Ya nada se puede rectificar.