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Rovena y Besfort Y. ya no están… Anevor…

…odnum etse ed nos on ay Y. trofseB y anevoR

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Se sumía cada vez más a menudo en un estado de profundo letargo. Sólo se animaba al pensar en su testamento. Antes de redactarlo esperaba una última respuesta del Instituto europeo de accidentes de carretera. La respuesta tardó mucho en llegar. El instituto había aceptado sus condiciones: a cambio del retrovisor interior del taxi, él ofrecía el fruto de sus indagaciones.

En las oficinas donde se presentó lo miraban con asombro, incluso con cierta conmiseración, como ocurre con un enfermo. Con idéntica disposición de ánimo lo recibieron en el almacén de desechos. La búsqueda del espejo se prolongó largamente, tanto que al final, cuando acabaron por entregárselo, no daba crédito a sus ojos.

La redacción del testamento no fue cosa fácil. Mientras se preparaba para hacerlo, descubría cada día que el universo testamentario carecía de fronteras. Desde tiempos inmemoriales, las crónicas ofrecían toda suerte de modalidades. Ultimas voluntades en forma de venenos, de dramas antiguos, de nidos de cigüeña, de quejas de minorías étnicas o de proyectos de metro. Las piezas anexas que los acompañaban no eran menos desconcertantes, desde los revólveres y los preservativos hasta los oleoductos y el diablo sabe qué más. El retrovisor del taxi enterrado a la espera de la resurrección junto al hombre al que había obsesionado en vida era el primero en su género.

Entregó el texto para su traducción al latín, luego a las principales lenguas de la Unión Europea. Durante semanas enteras se ocupó de enviarlo a todos los institutos posibles, espigados de Internet. Centros arqueológicos. Centros de estudios e investigaciones psicomísticos. Cátedras de geoquímica. El Gran Bunker de la muerte en Estados Unidos. Finalmente el Instituto Mundial de los Testamentos.

Mientras se ocupaba de estos pormenores, de aquí o de allá le llegaban informaciones confusas. Una parte se relacionaban con la vieja sospecha de asesinato cometido por Besfort Y. en la persona de su amada. Como entonces, las opiniones estaban divididas, mientras que una tercera hipótesis admitía con toda probabilidad que Besfort Y. había cometido un asesinato, si bien resultaba imposible datar el hecho. Y dado que era así, sus partidarios se veían en la obligación de renunciar a la idea del asesinato, a menos que éste, consideradas las circunstancias, se hubiera llevado a cabo en otro espacio, allí donde los actos existen pero al margen del tiempo, pues, en tales zonas, el tiempo no existe.

Como era de esperar, a esto se añadió el rumor de que Rovena St. estaba aún viva. Además, el rumor no se refería sólo a ella: se contaba que Besfort Y. había sido visto mientras atravesaba corriendo un cruce de calles con el cuello del abrigo alzado con el fin de no ser reconocido. Incluso lo habían visto una vez en Tirana, al término de una cena, sentado en un sofá, mientras trataba de convencer a una mujer joven de que hiciera con él un viaje por Europa.

Absorto en el testamento, él trataba de hacer oídos sordos a todo esto. Retomaba el texto todos los días, deseando sustituir aquí y allá alguna palabra, que borraba para volver a reponerla a continuación, aunque siempre sin cambiar nada del contenido.

Lo esencial del testamento se refería a la reapertura de su tumba, allí donde, en el interior del ataúd de plomo, junto a sus despojos, quedaría instalado el famoso espejo retrovisor.

Al comienzo había establecido un plazo de treinta años para la reapertura. Más tarde lo sustituyó por cien, hasta que por fin volvió a enmendarlo para situarlo en mil años.

El tiempo de vida que le restó lo pasó imaginando lo que encontrarían tras la apertura de su tumba. Está convencido de que los espejos ante los cuales las mujeres se engalanaban antes de ser besadas o asesinadas retenían algo de ellas mismas. Pero en este mundo despreciativo no se le había ocurrido a nadie ocuparse de ellos.

Tenía la esperanza de que lo sucedido en el taxi que conducía a los dos amantes hacia el aeropuerto, mil años atrás, habría dejado una huella, por tenue que fuera, en la superficie de vidrio.

Ciertos días, como entre la bruma, creía discernir los contornos del enigma, pero llegaban otros en que le parecía que el espejo, aunque había permanecido mil años junto a su cráneo, no devolvía, opaco, más que la nada infinita.

Tirana, Mali i Robit (Monte del Cautivo),

París, invierno de 2003-2004

Ismaíl Kadaré

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