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El expediente hacía pensar ahora en el avión que, después de haber atravesado cielos despejados y clementes, penetra de nuevo en una zona de turbulencias y nubarrones. Sombrías suposiciones que desembocaban en sospechas, frases de doble sentido, diálogos indescifrables extraídos de recuerdos de ciertas conversaciones telefónicas, se remontaban hasta la superficie para volatilizarse de nuevo en el torbellino del caos. En tu última carta me hablas de sumisión. ¿De verdad has soñado tú, aunque sea por un instante, una cosa parecida? ¿Pero acaso no sabes que, arrodillado, yo podría haber sido todavía más peligroso? Ella: Lo que me ha terminado por cansar, créeme, es esta incomprensión entre nosotros. Éclass="underline" No tienes por qué devanarte los sesos a ese respecto. Ésa es una tristeza que procede del cuerpo, no del espíritu. Él me dijo ayer: Debes atenerte a nuestro pacto. ¿Qué pacto es ése? Es la primera vez que lo mencionas. ¿De verdad? Si es verdad que me consideras tu amiga, debes ser más clara conmigo. Tienes razón, pero ¿crees que me resulta fácil serlo? En esta historia, todo se oscurece cada vez más. ¿Has oído hablar de Empédocles? Hum, algo me recuerda ese nombre, pero no estoy segura. Tampoco yo lo conocía. Es un antiguo filósofo que, empujado por la curiosidad de ver lo que ningún ojo humano había contemplado jamás, se arrojó al cráter del Etna. ¿Ah, de verdad? ¿Y qué relación tiene eso contigo? No conmigo, con nosotros dos. Sigo sin entender nada. Fíjate, un día en que él me decía que estábamos experimentando algo desconocido, me habló de ese famoso Empédocles. Rovena, no te comprendo. ¿No estarás pensando en arrojarte por cualquier precipicio porque un loco haya hecho lo mismo hace cinco mil años? No te precipites, espera un poco. No soy tan insensata como para dejar que me propongan cosas semejantes. Era solamente una comparación. Una metáfora, como nos enseñaron en la escuela. De todos modos, incluso así, con sólo imaginarlo, me produce estremecimientos. Por supuesto que es para asustarse. Me lo has dicho tú y me ha producido de inmediato escalofríos. Arrojarse a la lava por pura curiosidad… Bonita curiosidad, te lo aseguro. ¿Pero por qué ha sido así, incandescente, como has imaginado el cráter? ¿Cómo? Quiero decir que si pensaste en el cráter con lava o sin ella. ¿Y qué importancia tiene eso? Cuando se dice volcán, es en lava en lo que se piensa. En cambio yo lo he imaginado apagado, negro, desolado. Y con esa apariencia me ha parecido doblemente terrorífico. Espera, él decía que es así como se imagina la caída en el interior de un agujero negro, para salir a otras zonas… Escucha, Rova, escúchame, cariño, y no me lo tomes a mal. Harías bien viniendo cuanto antes a descansar unos días aquí. El aire de los Alpes te sentará bien. No divertiremos las dos juntas, como antaño. Recordaremos los buenos tiempos de la facultad. ¿Te acuerdas de los versos de aquel muchacho de Durres que seguía un curso paralelo?

Rova es un antibiótico,

rovaminicina lo llaman.

Pero Rovena es una chica estupenda,

y eso todo el mundo lo sabe.

Las palabras «tengo miedo» pronunciadas por la joven mujer, repetidas con más frecuencia que cualesquiera otras, servían de punto de partida al investigador para abordar lo relativo a la versión del conductor del taxi. Tengo miedo de no sé muy bien qué. No, no sé por qué, había repetido ella. Finjo no tener miedo de él. Él también actúa como si ya no me diera miedo. Pero nada de todo eso es verdad.

¿Por qué te impresionó tanto lo que viste o lo que te pareció ver en el espejo retrovisor?

La pregunta, aunque extraída de las actas escritas, no había perdido nada de su fuerza sugestiva.

¿Te trajo algo a la memoria esa visión? ¿Aunque de manera ambigua, indirecta? ¿Una negativa, un impedimento, algo que no debía tener lugar?

No sé qué decir. No estoy seguro.

¿Tuviste miedo?

Sí.

Miedo lo habían tenido todos en esta historia. Con razón y sin ella. Unos de otros, de sí mismos, de algo que continuaba ignorado.

Una parte de ese miedo había pasado por el retrovisor del taxi. La otra parte, no se sabía por qué canales desconocidos.

El investigador consiguió al fin no sólo entrevistarse con Lulú Blumb, sino incluso convencerla para que hablara y completara su testimonio. Resultaba difícil descartar sus sospechas de asesinato. Pero tampoco era fácil aceptarlas.

La mujer contenía a duras penas su resentimiento. ¿Es que son ustedes ciegos o lo aparentan?, protestaba una y otra vez. Según ella, su mentalidad asesina se olfateaba a distancia. Su sueño o para ser más exactos su temor onírico al Tribunal de La Haya lo demostraba a las claras.

El investigador ardía en deseos de interrumpirla para replicarle que La Haya aterrorizaba a no poca gente en el mundo aquella temporada. Serbios, croatas, albaneses, montenegrinos, podía decirse que toda la península balcánica temblaba con sólo pensar en él. Pero el investigador lograba contenerse.

La mujer continuaba insistiendo en que no sólo aquel en que se lo convocaba ante el Tribunal, sino tampoco el otro sueño, aquel que se había convertido en costumbre clasificarlo como indescifrable, misterioso, etcétera, para ella, Lulú Blumb, ocultaba enigma alguno. Como sin duda sabía el señor investigador, aparecía en él un monumento mortuorio, algo entre el mausoleo y el motel, al que el hombre llega y llama en busca de alguien. Ese alguien, según resulta más tarde, es una mujer joven. Está encerrada allí, o congelada, en otras palabras, asesinada.

De acuerdo con los términos de la investigación, Besfort Y. había tenido ese sueño una semana antes de la muerte. Por lógica, habría debido tenerlo más tarde, después de haberse deshecho de Rovena. Pero como el señor investigador sin duda alguna ya sabía (incluso mejor que ella), un desplazamiento de este orden es de lo más habitual en el mundo de los sueños. Con la mayor de las certezas, aquel sueño testimoniaba que, en el inconsciente de Besfort Y., la decisión de desembarazarse de Rovena estaba ya tomada.

Tanto cuando la creía como cuando no daba el menor crédito a sus palabras, el investigador escuchaba a la pianista con la misma infatigable curiosidad. La mujer poseía un don especial, derivado tal vez del ejercicio de la música, para engendrar una atmósfera evocadora, sobre todo de acontecimientos conjeturados. De este modo, por ejemplo, siempre que mencionaba el último de los sueños, no olvidaba jamás aludir a la luminosidad de la medianoche, cuya procedencia podía atribuirse tanto al estuco de color claro como a la ausencia de esperanza.

En cuanto a la otra evocación, la del amanecer del día 17 de octubre, cada vez que se hacía referencia a ella, suscitaba en el espíritu del investigador una embriagadora flojedad de la que sólo con gran esfuerzo conseguía desprenderse.

Decenas, centenares de veces se representaba la marcha de Besfort Y. entre la lluvia y la niebla manteniendo apretada contra su cuerpo una forma femenina de la que no se sabía bien si era verdadera o falsa.

Como atrapado por esa visión, consiguió a duras penas librarse de ella para hacer la siguiente pregunta: Pero ¿y después?, ¿qué sucedió después, según tú?

Presa de su propia trampa, Lulú Blumb no parecía sentir deseos de responder. El continuaba haciendo preguntas para sus adentros, diciéndose tras cada una que si ella fruncía el ceño sin haberlas escuchado, a saber lo que haría si las expresaba en voz alta. Así pues, qué es lo que sucedió a continuación, señora Blumb, proseguía en su fuero interno. Sabemos que ella le iba a acompañar al aeropuerto, pero que no viajaría con él. Sabemos por tanto que todo lo que había de suceder no podría tener lugar más que en el interior del taxi, entre el hotel y la terminal del aeropuerto. Y efectivamente algo sucedió, pero se llevó consigo tanto al taxi como a todos sus ocupantes. Es poco más o menos como imaginar que mientras dos países se están haciendo la guerra, todo el globo terrestre es sacudido de pronto por un cataclismo… Tal vez usted piense que una muerte perpetrada o simplemente proyectada es la misma cosa. Hay momentos en que a mí también me lo parece. Pero incluso en ese caso nosotros debemos esforzarnos por desvelar el guión imaginado por el asesino, con independencia de que cualquier factor externo, y no él mismo, se haya encargado de llevarlo a cabo. Tras la partida en taxi del hotel, las posibilidades de tal puesta en práctica eran limitadas. Salvo que a lo largo del trayecto se detuvieran en alguna parte, en las proximidades de una casita o un lugar apartado… Conductor, deténgase aquí, por favor… Tenemos un asunto que resolver en aquella capilla de allá…