– A no ser que su primer objetivo sea ponernos nerviosos con sus exigencias y, cuando obtengan lo que quieren, hacer saltar El Greco por los aires -apunta Guikas.
– Sí, pero se arriesgan a que descubramos su juego y que nos atrevamos a llevar a cabo una operación de rescate, siguiendo la sencilla lógica del «de perdidos al río».
– ¿Y si han llenado el barco de explosivos? -observa Stazakos.
– Es una posibilidad, pero dejémosla para más adelante -responde Chaliapin con una sonrisa malévola.
Me entran ganas de levantarme e irme, pero me quedo, tal vez debido a ese instinto masoquista de la persona angustiada que no quiere oír buenas noticias, sino saber cuándo tocará fondo.
– Supongamos por un momento que sean palestinos -continúa Chaliapin-. ¿Os parece, con toda franqueza, que repetirían un secuestro como el del Achille Lauro? Las cosas han cambiado mucho desde 1985.
– We spoke to Mosad -interviene Parker-. El Mosad no lo descarta, pero sólo sobre el papel. Por otro lado, considera que en estos momentos los palestinos no tienen ni hombres en el extranjero, ni dinero, ni infraestructura para operaciones de esta envergadura.
Chaliapin está de acuerdo. Se apoya en el respaldo de la silla, se agarra a la mesa con ambas manos, y nos mira con el aire de quien va a hacer una declaración muy seria.
– Señores, ¿han barajado la posibilidad de que se trate de terroristas chechenos?
Si he de juzgar por nuestra expresión, incluida la de Parker, ni siquiera se nos había pasado por la cabeza. Chaliapin confirma satisfecho que su proyectil ha dado en el blanco.
– Les recuerdo que los chechenos siguen llevando a cabo secuestros. Cometieron uno en octubre de 2002, en un teatro de Moscú, y tuvimos ciento veintinueve víctimas; lo repitieron el 1 de septiembre de 2004 en Beslan, con un balance de trescientos treinta muertos. En principio, ni en Moscú ni en Beslan formularon ninguna exigencia. Sólo jugaron con nosotros para provocar el pánico y descolocarnos. Tampoco hubo una organización que reivindicase la autoría. Meses después, Vasaiev afirmó que él había planeado los dos ataques. -Hace una pausa y prosigue-: Ustedes tienen el mismo problema. Los terroristas no se identifican ni formulan demanda alguna. Y vuelvo a lo que ha dicho usted antes, comandante Stazakos: si son chechenos, seguro que han llenado el barco de explosivos.
Noto que un sudor frío me recorre el cuerpo. Si Chaliapin ha acertado y son chechenos, Pródromos y yo ya podemos ir buscando una funeraria. No soy experto en terrorismo, pero, por lo poco que sé, no ha habido hasta ahora ni un solo ataque checheno que no se haya saldado con más muertos que vivos.
– ¿Por qué se arriesgarían los chechenos a actuar en Grecia, y en alta mar? ¿Qué provecho obtendrían? -pregunta Parker, el más sereno de todos nosotros, porque es el más experto, o el menos implicado. Y con una leve dosis de ironía añade-: Nosotros no podemos afirmar que controlemos tan bien los Estados Unidos como para descartar un ataque terrorista en nuestro suelo. ¿Y vosotros protegéis Rusia tan maravillosamente bien que los desesperados chechenos han de venir a Grecia a cometer atentados?
Chaliapin sonríe con convicción:
– ¿Cuántos rusos viajan en el barco?
Stazakos consulta sus papeles.
– Siete. Tres hombres y cuatro mujeres.
– De los tres hombres, uno es un general que sirvió en Grozni. Otro es un agente del servicio secreto especialista en temas de terrorismo, estuvo en Afganistán y después en Chechenia.
– ¿Y cree que se han arriesgado a secuestrar un barco entero sólo por estos dos? -pregunta Guikas.
– ¿Saben lo que supone demostrar a los rusos que los altos mandos de su ejército y de los servicios secretos no están seguros en ningún lado, que se les puede atacar en cualquier rincón del planeta? ¿Y saben qué capacidad de negociación tienen estos dos hombres que ahora han caído en su poder?
No parece que a Guikas le convenza mucho el argumento de Chaliapin.
– No sé… Lo cierto es que han pedido medicinas para los enfermos y comida para los niños -resume.
Chaliapin tiene su respuesta preparada:
– No olviden lo que pasó en Beslan. Cuántas mujeres y niños murieron. No son estúpidos, saben el riesgo que corrieron en aquella carnicería y no quieren caer en el mismo error. La verdad, no me extrañaría que primero dejasen ir a los ancianos y a los niños, y que después empezasen a matar.
Intento calcular cuántos números tengo hasta que lleguen a Katerina y a Fanis, si la teoría de Chaliapin es correcta. El primer número es para el general ruso, el segundo para el agente de los servicios secretos.
A partir de ahí, se abre un abanico de posibilidades. ¿Por qué matar primero a los extranjeros y después a los griegos? Esta gente no distingue entre blancos y negros, todos estamos hechos de la misma pasta, como decía mi padre.
– ¿Tú qué opinas, Fred? -pregunta Guikas a Parker, que hasta el momento se ha mostrado extraordinariamente cauto delante del ruso.
– Teniendo en cuenta que desconocemos su identidad, no podemos descartar nada. Todo es posible. Si la hipótesis de que sean chechenos parece demasiado aventurada, farfetched, igualmente lo es la de que se trate de palestinos o de fundamentalistas islámicos.
A Chaliapin se le ilumina la cara cuando oye hablar a Parker.
– Por nuestra parte, estamos dispuestos a ayudarles y a enseñarles nuestro modus operandi.
Ya la hemos liado, me digo para mis adentros. Su modus operandi ya lo vimos en el teatro de Moscú y en Beslan. Asaltad el barco, da igual quién muera. No, si al final acabaremos diciendo aquello de «con amigos como éstos, ¿para qué queremos enemigos?».
Parece que Guikas ha llegado a la misma conclusión, porque se dirige a Chaliapin en un tono tan amable como impreciso:
– Agradecemos su ofrecimiento, señor Chaliapin, pero hemos decidido esperar un poco, por si se produce algún cambio. Más adelante volveremos a hablar.
A continuación se levanta, dando a entender que la conversación ha llegado a su fin. Parker y Chaliapin lo siguen y abandonan la sala. Quedamos sólo los dos amigos irreconciliables, Stazakos y yo.
– Fíjate -me dice Stazakos, y me señala El Greco en la pantalla-, ayer nos pidieron medicamentos y comida infantil. Cuando les hemos dado todo eso, han levado anclas y nos han dejado boquiabiertos. Ahora el barco ha fondeado delante de las islas Zodorú y nos contempla en silencio. Me recuerda a mi hijo: sólo piensa en mí cuando se queda sin un céntimo y, después, si te he visto no me acuerdo.
– ¿Y siempre se lo das?
– Se lo doy por la misma razón que hemos entregado medicamentos y alimentos a los del barco: porque me temo lo peor.
Posiblemente sea la primera vez que percibo en él rasgos de verdadera humanidad, y dado que la tragedia que sufro me ha afectado, me dan ganas de darle un abrazo. Por suerte, Guikas llega a tiempo.
– Debo decirte algo -me dice y me lleva aparte-. Kostas, lo lamento mucho, pero tienes que volver a Atenas de inmediato.
Siento que la tierra se hunde bajo mis pies. Esperaba que esto sucediese en cualquier momento, sí, pero no tan deprisa.
– ¿Cómo? ¿Así, de repente? -le pregunto, intentando no perder la serenidad.
– En primer lugar, porque el ministro no te quiere aquí. «Comprendo el sufrimiento del comisario, pero su obligación es estar en su puesto», me ha dicho. «Si quiere quedarse, dale permiso y que permanezca con el resto de familiares, pero no en el centro de operaciones.»
Debí haberlo previsto, después de la mirada que me lanzó anoche. Guikas prosigue: