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– Podría posponer tu traslado unos cuantos días, pero por desgracia tenemos un caso de asesinato en Atenas. Acaban de informarme.

– ¿De quién se trata?

– Han hallado asesinada a una estrella publicitaria.

– Sabía que había estrellas de cine, estrellas de la tele… Pero ¿desde cuándo tenemos estrellas publicitarias?

Me mira y deja escapar un suspiro.

– A veces me parece que vivimos en mundos distintos -me dice, y continúa como si le estuviese dando clase a un niño con necesidades especiales-. A una estrella de cine la ves en una o dos películas al año. A una estrella de la televisión la ves en una serie cada semana, o incluso cada día, si es diaria. A una estrella de la publicidad la ves constantemente en todos los canales, antes, durante y después de todos los programas. ¿Quién te parece que es más estrella? ¡Y la víctima era especialmente famosa! -Tras un silencio, imita un anuncio: «¿Quién ofrece la tarifa más baja, cuatro horas de llamadas gratis y los SMS más baratos? ¿Todavía no lo sabe?».

Ahora que lo imita, así, tan estúpidamente, creo que me suena.

– ¿Dónde lo han matado?

– Suena un poco extraño, en el Centro Olímpico del Fáliros.

Me duele irme de Creta, pero nada puedo hacer para evitarlo. Guikas lo comprende y me da unas palmaditas amistosas en la espalda.

– Llámame cuando quieras y te informaré personalmente. Ya sabes el número de mi móvil.

Me voy sin despedirme de Stazakos; es capaz de soltar alguna barbaridad y estropearme la última impresión de humanidad que he tenido de él.

Guikas me pide un coche patrulla que me lleve a Janiá y, de allí, al aeropuerto. Desde la base naval me han reservado un billete para el vuelo de las tres. En recepción me dicen que Adrianí ha salido. Le digo al conductor que me lleve al muelle antiguo. La encuentro sentada en una cafetería, frente a las islas Zodorú, pensando en el barco. Se sorprende al verme a estas horas y su mente enseguida sospecha alguna desgracia.

– No quiero novedades -me suelta antes de que yo pueda hablar-. No quiero noticias, ni de tu boca ni de la tele. Estoy aquí sentada, me imagino el barco, e intento consolarme pensando que, a lo mejor, en el fondo, Katerina y Fanis no lo están pasando tan mal como nosotros creemos en nuestra desesperación.

– Lo siento, pero ha surgido algo nuevo. Debo volver a Atenas.

No se inmuta; no es lo peor que podía oír en aquel momento.

– ¿Por qué?

– Se ha cometido un asesinato y debo volver al servicio. Te dejo mi móvil.

– No hace falta, tengo uno con tarjeta; me lo compré ayer. -Calla y me mira-. Le envié un mensaje a Katerina dándole el número. ¿Quién sabe?, quizá en algún momento les devuelvan los móviles.

Decido dejar la ropa en el hotel e irme con lo puesto. Al menos tengo la falsa sensación de que me voy a Atenas provisionalmente y que pronto volveré a Janiá.

Capítulo 9

Entre los diez peldaños de la escalerilla del avión y el autobús de la pista de aterrizaje, el bochorno de Atenas me da un bofetón. Atravieso rápidamente el breve oasis de la terminal de llegadas y continúo hacia la salida. Vlasópulos sale de la garita del control de pasaportes y corre a recibirme. Al menos esta vez Guikas se ha tomado la molestia de hacerlo todo como Dios manda, para no ponerme las cosas más difíciles.

Vlasópulos me sacude la mano con vehemencia.

– ¡Ánimo, comisario! -me susurra-, ¡quién lo iba a decir! Anteayer le felicitábamos por el éxito de Katerina y hoy le damos ánimos porque ha caído en manos de esos tarados, ¡qué cosas tiene la vida!

– ¿Cómo lo has sabido? -le pregunto, intentando no perder la compostura.

– Vamos, comisario, ¿se mantienen en secreto cosas así?

– ¡Pues deberían mantenerse! -respondo con brusquedad-. Porque si se descubre que entre los pasajeros está la hija de un comisario, ¡tal vez peligre su vida!

– Soy policía, ¿cree que no sé qué significa la confidencialidad?

Le oigo y recuerdo que todos los reporteros, incluso los de medio pelo, tienen un contacto en comisaría que les sopla todo.

Ha aparcado el coche patrulla delante de la terminal de llegadas. Tomamos la autopista de Ática y nos dirigimos a Atenas a todo gas. He ordenado que no levanten el cadáver porque quiero examinarlo tal como lo encontraron los agentes por la mañana.

– Si existiese aún el aeropuerto antiguo, llegaríamos en dos minutos -comenta Vlasópulos.

No le replico. Mi pensamiento se ha quedado en Creta e intento trasladarlo a Atenas. Vlasópulos toma la ronda del Himeto para ir a buscar la avenida Alimú, y de este modo llegar a la costa. Su nostalgia del viejo aeropuerto me parece absurda: hemos tardado tres cuartos de hora en llegar al Centro Olímpico del Fáliros. La patrulla que ha hallado el cuerpo nos espera en el acceso al recinto.

Cruzamos la entrada en compañía del oficial y del conductor y de pronto nos encontramos en medio de un vertedero. Camino entre maderas y vigas esparcidas por el suelo; el recinto rebosa de bolsas de plástico de todos los supermercados de la ciudad, desde el Vasilópulos y el Sklavenitis hasta el Marinópulos y el Carrefour, todas llenas de basura infecta.

– ¿Qué competiciones olímpicas se celebraron aquí?

– El vóley playa -me contesta Vlasópulos-, y aquí también estaba el puerto olímpico.

– ¡Grandezas pasadas que ahora dan lástima!

En el edificio donde se encuentran los vestuarios y el almacén de material reina el mismo abandono. La mitad de las estanterías están destrozadas; las que no cuelgan de un único tornillo, corren por el suelo.

– Entran y las roban -me explica el oficial-, y si no pueden arrancarlas, las dejan tiradas.

– ¿Quién las roba?

Se encoge de hombros.

– Pequeños comerciantes, para sus tiendas, albaneses y gitanos, que desmontan lo que encuentran para llevárselo a casa o venderlo, o simplemente gente de los alrededores que arranca la madera para quemarla o para chapuzas de bricolaje. ¿Quiere que continúe?

Se detiene delante de un cuarto cuya puerta está arrancada de cuajo. En medio hay un cuerpo humano tendido en el suelo y cubierto con una sábana. Vlasópulos se agacha, aparta la sábana y me descubre a un joven de unos veinticinco años, moreno, de pestañas largas y un pendiente en la oreja. Tiene el cabello corto y desigual; debía de ponerse laca o gomina, porque aún brilla. Lleva una camiseta de algodón y unos pantalones largos de color beis, llenos de bolsillos, que parecen los de un bailarín cretense.

La bala le ha dejado un agujero en medio de la frente, sucio de pólvora. Si no se trata de un suicidio, a buen seguro es una ejecución a sangre fría.

– ¿Tienes unos guantes? -le pregunto a Vlasópulos.

Me pongo los guantes de látex que me da, tomo la cabeza del joven y, con cuidado, la vuelvo hacia la izquierda. La bala ha salido del cráneo, pero el suelo de cemento está limpio, sin rastros de sangre. Devuelvo la cabeza a su posición inicial y hurgo en sus bolsillos. Sólo encuentro dos billetes de veinte euros: ni móvil, ni carné de identidad, nada. Parece que el asesino se lo ha llevado todo para darnos más trabajo.

– Averigua con qué empresa de publicidad había rodado el anuncio -le digo a Vlasópulos. Después me vuelvo hacia los oficiales-: ¿Cuándo lo habéis encontrado?

– Hoy a las siete de la mañana -me responde el conductor del coche patrulla-. Como el Centro Olímpico no está vigilado, patrullamos a primera hora de la mañana y por la noche. Normalmente no bajamos, damos un vistazo desde el coche.

– ¿Y por qué habéis bajado hoy? ¿Habéis visto algo sospechoso?

El agente calla y mira a su compañero. El otro tampoco abre la boca.