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– He bajado a orinar -dice al final-. He ido a la parte de atrás para que no me viese nadie. Mientras orinaba, he mirado por casualidad por la ventana y lo he visto.

Echo un vistazo a la ventana, que, para ser exactos, no es más que un agujero cuadrado porque le falta el marco. Formulo las preguntas de rutina de manera automática, inquiero sin pensar: lo hace la experiencia.

– Anoche, ¿también teníais ronda vosotros?

– No, otros compañeros. Pero no debieron de ver nada; si no, lo habrían comunicado.

– Tal vez el cuerpo no estaba aquí, o vuestros compañeros no bajaron a orinar, ¿no?

Desvía la mirada y no abre la boca. Me vuelvo hacia Vlasópulos.

– ¿Has avisado a los forenses?

– Sí, cuando me ha dicho usted en qué vuelo llegaba.

Me dirijo a la dotación del coche patrulla:

– Decid a los compañeros que estaban de guardia anoche que quiero hablar con ellos.

El agente que ha encontrado el cadáver mientras meaba va corriendo hacia el coche, aliviado por salir del atolladero. Miro a mi alrededor. ¡Anda que si trajésemos aquí a los inquilinos alemanes de mis consuegros y les dijésemos que no hace ni diez meses este lugar acogió competiciones olímpicas! Parece abandonado desde hace más de veinte años.

– Vlasópulos, ¿dónde está Dermitzakis? -le pregunto, recordando de repente que tengo un segundo ayudante.

– Se lo han llevado, comisario. Lo han trasladado temporalmente a una unidad que han instalado en el Pireo para controlar barcos y pasajes, por lo del secuestro.

¡En cambio, yo estoy aquí, persiguiendo a un asesino, sólo con un ayudante y una cuarta parte de mi cerebro, porque el drama de mi hija y de Fanis acapara las restantes, mientras casi todas las fuerzas policiales de Atenas se han puesto al servicio de la unidad antiterrorista y de Stazakos! Esto me da seguridad como padre, pero ¡como poli me jode!

Oigo la sirena de la ambulancia cada vez más cerca y me dirijo a la entrada. Llega seguida de la furgoneta de la Brigada Científica. Las puertas traseras de la ambulancia se abren y del interior salen unos enfermeros con una camilla, mientras que del asiento del copiloto baja Stavrópulos, el médico forense. Viene directamente hacia mí y, antes de que tenga tiempo de saludarle, me toma la mano y me la aprieta.

– ¡Ánimo, comisario! ¡Esperemos que todo salga bien!

Esta vez no doy muestras de sorpresa; simplemente, me resigno ante mi desgracia.

– ¿Cómo te has enterado?

– Venga, hombre, ¡si es un secreto a voces!

Constato que Vlasópulos y Stavrópulos han tenido idéntica reacción, una reacción que no me dice ni mucho ni poco, sólo que las cosas son así, y que en esta familia no hay secretos. Podría cargar las tintas contra Stazakos, pero ¿por qué contra él y no contra Guikas, y por qué contra éste y no contra el ministro? Además, dado que en los últimos tiempos los reporteros de televisión se han infiltrado en la familia en calidad de parientes políticos, sólo es cuestión de tiempo que la noticia aparezca en alguna cadena.

Espero las mismas muestras de solidaridad por parte de Dimitriu, el jefe del laboratorio de la Científica; sin embargo, se me acerca con una sonrisa y se planta delante de mí:

– ¿Por dónde empezamos? -me pregunta, y respiro aliviado.

Voy con Stavrópulos y Dimitriu al lugar donde se halla el cadáver. Dimitriu se dispone a comenzar su examen mientras Stavrópulos se queda de pie un instante, mirando al muerto. Después se agacha a su lado y abre el maletín donde lleva el instrumental.

– A primera vista, diría que la muerte se ha producido hace unas doce o quince horas. Después de la autopsia podré ser más preciso.

Miro el reloj. Son las seis de la tarde. Por tanto, debieron de matarlo entre las tres y las cinco de la madrugada. Stavrópulos se concentra en la herida. La observa con atención, saca una regla y la mide.

– Le han disparado prácticamente a bocajarro. La marca se distingue a la perfección, se pueden ver las estrías concéntricas alrededor de la herida. -Hace una pausa, prosigue su examen y después levanta la cabeza-. ¿Habéis encontrado la bala?

– No, ni la encontraremos. No lo han matado aquí. -Me mira extrañado-. Levántale la cabeza y lo verás.

Lo hace y observa la sangre seca, pero el suelo limpio.

– ¡En el cemento no hay sangre!

– En efecto. ¿Sabrías decir qué tipo de arma empleó el asesino?

Me mira con sorpresa.

– ¿Cuándo, ahora mismo? Si fuera adivino, tal vez, pero como no lo soy… De todos modos, así, a bote pronto, parece que han utilizado una pistola de nueve milímetros, de modo que no creo que sea difícil identificarla. -Se pone en pie-. Ya podemos llevárnoslo. Mañana al mediodía tendrás datos más exactos.

Como no queda nada por aclarar, salgo del recinto olímpico, o, mejor dicho, de lo que queda de él. Veo que la segunda patrulla ha aparcado al lado de la primera. Los dos agentes fuman apoyados en el coche. Dejo que Dimitriu y su gente hagan su trabajo y me acerco a los agentes recién llegados.

– ¿Estabais vosotros de servicio anoche? -les pregunto.

Asienten con la cabeza al mismo tiempo.

– ¿Visteis algo raro durante la ronda?

– ¡Absolutamente nada, señor! Todo estaba como cada noche -contesta uno de los dos.

– ¿Y en el interior?

– No entramos, comisario.

– ¿Por qué?

– ¿Qué vamos a hacer ahí dentro? Lo único que aún no han robado es el edificio. Dentro no queda nada, se lo han llevado todo.

– Hay una cosa más -añade compungido el otro.

– ¿El qué?

El agente mira a su compañero, pero éste tiene la mirada perdida en el paisaje, compuesto básicamente de edificios de seis plantas.

– Por la noche duermen aquí unos pobres afganos. Si entramos, tenemos que desalojarlos, pero nos dan lástima y hacemos la vista gorda.

– ¿Y a qué se dedican esos afganos?

– A lo que pueden. Hacen trabajillos esporádicos por el barrio.

– Tratad de localizarlos. Tal vez vieran algo. Y que alguien vigile esta noche las instalaciones. Aunque, si realmente vieron algo, no volverán por aquí, eso seguro.

Ordeno a Vlasópulos que llame al jefe de la comisaría de Paleos Fáliros y que pida que indaguen sobre los afganos.

La ambulancia ya ha cargado el cadáver y da la vuelta para irse. Vlasópulos y yo subimos al coche y la seguimos. Detrás vienen los dos coches patrulla. Nada que ver con las comitivas oficiales de los Juegos Olímpicos.

Capítulo 10

Nos cuesta menos de una hora y tres llamadas averiguar los datos exactos de la víctima. Se llamaba Stelios Ifantidis y la agencia Helias lo había contratado para varios anuncios: había publicitado desde móviles y coches hasta patatas fritas. Vivía en Plaputa, una calle por debajo de Kalidromiu. Consulto con Vlasópulos si inspeccionamos primero el piso de Ifantidis, pero lo dejamos para mañana, queremos verlo a la luz del día y acompañados de los de la Científica.

De todos modos, como aún nos quedan unos minutos de jornada laboral, decido visitar con Vlasópulos las oficinas de Helias. Por eso estamos ahora sentados frente a su director ejecutivo, un tal Zanos Petrakis, en un despacho con columnas de aluminio y donde predominan la madera y la piel. Por la ventana, tras la espalda de Petrakis, veo los juzgados de la calle Efelpidon, oscuros y solitarios a estas horas.

– ¡Qué doble tragedia! -exclama Petrakis sacudiendo la cabeza-, ¡qué doble tragedia!

– ¿Por qué doble? -se atreve a preguntar Vlasópulos.

– Para empezar, nos vemos obligados a retirar un anuncio de mucho éxito. ¿Quién quiere ver anuncios con un joven que ha muerto, y que además ha sido asesinado? En segundo lugar, hemos de concebir una nueva idea, que tenga el mismo éxito, y después dar con la persona adecuada que la transmita al consumidor.