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– La familia de Stelios Ifantidis vive en Jalkida -continúa el corresponsal-. Su madre y su hermana, que están desconsoladas, se lamentan de que la policía todavía no se haya puesto en contacto con ellas.

¿Cómo quieren que nos pongamos en contacto con ellas si todavía no hemos logrado localizarlas?, pienso, y a continuación llamo a Vlasópulos. Le digo que hable con la familia y les diga que mañana pasaremos a tomarles declaración.

En la pantalla aparece ahora una chica de unos treinta años, vestida de negro, que habla con unos reporteros delante de un edificio y elogia a su hermano. También espero pacientemente que se lamenten de su muerte, primero Petrakis, y después la señora Lazaratu, escucho de labios de ambos los mismos elogios a la víctima, tan prefabricados como los cruasanes envueltos en papel de celofán que compro cada mañana en la cafetería de Jefatura: «Era un chico extraordinario, con talento, todo el mundo lo apreciaba, es imposible que tuviese enemigos». Sobre su homosexualidad, en cambio, nadie dice ni una palabra.

Cuando, media hora después, cortan para dar paso a la publicidad, llego al convencimiento de que lo hacen a propósito para acabar con mis nervios. Apago la tele y llamo a Adrianí.

– ¿Alguna novedad? -le pregunto.

– Ninguna. ¡Esta gente se ha propuesto ponemos tan histéricos que acabaremos yendo hasta el barco a nado para suplicarles!

– Suele ocurrir cuando reina el silencio, lo sé. Pero no es lo peor. Al menos hasta ahora no hay muertos, heridos ni nada parecido.

– ¿Cómo puedes saber que no hay víctimas si no hay comunicación con el barco?

– Si hubiese muertos no los meterían en el congelador. Los habrían echado al mar para que los viésemos y nos invadiera el pánico. Intenta no perder la calma -le digo para animarla-. Ya lo sé, Adrianí, es difícil llevar una carga tan pesada a solas.

– Por suerte ya no estoy sola. Tengo aquí a nuestros consuegros. Han llegado hoy al mediodía. Sebastí duerme en mi habitación, y Pródromos se aloja en casa de unos primos, en Murniés… Espera, que Sebastí quiere decirte algo.

– ¡Consuegro, gracias por encontrarnos billetes! -exclama Sebastí.

– Guarda tu agradecimiento para el de allá arriba, lo vamos a necesitar

Cuelgo el teléfono y vuelvo a encender el televisor con el mando a distancia. Esta vez, hay una imagen de El Greco al fondo, varado delante de las islas. En primer plano, vestido de uniforme, se ve a Stazakos diciendo que los terroristas no dan señales de vida, que en el barco no se observa movimiento alguno y que, a pesar de todo, no han perdido el optimismo.

Capítulo 11

En lo mejor del sueño me parece oír el teléfono, pero cuando abro los ojos, lo único que se oye es el camión de la basura. Son las doce y diez minutos, lo que quiere decir que he dormido un poco más de dos horas. Hablo con mi mujer y después me decido a comer algo, más que nada para matar el tiempo. En la nevera encuentro un plato de judías que Adrianí había cocinado el día antes de irnos precipitadamente a Creta. Tomo un par de cucharadas, tal como estaban, frías, pero no hay manera de tragarlas. Me devora la angustia, la casa vacía me destroza el alma, y opto por la huida clásica en estos casos: regresar a la cama.

Apago la luz y me vuelvo del otro lado, esperando conciliar el sueño de nuevo. Doy vueltas en la cama, revuelvo las sábanas mientras oigo todos los ruidos de fuera y de dentro: las motos que aceleran, los incivilizados graves de los radiocasetes de los coches, que hacen vibrar los cristales; y cuando la música se aleja, oigo el frutero que salta cada vez que el termostato de la nevera se pone en marcha. Al cabo de un cuarto de hora me levanto y empiezo a pasear por el piso. Voy al comedor, enciendo el televisor: películas del Oeste, series de humor que no tienen gracia alguna y debates vanos. Aturdido, salgo al balcón a tomar el aire. Abajo, la calle Aristokleus está oscura y tranquila. Me siento un rato en el balcón, pero la oscuridad de la calle se me mete en el cuerpo y me levanto. Vuelvo a la cocina y abro otra vez la nevera, quizá se me ha pasado algún inesperado detalle comestible. Confirmo que no se me ha escapado nada y la cierro de nuevo.

Voy a la habitación, cojo el Dimitrakos y busco la entrada «terrorismo».

«Terrorismo: m. neol. pop. 1. Dominación mediante el terror, imposición. / 2. part. Dominio de un pueblo utilizando medidas violentas y crueles, imposición del poder de una clase social o grupo de personas con medidas extremadamente violentas: terrorismo rojo (el que ejercen las fuerzas revolucionarias contra la burguesía); terrorismo blanco (el que ejerce el poder de la burguesía a través del aparato del Estado).»

De todas las definiciones que da el diccionario, la única que todavía está vigente es la primera, la de «mediante el terror, imposición». Me pregunto si en la tesis de Katerina hay algún capítulo que compare el terrorismo de antaño, como lo define el Dimitrakos, con el actual. No lo sé, porque no he leído su tesis.

Dejo el diccionario y empiezo a vestirme deprisa, como si hubiese tomado alguna decisión. Me pongo una camisa y unos pantalones al azar y salgo de casa sin ni siquiera apagar las luces. El Mirafiori está aparcado en la esquina. No tengo ningún destino en concreto, simplemente tomo la calle Nikoforidi y giro en dirección a Filolau. En el semáforo de Vasilisis Sofías tuerzo a la izquierda, hacia Sintagma. Más abajo, doblo por Amerikís y aparco. He conducido durante todo el trayecto de manera mecánica, confiando en el automatismo de mis manos.

Panepistimiu se abre frente a mí envuelta en el halo amarillento producido por la luz de las farolas. Las aceras están prácticamente vacías, los coches se deslizan silenciosos sobre el asfalto, nadie toca el claxon, ni acelera, ni lleva la música a todo volumen. Por primera vez me encuentro con conductores sensatos en Atenas, y me pregunto si son los mismos que de día, o si los conductores se dividen en dos categorías, los diurnos y los nocturnos. Hay más transeúntes a la altura de Jarilau Trikupi, pero antes de llegar a la plaza Omonia sigo por Eolu. En la plaza Kotsiás también reina la calma. Sólo dos grupitos, uno de albaneses y otro de negros, se han instalado en medio de la plaza y charlan en voz alta. Enfilo Sofokleus y entro en la zona peatonal de Eolu. En los parterres hay parejitas y, en pequeños grupos, gente sentada conversando. Eolu tiene la misma iluminación que Panepistimiu, el mismo reflejo, las mismas luces amarillentas, como si la mitad de Atenas tuviese ictericia.

Hace casi diez años que circulo por Atenas de noche y, de repente, descubro una ciudad tranquila, pálida y hermosa. La Eolu que yo conozco es una calle muerta cuando cierran las tabernas. Las cafeterías donde se sirven dulces o aguardiente y tapas, con su tablero para jugar al backgammon griego, el tavli -consuelo en horas de poco trabajo-, han bajado sus persianas a las nueve, como muy tarde, y la calle se libra al submundo de la plaza Omonia. Ahora los locales del lado derecho de Eolu están repletos de jóvenes que toman capuchinos o vodka con hielo y comen ensaladas tricolores que recuerdan serpentinas de carnaval. Observo los cafés y me pregunto si Ifantidis venía de noche a estos lugares. Tal vez; aunque también es posible que frecuentase algún antro de mariquitas.

Cuando paso por delante de la cafetería de la plaza de Santa Irini, caigo en la tentación y me siento a una mesa de la plaza. Al principio me incomoda estar rodeado de toda esta juventud, pero me olvido rápidamente porque nadie se fija en mí. Me bebo una cerveza mirando la mole de la iglesia de Santa Irini, mientras del interior del local me llega un rumor. Consulto el reloj: son más de las dos, y la proporción entre llegadas y salidas del local sigue a favor de las primeras.