De repente me pregunto qué harán en estos instantes Katerina y Fanis. ¿Dormirán acurrucados en el suelo? ¿Estarán tumbados boca arriba, mirando el techo, con los ojos abiertos de angustia, mientras a su alrededor la gente gime, los niños lloran y sus madres intentan consolarlos? ¿O tal vez los secuestradores no dejan que duerman a propósito? Quizás esos animales se les echan encima cada noche y violan a ciegas a la primera que encuentran o a la que les llama la atención. Mi serenidad artificiosa se desvanece por momentos, acompañada de cierta relajación que podría considerarse un primer contacto con el sueño. Pido otra cerveza; todavía no estoy preparado para emprender el regreso a casa.
Sin embargo, parece que la Atenas nocturna tiene la oculta habilidad de tranquilizarme, eso sí, después de una segunda cerveza, porque consigo dominar mi angustia pensando que el cansancio la vence y se retirará a dormir. En el fondo, en cualquier competición, en cualquier enfrentamiento o lucha, hay tres cosas que siempre ganan: el cansancio, el sueño y la muerte. Intento quedarme con los dos primeros y olvidarme de la tercera y, por extraño que parezca, lo consigo. Si alguien me preguntase ahora si creo que los terroristas liberarán a los rehenes, le respondería que sí, estoy totalmente convencido.
Recuerdo lo que me dijo una vez el poli que me sustituyó en la Brigada Antinarcóticos, cuando pasé al departamento de Homicidios. «Los atenienses», me aseguró, «viven en el infierno de Atenas durante el día sólo para poder vivir unas horas en el paraíso de la noche.» Diez años después, y con mi hija secuestrada por unos terroristas desconocidos, compruebo que tenía razón.
Cuando dejo Eolu y camino por Kolokotroni para salir a Amerikís y coger el Mirafiori, empieza a clarear y los primeros autobuses suben por Stadiu. Echo un vistazo al reloj: son más de las seis. Lo lógico sería que torciera por Rizari, pero la dejo atrás para hacerlo por el Hilton. En el cruce de Vasilisis Sofías y Vasileos Konstandinu, me obliga a frenar el semáforo en rojo. Si no me hubiese detenido, estoy seguro de que me hubiese ido a casa, pero cuando el semáforo se pone en verde giro a la izquierda y continúo por Vasilisis Sofías. De repente se me ha ocurrido ir a Jalkida, a tomar declaración a la familia de Ifantidis. Creo que es un error y, en circunstancias normales, nunca lo hubiese hecho. Lo más lógico sería ir primero a registrar el piso de la víctima, porque pueden salir a la luz datos que, posteriormente, la familia tendrá que explicarnos, de modo que nos veremos obligados a volver a Jalkida y repetir el trabajo. Además, no es muy buena idea presentarse en casa de los padres de la víctima sin avisar y cuando despunta el día. Estoy convencido de que se olvidarán de la mitad de lo que dirían si me presentase a una hora decente. Esto lo hacíamos en época de la Junta Militar, cuando nos presentábamos en casa de algún disidente y forzábamos la puerta gritando «¡Abran, policía!», para intimidar a la familia y que nadie se atreviese a chistar cuando nos llevábamos al padre, o al hijo. Ahora, sin embargo, me hallo en una situación totalmente anómala y no soy capaz de poner orden en mi cabeza.
Esta decisión precipitada tiene un lado bueno: el trayecto hasta Kifisiá es rápido, como cuando Atenas se queda vacía por Semana Santa. Si exceptúo un semáforo en rojo en Psijikós, el Mirafiori pasa los demás cruces como un imparable corredor de obstáculos. Dejo atrás Kifisiá sin cambiar de marcha y, a la altura de Nea Eritrea, doblo a la izquierda para entrar en la autopista Atenas-Lamia.
Nada más incorporarme a los carriles de la autopista, intento recordar cuántos días hace que volvimos de Salónica y qué contentos nos sentíamos con el doctorado de Katerina. Me deprimo, pero afortunadamente el tráfico de la autopista no da cancha a las depresiones: de golpe y porrazo me encuentro en medio de un caos de camiones, autobuses de la compañía KTEL, autocares, furgonetas, tractores y coches que intentan adelantarse unos a otros con desespero. Si el tráfico en Kifisiá recordaba al Viernes Santo, el de la autopista recuerda al éxodo del Jueves.
A la altura de Varibompis noto que me pesan los párpados. Me esfuerzo por mantenerlos abiertos y seguir concentrado en el tráfico caótico al que me enfrento. Consigo avanzar unos cuantos kilómetros, pero me invade aquella somnolencia que va y viene, y que hace que pierdas el sentido por unos segundos, para luego volver a la realidad, como si despertases de un sueño profundo.
Lo único que me faltaba es el tráfico. Poco después de pasar el cruce de Malakasa encuentro un área de descanso. Estaciono y reclino el asiento. No me da tiempo ni a cerrar los ojos y ya me he dormido.
Capítulo 12
Me despierta el sonido del móvil y, a continuación, oigo la voz intranquila de Vlasópulos.
– Comisario, ¿dónde estaba? Llevo horas buscándole. En su casa no me contestaba.
Miro el reloj y veo que son las nueve y media. Debo de haber dormido más de dos horas.
– Voy de camino a Jalkida.
– ¿Cómo se le ha ocurrido ir tan temprano a Jalkida? ¿Sucede algo?
– No.
– ¿Entonces?
Me huelo que quiere ponerse en plan niñera y le corto:
– Déjalo, mejor no preguntes.
– Sólo le llamaba para saber si quiere que envíe a los de la Científica a casa de Ifantidis o si prefiere que espere a que usted vuelva de Jalkida.
– Envíalos, no perdamos tiempo.
– ¿Dónde se encuentra en este momento?
– He pasado Malakasa.
– ¿Cómo va? ¿En el coche patrulla?
– No, en mi coche.
Se produce una nueva pausa.
– Comisario, ¿le parece bien circular por la autopista en su Mirafiori, en el estado emocional en que se encuentra?
Hace rato que se esfuerza en hallar el modo de sacarme de quicio.
– ¿Qué le pasa a mi estado emocional, Vlasópulos, y qué le pasa a mi Mirafiori? Si necesito una grúa, llamaré a los de Tráfico.
Acelero con toda la rabia del mundo, pero el Mirafiori jadea y empieza a dar sacudidas, de modo que me trago el orgullo y bajo a sesenta, que es el límite seguro para que no me deje tirado. Me pego a una furgoneta y consigo mantener una velocidad constante, hasta que salgo de la autopista y entro en la carretera de Jalkida. Aquí no tendré problemas, el camino es tan estrecho que ni Schumacher lograría ir a sesenta.
Cruzo el puente y entro en Jalkida. La familia Ifantidis vive en una calle paralela a la zona de ligoteo del paseo marítimo, por donde desfila toda suerte de pizzerías, bares de tapas, restaurantes y cafeterías con los primeros clientes, que no se sabe a qué se dedican, anclados desde las diez de la mañana con un café frapé, el móvil sobre la mesa, y un poco más allá el paquete de Marlboro y el encendedor.
En el número 27 encuentro el timbre con el nombre «Zarzanós, Ifantidis» y llamo.
– ¿Quién es? -pregunta una voz de mujer.
– Comisario Jaritos, de la Policía de Atenas.
– Espere un momento, ahora bajo.
Lo normal es que hubiera subido yo, me digo a mí mismo, a no ser que la puerta no pueda abrirse desde arriba. La joven que sale del ascensor viste de luto. De cerca, no parece tener más de treinta años.
– Soy Eleni Ifantidis, la hermana de Stelios -se presenta-. Perdone que no le haya invitado a subir, pero mi madre acaba de dormirse y no quisiera que se despertara y se lo encontrara a usted delante. Yo, en cambio, estoy a su entera disposición. ¿Le parece bien que vayamos a hablar a algún sitio? -Lo dice todo de corrido, como si temiera olvidarse de algo.
– Lo entiendo, sí, pero en algún momento tendremos que interrogar también a su madre.