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La carretera que cruza el puente es una cuesta. Salgo de mi carril, me pongo a un lado y empiezo a bajar marcha atrás, en medio de expresivos gestos obscenos acompañados de gritos entusiastas del tipo «capullo», «animal» y «¿dónde te sacaste el carné, asesino?». Llego al final de la carretera, giro de golpe y tomo de nuevo en dirección a Jalkida mientras llamo por el móvil a mi mujer.

– ¡Lo sabemos! -grita fuera de sí-. Ahora vamos al puerto. Cruza los dedos para que liberen también a Katerina y a Fanis.

Intento rebajar sus expectativas; quizás así evite su decepción posterior.

– No lo esperes. Sólo soltarán a ancianos y a mujeres con niños.

– Nunca se sabe. ¡A veces se producen milagros!

– En todo caso, es una buena noticia. Dejan en libertad a algunos pasajeros y, además, tendremos noticias de primera mano sobre la situación en el barco y la identidad de los terroristas.

Se ha aferrado tanto a la idea de que verá a Katerina y a Fanis que se niega a conformarse con menos. Le digo que volveré a llamarla y me detengo en la primera cafetería que encuentro. Es un típico café de provincias, situado a las afueras de Jalkida. Dos ancianos juegan al tavli y otros cuatro a las cartas.

– Jefe, encienda la tele -le digo al dueño del café.

El hombre deja de poner orden en la barra y me mira molesto.

– ¿Por qué? ¿Tanto echas de menos la telenovela? -me pregunta en tono irónico.

Estoy a punto de decirle que echo de menos a mi hija y a su novio, a quienes unos cabrones los retienen como rehenes en el barco El Greco, pero me muerdo la lengua.

– No. Pero los secuestradores están liberando a pasajeros de El Greco.

Los seis parroquianos dejan sus partidas de golpe.

– Zanasis, enciende la tele -le dice uno.

Es evidente que al dueño no le gusta que le den órdenes en su bar y sigue oponiendo resistencia:

– ¿Y tú qué eres? ¿Periodista?

– Pasma -le respondo de manera cortante, y el hombre le da al mando a distancia.

En la pantalla aparece El Greco, con las islas Zodorú al fondo. En el ángulo superior izquierdo, en un recuadro, se ve al presentador. La cámara se aleja del barco y de las islas y enfoca al corresponsal, que no es otro que Sotirópulos.

– Pavlos, en este momento zarpan las embarcaciones portuarias que recogerán a los pasajeros -informa Sotirópulos. La cámara se vuelve hacia el puerto y veo cómo las embarcaciones se ponen en marcha una detrás de otra y se dirigen a El Greco-. Los familiares de los rehenes y numerosos habitantes de Janiá se han reunido en el muelle y esperan con angustia la llegada de los pasajeros que los terroristas van a liberar.

La multitud se agolpa a lo largo de la playa. La ciudad entera ha bajado hasta el mar. Allí, entre el gentío, debe de estar mi mujer con Sebastí, tal vez también con Pródromos. Sólo falto yo, que me veo obligado a seguir los acontecimientos por televisión. Los que no han encontrado sitio en primera fila han transformado los cafés en terrazas cada vez más llenas de curiosos. En primera línea, la cámara enfoca a gente con cámaras fotográficas empujándose para obtener el mejor sitio e inmortalizar la escena.

– ¿Lo veis? ¡Llenos, los cafés de la playa están llenos! -oigo a mi lado al dueño del café-. ¡No les falta razón a los que dicen que la alegría va por barrios! ¡Todo el mundo llorando y ellos haciendo su agosto!

– Se forran de todas maneras -comenta un cliente-. En Creta hay mucho turismo.

– ¿Qué pinta aquí el turismo? Un secuestro a principio de temporada, y en dos semanas ganas lo que no ganas en un año entero.

– Muy bonito, ¿esto es todo lo que se te ocurre decir? -salta otro parroquiano-. ¿Qué quieres? ¿Que preparemos también un secuestro aquí, en Jalkida, para que tú hagas tu agosto?

– ¡Qué más da! ¿Acaso tengo el negocio en la playa? En una zona de mala muerte tengo yo este tugurio. A mí déjame tranquilo, bastante desdichado soy ya -concluye el propietario del bar, como si repitiese lo mismo desde hace décadas.

Afortunadamente, la discusión acaba ahí y puedo centrar mi atención en el corresponsal, que sostiene un micrófono en la mano y sigue las evoluciones de las embarcaciones.

– Parece que hay movimiento en cubierta, Jristos -comenta el presentador.

– Sí, por primera vez desde el día del secuestro. Por desgracia, por razones de seguridad, la policía y las autoridades del puerto no permiten que los medios de comunicación se aproximen a la embarcación. Iákovos, ¿hasta dónde puedes acercarte?

En lugar de proporcionar una respuesta, la cámara hace un zoom y enfoca el barco desde más cerca. La distancia sigue siendo considerable, pero basta para mostrar a la gente reunida en cubierta. Delante, cerca de los botes salvavidas del barco, se distingue a dos individuos vestidos de negro que empuñan sendos Kaláshnikov. Llevan pasamontañas. Los fueraborda y los botes hinchables casi han llegado hasta El Greco.

– Me parece que es la primera vez que vemos a los terroristas, ¿no es cierto, Jristos?

– En efecto -responde Sotirópulos-. Aunque verlos es mucho decir, porque van cubiertos de pies a cabeza.

La primera embarcación se ha aproximado y desde El Greco despliegan la escala. El visor de la cámara se centra en el barco, casi un primer plano, en el momento en que los primeros pasajeros saltan a la embarcación con la ayuda del personal portuario. Las mujeres con niños en brazos se distinguen fácilmente. A los ancianos se los identifica por sus movimientos. El gentío del muelle no se ve, pero se oye el murmullo que recorre la multitud en cuanto los rehenes liberados empiezan a subir a las barcas.

– Jristos, ¿a cuántos rehenes dejarán marchar? -pregunta el presentador.

– No sabemos el número con exactitud. Las autoridades portuarias calculan que serán aproximadamente ochenta, según nos han informado. La primera embarcación ha finalizado la operación, pero en lugar de dirigirse al puerto se aleja y empieza a virar hacia la derecha.

– Pero ¿qué ocurre? -se sorprende el presentador.

Yo lo he entendido a la primera, pero no puedo contestarle. Le responde el griterío de la multitud:

– ¡Los llevan a Suda! ¡Los llevan a Suda!

– Lo mantenían en secreto -comenta con cierto enojo Sotirópulos-. No nos han comentado nada para evitar alborotos y a los periodistas; antes los interrogarán los de la Unidad Antiterrorista.

– No han jugado muy limpio. No sólo se han burlado de los periodistas, sino también de la opinión pública -añade el presentador, también indignado.

La cámara gira hacia el puerto y enfoca a la muchedumbre, que, soliviantada, abandona la playa para subir a los coches y dirigirse a toda prisa hacia Suda.

– Jristos, creo que tú también deberías ponerte en marcha hacia Suda -le dice el presentador a Sotirópulos.

– Han tenido una brillante idea -responde Sotirópulos no sin cierta admiración-. Cuando lleguemos nosotros, la policía ya habrá reunido y aislado a los pasajeros para que no podamos ponernos en contacto con ellos hasta que los hayan interrogado.

Yo también me quito el sombrero ante mi gente. Quien haya tenido la idea, ha hecho un buen trabajo. Otra embarcación del puerto se aproxima al barco para recoger a un segundo grupo, pero a mí ya no me interesa ver su liberación. Me interesará oír lo que cuente Guikas después de los interrogatorios.

Subo al Mirafiori y tomo de nuevo la carretera hacia Atenas. En medio del puente, me asalta un pensamiento. ¿Y si Igor Chaliapin tiene razón? ¿Y si realmente se trata de chechenos, y dejan libres a viejos, mujeres y niños para ejecutar al resto y hacer saltar el barco por los aires?