El presidente se vuelve hacia los demás miembros del tribunaclass="underline"
– Creo que podemos ir concluyendo. ¿Más preguntas?
La mayoría sólo mueve la cabeza negativamente, mientras que dos añaden un casi imperceptible «no».
– ¿Tendrá la doctoranda la bondad de esperar fuera, por favor?
Katerina se levanta de su asiento y se encamina directamente hacia la puerta, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Adrianí y yo cruzamos miradas de indecisión. ¿Nos quedamos? ¿Salimos? Adrianí se encoge de hombros y yo me vuelvo hacia Fanis, que me hace un gesto indicando que me quede donde estoy. Detrás de la larga mesa, los miembros del tribunal esconden el rostro tras la tesis de Katerina y deliberan. Su deliberación no dura más de diez minutos, pero a mí se me antoja una eternidad.
Katerina vuelve a entrar en la sala y de nuevo evita mirarnos. Avanza y se detiene ante el tribunal.
– ¡Nuestra enhorabuena, doctoranda! -la felicita el presidente-. Por seis votos a favor y uno en contra, se le concede el título de doctora, con la calificación de sobresaliente.
«Es de sobresaliente, comisario», me había dicho Kalamitis. «De sobresaliente.»
Capítulo 2
Regresamos de Salónica a Atenas en el Fiat Brava de Fanis. Katerina ha insistido en que me siente delante para que esté más cómodo, y ella va detrás con Adrianí, que todavía está amodorrada porque anoche acabamos en una taberna de Kalamariás celebrando el doctorado de Katerina bebiendo tsípuro y tomando unas tapas de pescado. Son las diez de la mañana y acabamos de pasar Platámonas. Los padres de Fanis nos esperan a comer en Volos al mediodía; les debemos la visita desde el día en que vinieron a casa para conocernos. De vez en cuando Adrianí entreabre los ojos y le dice a Fanis, intranquila:
– No corras tanto, Fanis. Nos esperan en casa de tus padres, no en el hospital.
Antes de que Fanis le conteste, vuelve a caer en un sueño profundo para despertarse al cabo de un rato y hacer exactamente la misma observación y el mismo comentario. A Katerina y a mí nos saca de quicio, pero Fanis sabe cómo calmarla, seguramente porque no se la toma en serio.
– Tranquilícese, Adrianí -le dice-. Sólo voy a cien, pero como está acostumbrada al Mirafiori de su marido, que no pasa de treinta, le parece que corro mucho.
– Nunca subo al coche de mi marido, Fanis -le cierra la boca Adrianí-. A mi edad, no me apetece empujar en medio de la calle y dar la nota.
Percibo la mirada de Fanis, pero cierro la boca y me fijo en el Mercedes 280 Compresor que llevamos delante, para no lanzarme a maldecir a mi familia, la presente y la futura, en un día tan señalado.
Hacía años que no cogía la autopista Atenas-Lamia. Para ser más exactos, hace años que no conduzco por ninguna carretera general más allá de los límites entre Eleusina y Malakasa. El único viaje que he hecho en los últimos años ha sido en barco, a la isla donde vive mi cuñada Eleni. El día en que murió mi madre, hice cruz y raya con el pueblo en que nací. A Salónica no había ido nunca, ayer lo pisé por primera vez, aunque Katerina estudiaba allí. Me armaba de paciencia y esperaba que bajara ella a Atenas, por Navidad o por Pascua.
Torcemos por Velestinos para entrar en Volos. Los padres de Fanis viven un poco alejados del centro, en la carretera que conduce al este del Pílion, en una casa típicamente griega: local comercial en la planta baja y vivienda arriba. La tienda también es típicamente griega: una tienda de ultramarinos donde venden de todo, desde agujas de coser hasta pasta y tomate frito. Primero nos llevan a la tienda, donde, de repente, me invade la nostalgia de la época en que mi padre, cabo de carabineros, perseguía a ladrones de gallinas, y yo, a carteristas. Si me tocaba resolver algún delito de honor, iba a casa del homicida, que me esperaba sentado en una silla, cabizbajo, y yo lo esposaba. Hoy en día, las tradicionales tiendas griegas se han visto engullidas por los supermercados y las grandes superficies, y yo persigo mafiosos, que son de algún modo supermercados del crimen en los que se vende de todo, desde chicas ucranianas y drogas hasta diversión nocturna o grandes complejos de oficinas.
– Los domingos tenemos más trabajo porque las demás tiendas cierran -me explica Sebastí-. Afortunadamente, los griegos nos acordamos de todo a última hora.
– Desde que dejé las tierras y me dediqué exclusivamente a la tienda, me encargo de abastecerla -añade Pródromos, su marido.
– ¿Ya no plantas tabaco? -le pregunto, porque cuando vinieron a casa nos dijeron que tenían una plantación de tabaco.
Pródromos mueve la cabeza con tristeza.
– Ya no tengo edad, consuegro, y el campo me mataba. Por eso tuve que dejarlo, a mi pesar.
– Deberías haberlo dejado antes -apostilla el hijo-. No te hubieras destrozado la espalda y ahora no necesitarías faja.
– Ya lo sé, pero plantar y regar es mi vida -se ríe-. En la parte de atrás tengo un huertecito que cultivo para distraerme, y eso me salva.
– De todos modos, el dinero de las tierras lo hemos reinvertido -añade Sebastí-. Pedimos un préstamo y rehabilitamos la casa del pueblo, en Tsangarada, una casa de dos plantas y cinco habitaciones. La alquilamos y sacamos más que con el tabaco.
– ¿Alquiláis habitaciones en el Pílion y vivís en Volos? -se sorprende Adrianí.
– No, mujer. Alquilamos la casa entera a varias familias alemanas. Se la quedan tres meses y van por turnos: primero una familia numerosa, después dos juntas. Cobramos el alquiler por adelantado, así no tenemos que preocuparnos más.
– Recuerdo que, durante la Ocupación, nuestros padres temían que la comandancia alemana les requisase la casa -comenta Pródromos, todavía entre risas-. Ahora nos piden que se las alquilemos y nos las pagan a precio de oro. ¡Eso es progreso!
Se merecen un aplauso estos alemanes que han pasado de requisar a alquilar, me digo a mí mismo. Porque nosotros seguimos haciendo lo mismo desde el nacimiento del Estado griego moderno: ponemos en alquiler un piso, un local, un campo o una tienda y vivimos de lo que nos renta. La compañía Olympic vuela con aviones alquilados, los propietarios de taxis los alquilan a conductores y los de autobuses los alquilan al Estado. La renta actual de un griego de clase media procede de alquileres y préstamos.
La mesa es de las antiguas, barnizada y con unas patas curvas que terminan en una enorme base. Está dispuesta a la manera de las películas francesas: mantel blanco y servilletas, también de lino blanco, dos juegos de tenedores y cuchillos, y tres copas: una pequeña, otra mediana y otra más grande. Tengo claro que la mediana y la mayor son para el agua y el vino; la pequeña se me antoja un misterio que acaba desvelándome Pródromos Uzunidis.
– Aquí, consuegro, primero nos tomamos un tsipuro y luego seguimos con el vino -aclara mientras me llena la copita.
Levanto la copa y brindo por el éxito de Katerina, vacío la mitad de la copa y mi garganta echa fuego. Dejo un hueco en mi estómago para una copa de vino durante la comida, que empieza con unas alcachofas a la constantinopolitana y pastel de verduras, y termina con rollitos de hoja de parra con arroz y cordero.
– Las hojas de parra y las cebolletas de las alcachofas son de nuestro huerto -me aclara Pródromos.
Observo los cinco rostros que rodean la mesa. Salvo para Katerina y Fanis, la palabra «doctorado» tiene un significado impreciso. A mí me enorgullece el título de «doctora», eso ayudará a mi hija a medrar. Adrianí ve que su hija saca un sobresaliente y se ufana del éxito, pero otro tanto le ocurrió cuando acabó el bachillerato con la misma nota. Pródromos y Sebastí ya consideran a Katerina su futura nuera, así que también tienen derecho a celebrar su éxito. Apenas sabemos qué es eso del doctorado, sólo que es un mérito, superior al título de licenciado, y eso nos basta. Grecia es un enorme mercado de valores donde todo el mundo compra y vende títulos, desde paquetes de acciones hasta títulos universitarios, desde másters a doctorados, que garantizan posiciones sociales distintas y aportan suplementos al sueldo, sin que nadie sepa cuál es su valor real. Así, te puedes topar con un licenciado en Derecho trabajando en un observatorio astronómico y un licenciado en Física en la policía. No importa, aquí lo que cotiza es el título, como en la Bolsa.