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El mejor detergente contra la alegría es el miedo. La elimina en un par de segundos y no deja ni rastro de ella. Intento mantener la calma y razonar de manera lógica. Me digo que no es la primera vez que unos terroristas liberan a ancianos, mujeres y niños y retienen al resto. En la mayoría de los secuestros aéreos sucede así. De acuerdo, pero ¿cómo se explica que todavía no hayan dado a conocer sus exigencias? Al menos los islamistas radicales y los palestinos asumen la autoría o exigen condiciones desde el primer momento. Aunque esto tampoco es del todo cierto. En los atentados con bomba de Londres pasaron diez días hasta que Al Qaeda reconoció su autoría. Lo mismo había ocurrido antes en Madrid. Ninguna organización asumió, de inmediato y de manera oficial, la responsabilidad de los hechos. Con respecto a las exigencias, pertenecen ya al pasado: satisfacías algunas de ellas, garantizabas a los terroristas un medio de huida y ellos, en contrapartida, liberaban a los rehenes. De modo que no tienen por qué ser chechenos. También podrían ser árabes o palestinos.

Las dosis de tranquilizante que yo mismo me inyecto no bastan y decido utilizar a Guikas como balón de oxígeno. Todavía en el puente, antes de incorporarme a la autopista, me paro en el arcén y lo llamo al móvil.

Parece que reconoce mi número, porque me responde secamente:

– Te devuelvo la llamada en un instante -y cuelga.

Ese «en un instante» dura hasta Malakasa, o sea, media hora. Suena el móvil en el momento que dejo atrás, a mi izquierda, una especie de Partenón que algún griego megalómano debe de haberse construido junto a la autopista, con sus columnas, sus capiteles y su peristilo, en un gran descampado, para alzar también un futuro Erecteion. El griego de hoy en día comienza construyendo una casa para huir de la miseria y acaba erigiendo una nueva Acrópolis.

– Seré breve, porque tengo que volver a los interrogatorios -me dice Guikas-. Aunque no creo que averigüemos mucho más. Nadie ha podido decirnos de qué nacionalidad son los terroristas ni qué lengua hablan. Llevan siempre un pasamontañas y, si tienen que dar alguna orden, lo hacen en inglés, así que nada podemos deducir de su acento. No han liberado a extranjeros, sólo a griegos. Retienen a las mujeres en el salón de primera clase y a los hombres en el de clase turista. No tienen contacto con los rehenes, a excepción de un médico al que le permiten entrar en los dos salones, para ocuparse de los enfermos, acompañado de una chica que se llama Katerina. ¿Puede ser tu hija?

– Sí. Y el médico es su novio. Iban a pasar unos días de vacaciones a Creta, después de la lectura de la tesis de Katerina.

– En cualquier caso, hasta el momento no han herido a ningún miembro del pasaje ni de la tripulación -prosigue Guikas-, y eso, en principio, es buena señal.

– Salvo que sean chechenos y que ésta sea la primera fase del plan, como nos predijo Chaliapin.

Reflexiona unos segundos antes de replicar:

– ¿Y por qué han tardado tres días en liberarlos?

– No lo sé. Tal vez porque no son expertos en barcos y han necesitado más tiempo para tomar el control de la embarcación -contesto.

– No se puede descartar esta hipótesis, pero me parece exagerada. Creo que siguen un plan cuyo objetivo consiste en despistarnos constantemente.

– ¿Por qué motivo?

– Eso no lo sé. Necesito ver la otra cara de la moneda, la cara más dura. Es cuestión de tiempo.

Tiene razón. Es imposible que no enseñen su rostro más duro. Llamo a Adrianí y la pongo al corriente, sin mencionarle ni una palabra de las especulaciones más sombrías. Cuando acabo esta segunda llamada, he dejado atrás el desvío de San Stéfanos y Adrianí nada en un mar de felicidad.

Capítulo 13

El arquitecto debía de estar borracho cuando proyectó el apartamento de Stelios Ifantidis, en la calle Plakuta, y lo construyó al revés. Situado en el ático, es un apartamento de soltero de menos de cuarenta metros cuadrados, rodeado todo él por una terraza de más de setenta metros cuadrados llena de arbustos, macetas y jardineras. En realidad, podría haber vivido en la terraza y utilizado el interior como invernadero; seguro que hubiese estado más cómodo.

El apartamento está formado por un salón exterior y un dormitorio interior, con un sofá cama metido con calzador. La cocina es un entrante del salón comedor y, en ella, a duras penas cabe un frigorífico, un pequeño horno, un fregadero y una persona de pie, que se arriesga a golpearse sin cesar con los muebles de alrededor.

Me quedo en la puerta de la terraza para no entorpecer el trabajo de los peritos de la Científica. A juzgar por la decoración, tengo que darle la razón a la hermana de Ifantidis: esta leonera está decorada con gusto. La víctima había reunido con mucha paciencia objetos y tejidos de colores bonitos y luminosos. Donde no podía evitar los muebles estándar, como en el caso del sofá cama, se tomaba la molestia de cubrirlos con una tela para esconder su fealdad.

No espero descubrir nada en casa de Ifantidis. ¿Qué puede esconder un apartamento de soltero de cuarenta metros? Sólo lo imprescindible para vivir y ningún secreto. Si tuviese alguno, estaría escondido en el armario empotrado de doble batiente, pero no hemos hallado nada. La ropa y los zapatos son todos de la misma talla. Eso quiere decir que vivía solo y que, en principio, no convivía con nadie ni alojaba a invitados. El baño confirma mis sospechas. Todo está perfectamente ordenado y sólo hay una unidad de cada objeto: un cepillo de dientes, un tubo de pasta dentífrica, una brocha de afeitar. El piso está limpio como una patena. Si mi mujer tuviese que compartir con alguien el primer premio a la mejor ama de casa, Ifantidis sería sin duda el candidato.

Una mesa de dibujo, de cara a la terraza, preside la salita. Busco entre los dibujos que hay encima, pero no encuentro nada interesante. En el mueble de al lado abro dos cajones llenos de dibujos, unos acabados, otros simples bocetos, todos en perfecto orden.

– ¿Habéis encontrado algo? -pregunto a los muchachos de la Científica.

– Lo de siempre. Nada que parezca de interés -me responde Dimitriu, el jefe de la Brigada -. De todos modos, no hemos encontrado ninguna agenda, tampoco un fax. Hemos buscado por todas partes.

Es imposible que un estudiante, que además trabajaba de modelo, no tuviese agenda ni fax. Dado que tampoco hemos hallado ningún teléfono móvil, deduzco que el asesino lo hizo desaparecer todo.

Lo que no te dice la casa, tal vez te lo digan los vecinos, pienso. Bajo las escaleras y empiezo a llamar a los timbres, pero nadie me abre. Lo intento en el tercero. Cuando ya estoy a punto de maldecir mi mala suerte, oigo que, detrás de mí, se abre la puerta del ascensor y una voz de mujer que inquiere:

– ¿Busca a alguien?

La cuarentona que me lo pregunta acaba de salir de la peluquería. Emite un aroma intenso que me cosquillea la nariz.

– Soy el comisario Jaritos. Quisiera hacerle algunas preguntas en relación con…

– … el joven que asesinaron ayer, ¿verdad? Pase -me dice diligente, mientras abre la puerta de su casa.

Me invita a pasar a un recibidor presidido por una mesa de cristal con pie de mármol, y, encima, un espejo enmarcado en negro. Frente al mueble hay una reproducción en yeso del Discóbolo, la mitad de grande que el original. La cuarentona me conduce del recibidor al salón, y es como si pasase de la época de Pericles a la de Luis XIV, porque en la pieza predominan muebles tallados con patas doradas y tapizados verdes.

Me siento en una de las butacas, y ella se acomoda delante de mí.

– ¿Quiere tomar algo? -me ofrece muy amablemente-. ¿Un cafecito?

– No, gracias. Por favor, ¿me puede decir su nombre?

– Urania Nestoridu.

– ¿Conocía a Stelios Ifantidis?

– Pero, comisario, ¿cómo no iba a conocerlo? -me contesta casi ofendida la señora Nestoridu-. Lo veía cada noche, en todos los canales.

– No me refería a eso, señora Nestoridu. Le pregunto si le conocía como vecino, de tropezárselo en la escalera.

– Sólo de vista, y me lo encontraba muy de vez en cuando. Era un chico tranquilo. Por lo que sé, nadie tenía quejas de él. No creo que tuviese nunca problemas con ningún vecino. -Tras una breve pausa, añade-: Seguramente porque no quería dar pie a habladurías.

Enseguida capto adónde quiere ir a parar, pero prefiero hacerme el despistado.

– ¿Y por qué no?

La mujer duda y me mira incómoda.

– Era… uno de ésos, ya sabe -dice, finalmente.

– ¿Y era ésa la razón para no querer dar motivo de queja?

La hermana de la víctima sigue estando en lo cierto.

– ¿No lo entiende? Esa clase de gente…, serán lo que quieran, pero en el fondo se avergüenzan un poco. Tienen sus manías, sus complejos. Claro que también los hay descarados, huelga decirlo, pero ese pobre chico no era así.

– ¿Alguna vez lo vio acompañado, quizá con otros chicos?

– No. Siempre iba solo.

Convencido de que no sacaré nada más, me levanto.

– Muchas gracias, señora Nestoridu. Si es necesario, la llamaremos para declarar.

Me da su número de teléfono y me acompaña hasta la puerta. El Discóbolo está a punto de lanzar el disco hacia la mesa de cristal con pie de mármol y dejarla bien apañada.

Mientras espero el ascensor, me digo que, si en los castillos la torre vigía está en lo más alto, en los bloques de apartamentos se encuentra en la planta baja. Allí vive la gente que observa y controla a todo el que pasa. Al entrar, me he fijado en que la señora de cabellos blancos de la planta baja atisbaba la calle Plakuta desde la puerta de un balconcito, con un perro a su lado. Llamo al timbre de su puerta y me abre al momento, seguramente con la esperanza de que sea alguien con quien entablar conversación.

– Soy el comisario Jaritos. ¿Puede dedicarme un instante?

– Es por Stelios, ¿verdad? Entre.

Me hace pasar a una salita amueblada con lo que queda de un domicilio familiar de los años treinta. Me siento en una de esas butacas antiguas de brazos curvos, en forma de medialuna, que llegan hasta el suelo. La mujer de cabellos blancos se sienta en una silla, delante de mí.

– Soy Afroditi Teloni -se presenta-. Contable jubilada, viuda y sin hijos.

El perro abandona su puesto junto al balcón, se coloca frente a mí y empieza a ladrar.

– ¡Cállate, Lucky! -le riñe. Después se vuelve hacia mí-. He amaestrado a Lucky para que cuide de esta pobre vieja: por su culpa no puedo ir a una residencia de ancianos, porque no aceptan perros.

Se esfuerza inútilmente en entablar conversación, pero no tengo ni tiempo ni ganas.

– ¿Conocía a Stelios Ifantidis?

Con la mano derecha se masajea la frente.

– ¡Ay, no me lo recuerde! Hace dos días que no enciendo la tele, mi única compañía, por no ver su cara.

– ¿Le conocía bien?

– Señor comisario, a mi edad ya no conozco bien a nadie. No sólo porque la vista no me ayuda, sino porque a nadie le interesa conocer bien a una anciana de otra época. -

Se le escapa un pequeño suspiro y continúa-: En cambio, Stelios me proporcionaba siempre un poco de alegría. No era sólo por los buenos días y por la conversación que me daba cada vez que me veía, sino que a menudo se ofrecía a comprarme algo, y cuando me veía volver del supermercado corría a ayudarme a cargar las bolsas. Lucky lo adoraba, Stelios lo sacaba a pasear cuando no me encontraba bien o hacía mucho frío; me da miedo salir a la calle cuando hace frío. ¿Qué más le puedo decir? Era un muchacho excepcional.

– ¿Sabe que era modelo? -Se lo pregunto porque no sé cómo plantearle el otro tema.

– ¿No le he dicho que la televisión es mi única compañía? Lo veía cada noche. Es cierto que habíamos hablado de ello, aunque no fuese de mi incumbencia. «Escucha, Stelios, no dejes los estudios para hacerte modelo», le aconsejé un día. «¿Crees que estoy loco?», contestó; «quiero ganar un poco de dinero, para no ser una carga para mi madre, y también para tener unos ahorros cuando empiece a trabajar de verdad.» Se lo repito, era un chico muy sensato.

De inmediato me siento estúpido por no haberle preguntado a la hermana de Stelios sobre la situación económica de su hermano, y si sabía si tenía alguna cuenta corriente en el banco. Tampoco se me había ocurrido decirle a Vlasópulos que lo investigase. Reflexiono sobre ese despiste y llego a la conclusión de que tres cuartas partes de mi mente se concentran en mi hija y que es natural que cometa estupideces como ésa.

– ¿Sabe si tenía amigos?

– No es necesario que le diga que era gay, ¿no? Supongo que ya lo sabe.

– Sí, lo sé. ¿Le hablaba de sus cosas?

– Para mí no tenía secretos. Me hablaba de su familia, de sus amores…

Me los imagino sentados en esta salita, tomándose un café y charlando. Seguro que la anciana Teloni sabía leer el futuro en los posos del café, seguro que también le había predicho el suyo…

– ¿Sabe si mantenía alguna relación sentimental?

– Esporádicamente. De una noche, o de un fin de semana. Nada estable.

– ¿Vio entrar o salir amigos de su casa?

– No, en casa no quería a nadie.

– ¿Por qué? ¿Para no dar pie a murmuraciones?

– No, sencillamente no quería que otros entrasen en su espacio privado y se lo revolviesen, decía.

Me viene a la cabeza la decoración y el orden que reinaba en su apartamento y llego a la conclusión de que ése debe de ser el verdadero motivo.

– Sólo un par de veces vi cómo lo recogía delante de casa un joven con una moto… -se detiene un instante-…, un joven un poco raro.

– ¿Raro? ¿A qué se refiere?

– Llamaba la atención. No se quitaba el casco, su cuerpo parecía el de un luchador y llevaba una chaqueta de piel con botones dorados y botas militares altas. Estuve a punto de preguntarle quién era, pero me dio apuro.

– ¿Por qué?

– Recordé lo que me dijo una vez mi difunto esposo: las personas como Stelios no sólo van con hombres, también tienen gustos raros. Por eso no me atreví.

Si se lo hubiese preguntado, seguramente el muchacho habría aducido cualquier excusa para no contestar. Por la descripción, el tipo que había pasado a recogerle encajaba con esos «gustos raros», sólo que no sabemos si era de los esporádicos o de los estables. Lo más probable es que nunca lo sepamos.

No tengo nada más que preguntarle a la señora Teloni y me levanto para irme. Me acompaña hasta la salida, mientras el perro ladra detrás, deseoso de perderme de vista lo antes posible.

Salgo a la calle Plakuta y me dirijo hacia Kalidromiu, donde he estacionado el coche, cuando suena el móvil. Atiendo la llamada con la esperanza de que sea de nuevo Guikas y pueda oír otra buena noticia, pero escucho una voz desconocida:

– Aquí Palioritis, de la Científica, comisario. ¿Podría pasarse un momento por el laboratorio? Hemos descubierto una cosa muy extraña.

– ¿Extraña? Explícate mejor.

– Es difícil de explicar. Mejor que lo vea usted mismo. -De acuerdo, voy para allá.

Para que me llamen al móvil y me digan que pase por el laboratorio, debe de tratarse de algo realmente extraño.