– Pero, comisario, ¿cómo no iba a conocerlo? -me contesta casi ofendida la señora Nestoridu-. Lo veía cada noche, en todos los canales.
– No me refería a eso, señora Nestoridu. Le pregunto si le conocía como vecino, de tropezárselo en la escalera.
– Sólo de vista, y me lo encontraba muy de vez en cuando. Era un chico tranquilo. Por lo que sé, nadie tenía quejas de él. No creo que tuviese nunca problemas con ningún vecino. -Tras una breve pausa, añade-: Seguramente porque no quería dar pie a habladurías.
Enseguida capto adónde quiere ir a parar, pero prefiero hacerme el despistado.
– ¿Y por qué no?
La mujer duda y me mira incómoda.
– Era… uno de ésos, ya sabe -dice, finalmente.
– ¿Y era ésa la razón para no querer dar motivo de queja?
La hermana de la víctima sigue estando en lo cierto.
– ¿No lo entiende? Esa clase de gente…, serán lo que quieran, pero en el fondo se avergüenzan un poco. Tienen sus manías, sus complejos. Claro que también los hay descarados, huelga decirlo, pero ese pobre chico no era así.
– ¿Alguna vez lo vio acompañado, quizá con otros chicos?
– No. Siempre iba solo.
Convencido de que no sacaré nada más, me levanto.
– Muchas gracias, señora Nestoridu. Si es necesario, la llamaremos para declarar.
Me da su número de teléfono y me acompaña hasta la puerta. El Discóbolo está a punto de lanzar el disco hacia la mesa de cristal con pie de mármol y dejarla bien apañada.
Mientras espero el ascensor, me digo que, si en los castillos la torre vigía está en lo más alto, en los bloques de apartamentos se encuentra en la planta baja. Allí vive la gente que observa y controla a todo el que pasa. Al entrar, me he fijado en que la señora de cabellos blancos de la planta baja atisbaba la calle Plakuta desde la puerta de un balconcito, con un perro a su lado. Llamo al timbre de su puerta y me abre al momento, seguramente con la esperanza de que sea alguien con quien entablar conversación.
– Soy el comisario Jaritos. ¿Puede dedicarme un instante?
– Es por Stelios, ¿verdad? Entre.
Me hace pasar a una salita amueblada con lo que queda de un domicilio familiar de los años treinta. Me siento en una de esas butacas antiguas de brazos curvos, en forma de medialuna, que llegan hasta el suelo. La mujer de cabellos blancos se sienta en una silla, delante de mí.
– Soy Afroditi Teloni -se presenta-. Contable jubilada, viuda y sin hijos.
El perro abandona su puesto junto al balcón, se coloca frente a mí y empieza a ladrar.
– ¡Cállate, Lucky! -le riñe. Después se vuelve hacia mí-. He amaestrado a Lucky para que cuide de esta pobre vieja: por su culpa no puedo ir a una residencia de ancianos, porque no aceptan perros.
Se esfuerza inútilmente en entablar conversación, pero no tengo ni tiempo ni ganas.
– ¿Conocía a Stelios Ifantidis?
Con la mano derecha se masajea la frente.
– ¡Ay, no me lo recuerde! Hace dos días que no enciendo la tele, mi única compañía, por no ver su cara.
– ¿Le conocía bien?
– Señor comisario, a mi edad ya no conozco bien a nadie. No sólo porque la vista no me ayuda, sino porque a nadie le interesa conocer bien a una anciana de otra época. -
Se le escapa un pequeño suspiro y continúa-: En cambio, Stelios me proporcionaba siempre un poco de alegría. No era sólo por los buenos días y por la conversación que me daba cada vez que me veía, sino que a menudo se ofrecía a comprarme algo, y cuando me veía volver del supermercado corría a ayudarme a cargar las bolsas. Lucky lo adoraba, Stelios lo sacaba a pasear cuando no me encontraba bien o hacía mucho frío; me da miedo salir a la calle cuando hace frío. ¿Qué más le puedo decir? Era un muchacho excepcional.
– ¿Sabe que era modelo? -Se lo pregunto porque no sé cómo plantearle el otro tema.
– ¿No le he dicho que la televisión es mi única compañía? Lo veía cada noche. Es cierto que habíamos hablado de ello, aunque no fuese de mi incumbencia. «Escucha, Stelios, no dejes los estudios para hacerte modelo», le aconsejé un día. «¿Crees que estoy loco?», contestó; «quiero ganar un poco de dinero, para no ser una carga para mi madre, y también para tener unos ahorros cuando empiece a trabajar de verdad.» Se lo repito, era un chico muy sensato.
De inmediato me siento estúpido por no haberle preguntado a la hermana de Stelios sobre la situación económica de su hermano, y si sabía si tenía alguna cuenta corriente en el banco. Tampoco se me había ocurrido decirle a Vlasópulos que lo investigase. Reflexiono sobre ese despiste y llego a la conclusión de que tres cuartas partes de mi mente se concentran en mi hija y que es natural que cometa estupideces como ésa.
– ¿Sabe si tenía amigos?
– No es necesario que le diga que era gay, ¿no? Supongo que ya lo sabe.
– Sí, lo sé. ¿Le hablaba de sus cosas?
– Para mí no tenía secretos. Me hablaba de su familia, de sus amores…
Me los imagino sentados en esta salita, tomándose un café y charlando. Seguro que la anciana Teloni sabía leer el futuro en los posos del café, seguro que también le había predicho el suyo…
– ¿Sabe si mantenía alguna relación sentimental?
– Esporádicamente. De una noche, o de un fin de semana. Nada estable.
– ¿Vio entrar o salir amigos de su casa?
– No, en casa no quería a nadie.
– ¿Por qué? ¿Para no dar pie a murmuraciones?
– No, sencillamente no quería que otros entrasen en su espacio privado y se lo revolviesen, decía.
Me viene a la cabeza la decoración y el orden que reinaba en su apartamento y llego a la conclusión de que ése debe de ser el verdadero motivo.
– Sólo un par de veces vi cómo lo recogía delante de casa un joven con una moto… -se detiene un instante-…, un joven un poco raro.
– ¿Raro? ¿A qué se refiere?
– Llamaba la atención. No se quitaba el casco, su cuerpo parecía el de un luchador y llevaba una chaqueta de piel con botones dorados y botas militares altas. Estuve a punto de preguntarle quién era, pero me dio apuro.
– ¿Por qué?
– Recordé lo que me dijo una vez mi difunto esposo: las personas como Stelios no sólo van con hombres, también tienen gustos raros. Por eso no me atreví.
Si se lo hubiese preguntado, seguramente el muchacho habría aducido cualquier excusa para no contestar. Por la descripción, el tipo que había pasado a recogerle encajaba con esos «gustos raros», sólo que no sabemos si era de los esporádicos o de los estables. Lo más probable es que nunca lo sepamos.
No tengo nada más que preguntarle a la señora Teloni y me levanto para irme. Me acompaña hasta la salida, mientras el perro ladra detrás, deseoso de perderme de vista lo antes posible.
Salgo a la calle Plakuta y me dirijo hacia Kalidromiu, donde he estacionado el coche, cuando suena el móvil. Atiendo la llamada con la esperanza de que sea de nuevo Guikas y pueda oír otra buena noticia, pero escucho una voz desconocida:
– Aquí Palioritis, de la Científica, comisario. ¿Podría pasarse un momento por el laboratorio? Hemos descubierto una cosa muy extraña.
– ¿Extraña? Explícate mejor.
– Es difícil de explicar. Mejor que lo vea usted mismo. -De acuerdo, voy para allá.
Para que me llamen al móvil y me digan que pase por el laboratorio, debe de tratarse de algo realmente extraño.
Capítulo 14
Tardo casi tres cuartos de hora en ir desde Plakuta hasta el laboratorio científico. Todos los que, durante los Juegos Olímpicos, veían fluir el tráfico como las olas del Danubio, y proclamaban entusiasmados que los atascos de Atenas habían desaparecido para siempre, se encuentran ahora empantanados en las marismas de la avenida Mesolongios y sueltan palabrotas, como antes de los Juegos. Un milagro dura tres días, a lo sumo cuarenta, decía mi difunta madre. Los Juegos Olímpicos duraron cuarenta -lo máximo-, y después hemos vuelto a las andadas.