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Se echa a reír, satisfecha de su inteligente táctica. El pecho se le mueve arriba y abajo, y hace ondear la bandera.

– ¿Me puede explicar por qué me dice todo esto? -le pregunto nervioso, pues su relación con los gays me importa un comino y estoy perdiendo tontamente el tiempo.

– Para darle a entender que Stelios era mariquita, pero de otra clase. No se movía como ellos, no decía «reina» ni «cariño». Era serio, conmigo sólo hablaba de trabajo; sobre cuestiones personales, era una tumba.

– En otras palabras, no sabe nada de su vida privada.

– No tengo ni la más remota idea, excepto que estudiaba en la Escuela de Bellas Artes.

– ¿Sabe si tenía rivales en la profesión? -le pregunto, más que nada para no irme con las manos vacías.

– Mire, comisario, cuando tienes éxito, siempre te envidian. Especialmente en esta profesión. Quien queda fuera del mercado no soporta que otro sea más guapo, más alto o se mueva con más gracia. Entonces empiezan a despotricar y a meterse conmigo: que si protejo a los mariquitas, que si los gays y los judíos gobiernan el mundo, y yo les sigo el juego. Pero todo esto nunca llega hasta el punto de querer matar al rival. -Reflexiona unos segundos-. Sólo me asusté de veras el día en que se presentó aquí su padre.

– ¿Su padre? ¿Y cuándo fue eso?

– Hará unos tres meses.

– ¿Qué quería?

– Irrumpió en mi despacho y me amenazó para que dejase de representar a su hijo. También me pedía la dirección y el teléfono de su hijo. Estaba fuera de sí, daba puntapiés a los muebles y yo lo contemplaba aterrada. Hasta que llamé a gritos a Tecla, mi secretaria, y a unos cuantos chicos que esperaban fuera, para que avisasen a la policía. Entonces el hombre se asustó y se largó. No sé qué decirle, no entiendo por qué no quería que le diese trabajo a su hijo.

Yo sí lo entiendo, pero no me molesto en explicárselo. Me levanto con intención de irme.

– Tome, es mi número de móvil, por si recuerda algo más.

– Me lo quedaré, aunque no creo que pueda ayudarle. Le he contado todo lo que sé.

Fuera se han congregado hombres y mujeres de todas las edades que esperan pacientemente, como si estuviesen en la consulta del dentista. En el ascensor, se me ocurre que debería apretarle las tuercas al padre de la víctima. En primer lugar, porque se tomó la molestia de localizar a la agente de su hijo. En segundo, porque había ido a amenazarla. En tercer lugar, porque le pidió su dirección. Todo ello, a falta de nada mejor, lo convierte por el momento en el principal sospechoso.

Capítulo 15

Me esperan delante de la puerta de mi despacho, incómodos. No son nuestros reporteros habituales, que ahora deben de estar respirando la brisa de Creta mientras cubren las noticias del fondeo de El Greco frente a las islas Zodorú. Éstos trabajan para la prensa del corazón y la telebasura. No son muy diferentes de los otros. Éstos, simplemente, navegan ahora fuera de sus aguas, porque no es lo mismo entrevistar a estrellas que no saben ni hablar, que esperar la llegada de un poli en el pasillo de Jefatura.

Me hago el indiferente y paso de largo, fingiendo que no los veo, que no los conozco, pero me detiene una voz aguda de mujer:

– ¿Hay alguna novedad sobre la muerte de Ifantidis?

– Ya os llamaré -declaro, de forma vaga y ambigua, y entro en mi despacho.

Me encuentro el informe de la autopsia de Stavrópulos sobre la mesa. Lo leo, saltándome lo que no me interesa, o no domino, y llego a la hora de la muerte. El informe la sitúa entre las once de la noche y las tres de la madrugada. Quiero saber si la víctima tuvo relaciones sexuales antes de morir. Stavrópulos lo descarta. El resto de nada me sirve. Abro la puerta y digo a los periodistas que pasen.

Entran titubeando y miran a su alrededor. Están acostumbrados a suites de hotel y a espacios confortables, y ahora se les cae el alma a los pies. Al fin, dos de las mujeres deciden sentarse. El resto permanece de pie, básicamente porque no hay más sillas.

– En relación con el asesinato de Stelios Ifantidis, no tengo mucho que decir. De momento sólo puedo facilitarles dos datos. El primero, que la muerte se produjo entre las once y las tres de la madrugada. El segundo, que el asesino disparó a la víctima a bocajarro.

Nada comento sobre el revólver, porque no quiero revelar aún el modelo del arma y el año de fabricación. Afortunadamente, puedo distraerlos con detalles secundarios y no se les ocurre preguntar. Si estuviese aquí Sotirópulos, ya hubiera sacado la artillería.

– Habrá nuevas declaraciones a medida que avancen las investigaciones -añado para quitármelos de encima.

Comprenden que no me sonsacarán nada más y empiezan a desfilar.

No bien el último ha cerrado la puerta, hago venir a Vlasópulos. Le cuento a grandes rasgos lo que ha averiguado el laboratorio sobre el arma.

– En todo caso, el asesino no la robó del museo -apostilla él-. Hicieron el recuento con rapidez y no les faltaba ninguna. Por otra parte, no tienen muchas Luger. La mayoría son M1911, de procedencia norteamericana. Los alemanes no solían regalarnos pistolas. En cuanto a la munición nueve milímetros parabellum, ni siquiera exhiben balas de ese calibre.

– Me pregunto de dónde salió.

Vlasópulos se encoge de hombros:

– Si es una M1911, es fácil. El ejército las utilizó durante la guerra civil.

– ¿Y si es una Luger?

– No sé qué decirle. Tal vez el abuelo del asesino se la sustrajera a algún oficial alemán. También pudo haberla comprado en cualquier país del Este, allí venden de todo. Lo que me intriga es por qué la compró. ¿Necesitaba una pistola de anticuario para matar a un marica?

– La necesitaba si se trata de un maniaco que se ha adjudicado la misión de limpiar Grecia de homosexuales. La pistola es una especie de tarjeta de visita.

Deja escapar un silbido de admiración.

– ¿Me está diciendo que tenemos la mala suerte de enfrentarnos, por un lado, a terroristas, y por el otro, a un chalado?

– Eh, para el carro. Sólo es una teoría, quizás andemos errados. ¿Has avisado a los compañeros de facultad de la víctima?

– ¡Naturalmente! Mañana a las nueve y media. -Se dirige a la puerta, pero se detiene-. ¿Sabe qué me pasa, comisario? ¡Echo en falta a Dermitzakis!

– Y yo a mi hija -le respondo secamente.

– Tiene razón, disculpe -me dice, como si hubiese sido la metedura de pata de su vida.

Día y noche, no pasa un instante sin que piense en ella y en su novio. Sin embargo, cuando lo digo en voz alta y lo oigo, como ahora, mis ánimos decaen. Consulto el reloj; son casi las siete y media. Decido dejarlo e irme a casa.

Al poco de doblar la esquina, me doy cuenta de que no he probado bocado desde anoche. Entro en el primer bar que veo y pido dos pinchos para llevar, uno de cerdo y otro de ternera. Llego a casa con cinco minutos de retraso: el informativo de las ocho ya ha empezado. Subo el volumen para oír las noticias desde la cocina, como si se tratase de la radio, mientras me sirvo los pinchos.

Los pongo en un plato, cojo una servilleta de papel y, cuando estoy a punto de iniciar la ceremonia de mirar y comer, oigo que el presentador dice:

– Iannis, ¿qué hay de cierto en la información de que entre los rehenes de El Greco se encuentra la hija de un alto cargo de la policía?

– Es totalmente cierto, Andreas. Nos lo han corroborado muchos de los pasajeros que los terroristas han dejado en libertad.