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– ¿Se puede fumar? -pregunta un chico de cabello brillante y en punta y un pendiente en la oreja izquierda.

– No. El despacho es pequeño y se llenaría de humo. Un poco de paciencia, no os entretendré mucho.

El joven acepta su suerte en silencio, mientras una chica pelirroja deja escapar un profundo suspiro en señal de tormento por la privación que tendrá que soportar. Vlasópulos decide poner fin a la espera.

– Bien, chicos, cuando queráis decir algo, decid primero vuestro nombre y apellido, y después tomáis la palabra. Dirigios siempre al casete, para que después podamos oír la grabación de lo que decís y ponerlo por escrito.

A continuación se produce otro prolongado silencio. Se sienten angustiados y muy incómodos. A su edad consideras una traición revelar a la pasma incluso cuántos cafés al día se tomaba tu amigo.

– No haré preguntas personales -me dirijo a todos con serenidad-. Preguntaré en general y quien sepa algo que responda, tal como os ha dicho el subinspector Vlasópulos. -Empiezo con una pregunta estúpida para que se relajen-: ¿Conocíais bien a Stelios Ifantidis?

– ¿Si lo conocíamos bien? -repite pensativa una chica de pelo castaño que lleva chancletas, vaqueros y una camiseta de algodón donde se lee «FUCK THE ARTISTS». Quiere proseguir, pero Vlasópulos la interrumpe.

– Nombre y apellido -le recuerda.

– Glikeria Papapetru. Miren, somos una clase pequeña y todos nos conocemos. Ahora bien, eso de que «nos conocemos» no ha de tomárselo al pie de la letra. Sabemos lo que uno suele saber de otro compañero de facultad, y de verlo en el bar de enfrente.

– Y como compañeros de clase, ¿de qué hablabais?

Se encoge de hombros.

– De las asignaturas, de nuestros trabajos, de cotilleos de la facultad…, de qué películas habíamos visto y nos habían gustado…

– ¿Y al margen de las cosas de la facultad?

– Cuando debíamos presentar trabajos, o se acercaban los exámenes, entonces nos veíamos más a menudo. El resto del tiempo lo pasábamos entre el aula y el bar, y en verano nos perdíamos la pista.

Llevo dos noches seguidas en vela y tengo los nervios destrozados.

– Empiezo a hartarme de todos esos «no sé nada», «no he oído nada», «no he visto nada» -digo fuera de mis casillas-. ¿Cómo es posible que hayáis estudiado dos, tres años juntos y no sepáis nada de él? ¿Adónde solía ir, a qué bares, con quién se relacionaba? O nos decís lo que sabéis o empiezo a interrogaros uno por uno. Dicho de otra manera, os retendré aquí hasta medianoche o más.

Me miran y sus expresiones varían: unos no saben qué decir, otros se muestran sorprendidos, y otros me lanzan miradas de odio. Al final una chica pelirroja que sólo lleva un pendiente decide romper el hielo.

– No pretendemos ocultarle nada, señor comisario -me dice-. Sencillamente, Stelios siempre mantenía las distancias. Pregúntele a Aleka. Es la que iba con él más a menudo y tal vez sepa algo.

Nueve pares de ojos se vuelven hacia una chica bajita y regordeta, con gafas redondas, que parece más una alumna de bachillerato que una estudiante de Bellas Artes. Dice su nombre: Alexandra Lampridu.

– Lo que han dicho es cierto. Con los conocidos, Stelios se mostraba abierto y simpático, pero cuando intimabas con él dejaba de fingir. -Se calla un instante, reflexiona, y corrige-: De todos modos, no siempre era así.

– A ver si nos aclaramos: ¿cuándo era y cuándo no era así?

– No era así ni en clase ni en el taller. Ahí siempre estaba dispuesto a ayudar. Y ya que lo mencionamos, no tenía por qué molestarse en ayudar a ningún compañero, no tenía que ganarse la amistad de nadie, porque era el mejor.

– ¿Quién dice que era el mejor? Porque yo lo veo de otro modo -interviene el individuo del pelo en punta. Después se inclina y dice irónicamente al casete-: Lambis Kalafatis.

– ¡Venga, Lambis, deja de hacerte el gracioso! -protesta la chica de pelo castaño del «FUCK THE ARTISTS»-. Todos lo considerábamos el mejor, tú eras el único que no lo soportaba.

– ¿Podemos seguir? -le digo a Aleka, para evitar más réplicas-. Decías que era una persona abierta con los compañeros.

– Exacto, pero cuando pasabas de las clases a temas personales, entonces no soltaba prenda.

– Pero, por lo que me dices, contigo mantenía una buena relación.

– Sí. Los demás no lo entendían, pero yo sabía por qué.

– ¿Y por qué?

– Porque yo necesitaba hablarle de mis problemas. Cuando te sincerabas, él discutía el problema contigo, te decía lo que pensaba. En cambio, de sus cosas nunca contaba nada, excepto sobre su madre y su hermana.

Eso es lo único interesante que he oído hasta el momento e inmediatamente me lanzo:

– ¿Qué te contaba de su madre y de su hermana?

– De su madre decía que se había separado de su padre y que pasaba estrecheces. Sentía remordimientos porque se había ido de casa para seguir estudiando y la había dejado sola. Cuando empezó a trabajar en publicidad daba saltos de alegría, porque podía ayudar a su madre y a su hermana. Un día me dijo que, del dinero que ganaba con los anuncios, se quedaba sólo lo necesario para vivir, y que el resto lo enviaba a su casa.

– ¿Y de la hermana?

– A Stelios le remordía la conciencia porque ella se había hecho cargo de su madre y, al mismo tiempo, luchaba para mantener su puesto de trabajo; en cambio, él vivía en Atenas y jugaba a ser artista.

Llegamos a la ineludible pregunta sobre la sexualidad de la víctima, y no sé cómo abordarlo. Si me hago el ingenuo y finjo no saber nada, es muy probable que se acreciente su desconfianza y que yo no obtenga respuestas claras. Decido plantearlo de forma suave, mostrando mis cartas una a una.

– Escuchadme bien, chicos -comienzo en tono amistoso-. Tanto vosotros como yo sabemos que vuestro compañero era homosexual. De modo que nos vemos obligados a investigar sus relaciones sentimentales, porque no podemos descartar que se trate de un crimen pasional.

– Entonces lo tenemos crudo… -responde enseguida Aleka.

– ¿Por qué?

– Porque en los dos años que estudiamos juntos, nunca me habló de sus sentimientos, y jamás lo vi con un hombre.

Me dirijo al resto:

– Tal vez alguno de vosotros sepa algo más.

El silencio, acompañado de negaciones con la cabeza, me da a entender que ninguno sabe nada. Estoy a punto de cerrar el tema cuando el joven de pelo en punta salta:

– Lo más probable es que lo escondiese por miedo -dice con esa sonrisa irónica que me saca de quicio.

– ¿De qué miedo hablas, si todos sabíamos que era gay? -le recrimina una compañera-. Stelios no se escondía.

El joven se dirige a mí:

– ¿Sabe?, los gays sienten una gran inseguridad en sus relaciones amorosas -me explica como si quisiera darme lecciones-. Cuando ligan con alguien, lo mantienen en secreto para que ningún posible rival o alguna amiga suya se lo robe.

Estoy a punto de ponerlo en su sitio, pero se me adelanta Aleka, que salta indignada:

– Lambis, Stelios está muerto, ¿todavía no lo has entendido? -le grita, a punto de ponerse a llorar-. Ya no hace falta que hables mal de él a sus espaldas ni que le tengas envidia porque triunfaba allá donde iba.

– Está bien, no te pongas así. Era una broma.

– ¡Menuda broma! -responde Aleka con sarcasmo. Después se dirige a mí-: Stelios no tenía miedo de que le robasen ningún amigo, señor comisario. Al único al que temía era a su padre.