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– ¿Qué quiere que le diga? Todos estos días hemos vivido con la esperanza de que así sea.

– Sin embargo, parece que hoy estamos más cerca que nunca de la liberación de los rehenes.

– ¡Ojalá! ¡Eso parece! Pero yo, la verdad, hasta que no tenga a mi niña entre mis brazos no me lo creeré.

Hasta el momento, sus respuestas se han mantenido en la línea correcta: la madre llorosa que anhela abrazar a su retoño entre sus brazos.

– Honestamente, Adrianí, ¿cómo ha acogido la noticia de que los terroristas eran griegos? ¿No se esperaba que fuesen islamistas, como los que actuaron en Madrid o en Londres?

– Realmente me sorprendió, pero también me sentí aliviada.

– ¿Por qué?

– Pueden ser lo que sean, pero son nuestros chicos. Al fin y al cabo, no han cometido ningún crimen: fueron a ayudar a sus hermanos cristianos. ¿Era necesario acusarlos de matanzas y enviarlos a tribunales extranjeros para que los juzgaran? Desde que estamos en Europa lo hemos dejado todo en sus manos. ¡Y éste es el resultado!

– O sea, ¿cree que los terroristas tienen razón?

– Pero ¿qué dice? ¿Qué terroristas? Son jóvenes griegos, cristianos que fueron a ayudar a sus vecinos cristianos. Recuerdo que cuando era pequeña, si a algún vecino le sucedía algo, todo el vecindario corría a ayudarle. Ahora miramos a otro lado. ¡Mal vamos si también llegamos al extremo de olvidar nuestra fraternidad cristiana!

El entrevistador se da cuenta de que ha encontrado un filón y sigue cavando. En lo que a mí respecta, entraría sin dudar en la pantalla para agarrarla y traérmela a casa.

– Usted está casada con un policía. ¿Cree que su esposo, que, si no me equivoco, es comisario, piensa como usted?

– No he hablado con mi marido, pero estoy segura de que opina como yo. ¡Somos una familia muy unida!

El entrevistador le da las gracias y le desea que la peripecia de nuestra hija acabe pronto. Adrianí desaparece de la pantalla y yo me lanzo sobre el móvil.

– ¿Tú sabes lo que has hecho? -le grito.

– ¿Por qué, no he hablado bien?

– ¿Cómo que si has hablado bien? ¡Si has hecho apología del terrorismo!

– ¡Haría apología del demonio por salvar a mi niña!

– La angustia te ha vuelto loca y no sabes lo que dices. ¿Crees que los terroristas dejarán en libertad a Katerina porque tú les hagas la pelota?

– Como dice el refrán, besa la mano que no puedes morder. Por lo que veo, a vosotros se os han caído los dientes estos días, por eso no podéis morder ni una hostia consagrada. De modo que no me queda más remedio que empezar a besar manos -me dice, y corta la comunicación dejándome con la palabra en la boca.

Dejo encendida la tele y las luces y salgo de casa; pero no para ir a ninguna taberna, sino a pasear por la calle, a ver si se me pasa la mala leche.

Capítulo 18

Hasta las cuatro de la madrugada no he conseguido dormirme. Debo de haber tenido una pesadilla tras otra, porque me he despertado saturado de imágenes. Numerosas instantáneas de Katerina, algunas que recordaban su defensa de la tesis, que ahora se me antoja lejanísima. Después, de repente, hombres encapuchados y armados con Kaláshnikov, Adrianí abroncándome, pero también barcos surcando las aguas tranquilas de las Cicladas. A las siete y media me he abalanzado sobre el televisor, sin ducharme ni peinarme, y al encenderlo me he encontrado con los nombres de los pasajeros que habían firmado el texto de los terroristas. Con el corazón saliéndoseme del pecho, he esperado leer los nombres de Katerina y de Fanis, y, cuando los he visto, he sentido un extraordinario alivio y, a la vez, una profunda vergüenza. He tenido ganas de aplaudirles y de abuchearles al mismo tiempo.

He acariciado la idea de apostarme delante del televisor para ver salir a Katerina con Fanis. El Gobierno ha claudicado, aunque sea indirectamente, ante casi todas las exigencias de los terroristas. Así pues, era cuestión de tiempo el que liberasen a los rehenes. Sin embargo, he pensado que la angustia me reconcomería y no me apetecía acabar con un nuevo ataque de isquemia en el hospital general. Así pues, he decidido seguir con mi rutina y hacerle una visita al padre de Stelios Ifantidis.

La empresa de transportes de Ifantidis se encuentra en la calle Tertipi, paralela a Liosíon, dos callejuelas antes de la parada de autobuses de la línea de Grecia Central y Eubea. A aquellas horas, las nueve y media de la mañana, las calles son un caos. Me incorporo a Iulianu, y cuando llego a la estación de trenes de Lárisa, el Mirafiori jadea.

Suena el móvil antes de torcer por Tertipi. Pulso el botón y oigo a Adrianí gritándome por el auricular, fuera de sí:

– ¡Vamos corriendo al puerto! Los sueltan a todos. La autoridad portuaria está enviando fuerabordas para recogerlos.

Como aún no he perfeccionado la acrobacia de conducir con la derecha y hablar por el móvil con la izquierda, me tiembla el pulso y estoy a punto de perder el control. En el último segundo consigo enderezar el volante y esquivar a un BMW Station que parece un tanque. Su conductor, que lleva un pendiente en la oreja, baja la ventanilla, me envía a tomar por el culo con un gesto y me grita:

– ¡Con esa carraca, sólo te falta ir hablando por el móvil! ¡Suerte tienes de que no me lo has rayado, porque te hubieran recogido a cachitos, viejo carrozón!

Cuando eres poli y alguien te estropea el día con menosprecios de esta índole, se te disparan algunos automatismos y añoras los años de la dictadura.

– ¿Dónde estabas? -pregunta Adrianí.

– En ningún lado, estoy aquí -le contesto, controlándome.

– No busques nada para el 15 de agosto porque iremos a Tinos. Le prometí a la Virgen de la Misericordia que ofrecería una cruz de plata.

– Primero trata de encontrar plazas para volver a Atenas y después ya buscarás hotel en Tinos. Si no lo consigues, llámame para que lo arregle desde aquí.

– Encontraremos plazas, no te preocupes, pero si no, volveremos nadando -me dice antes de colgar.

Nada más girar por Tertipi, a mano derecha, veo el rótulo

TRANSPORTES «LA BELLA EUBEA» – PERIKLÍS IFANTIDIS.

Encuentro al hombre en cuestión sentado detrás de una mesita, como las que antaño teníamos en comisaría, sobre las que poníamos aquellas enormes máquinas de escribir Olympia u Olivetti. Si esperaba encontrarme con un hombretón, con la camisa sudada y una barriga de tonel, me he equivocado. El hombre apenas levanta un palmo del suelo, es casi calvo y los pocos cabellos que rodean su cabeza parecen una corona de luz. Sólo su cuerpo parece fuerte y robusto. Levanta los ojos por encima de las gafas y me mira.

– ¿Periklís Ifantidis? -inquiero.

– Yo mismo.

– Soy el comisario Jaritos.

Me mira un instante, como si dudase entre ofrecerme asiento o dejar que me quede de pie. Al final me indica una silla de plástico que hay delante de la mesita.

– Puede sentarse.

No he tenido tiempo de sentarme cuando me suelta, para que no haya dudas:

– He cortado cualquier relación con mi familia de Jalkida. De modo que no sé qué podría decirle de Stelios. No sé ni dónde vivía ni qué amigos tenía.

– Todo eso ya lo sabemos. Lo que he venido a preguntarle es por qué odiaba tanto a su hijo. ¿Es suficiente razón que fuese homosexual, o hay algún otro motivo?

Durante un instante me mira pensativo. Después, tranquilamente, como quien no quiere la cosa, me dice:

– Es usted policía. ¿Le gustaría que su hijo fuera mariquita, que todos sus colegas lo supieran, que fueras la comidilla del barrio y que a la menor discusión la gente te lo restregara por la cara?

– No, no me gustaría -le contesto con absoluta sinceridad-. Pero no por ello le daría una paliza a mi mujer, ni atemorizaría a mi hijo hasta el punto de provocarle manía persecutoria.