Dejo el coche en el aparcamiento y me dirijo directamente hacia el panel de salidas. El próximo vuelo a Janiá es de la compañía Olympic y sale a las 11:50. Respiro aliviado, porque no tendré que esperar horas en el aeropuerto y pronto estaré en Creta. Consulto el reloj y veo que todavía me queda una hora. Esto significa que estoy a tiempo de coger ese vuelo, sólo necesito conseguir billete. En la ventanilla, doy con una cola similar a la de Hacienda el último día de entrega de la declaración. Me muero de impaciencia esperando mi turno y consulto la hora cada dos por tres. Ya sólo tengo cinco personas delante, cuando suena el móvil. Tan seguro estoy de que me llama mi mujer que le digo:
– Llego en el vuelo de las doce menos diez. ¿Alguna novedad?
– ¿Va a Creta, comisario? -me pregunta la voz de Vlasópulos al otro lado de la línea.
– Sí. ¿Te lo han dicho?
– Ya me he enterado -contesta en el tono circunspecto de quien no sabe cómo expresar su dolor.
– Asume tú la dirección de las investigaciones hasta que vuelva.
– La asumiré, pero la situación ha cambiado, señor.
– ¿Qué quieres decir?
– Hemos hallado otro cadáver.
– ¿Dónde?
– En el canal de remo olímpico, en Sjiniá, y, por lo que me han dicho los agentes del coche patrulla, a éste también le han disparado en la frente a bocajarro.
Necesito un milagro urgentemente.
Capítulo 19
Dejo atrás el aeropuerto y continúo hacia Spata por la autopista de Ática para salir en Lutsa y, desde allí, tomar la avenida Maratón. Desde que la ampliaron, poco antes de inaugurarse los Juegos, por esta vía ya no se circula a la velocidad de carro, como antaño, sino a la de un triciclo.
Ya son las doce, el calor es insoportable y temo que se me incendie el Mirafiori, que, como todo a la tercera edad, sólo funciona con tiempo suave. Cuando hace frío, se le hiela el motor; cuando hace calor, se pone al rojo vivo; con lluvia, le entra agua y no hay quien lo mueva. Afortunadamente, pasado Nea Makri, el tráfico mejora y dejo atrás el peligro que supone parar constantemente. La playa está abarrotada de bañistas y los niños corretean entre sus madres, sentadas bajo las sombrillas, mondando fruta porque alguien les ha explicado que los chapuzones, para que sean sanos, han de ir acompañados de fruta.
Cruzo la entrada del canal de remo olímpico y aparco al lado de dos coches patrulla. Le pregunto al conductor de uno de los coches, que está mirando la pantalla de su móvil, dónde está el cadáver.
– Siga recto y, después de las taquillas, vaya hacia las gradas. Todos están ahí.
Voy por donde me indican y atravieso primero un paseo de basuras y residuos de plástico. Al cabo de cien metros llego a las taquillas: vacías y con los cristales rotos, parecen las de una estación de tren abandonada. En las gradas hay un grupo de policías formando un círculo. Entre ellos distingo a Vlasópulos y a Stavrópulos, el forense. Un poco más allá, un grupo de emigrantes morenos hablan entre sí bajo la vigilancia de dos agentes.
Vlasópulos y Stavrópulos me ven, se separan del grupo y se me acercan. Ahora que el círculo se ha roto, distingo a Palioritis inclinado sobre el cadáver.
– Nos hemos enterado -me dice Stavrópulos, y me coge del brazo-. ¡Lo jodido es que la han retenido por una estupidez!
– ¿Qué estupidez?
– Por un comunicado de la Confederación de Policías. No me pregunte de qué se trata, porque no lo he entendido.
– No es preciso que se quede, comisario -interviene Vlasópulos-. Nos las apañaremos solos, al menos en la investigación preliminar.
– ¿Qué tenemos? -pregunto para cambiar de tema y no tener que explicar lo inexplicable.
– Lo mismo -es la respuesta de Stavrópulos-. Un disparo a bocajarro, en la frente, y, según todos los indicios, con la misma pistola. Palioritis ya lo está investigando, pero en mi opinión, no hay ninguna duda.
– ¿La víctima?
– Modelo de televisión, mayor que Ifantidis, rondaría los treinta.
– ¿Datos personales?
– Aún no, pero sabemos en qué anuncio salía: entraba en un bar, se tomaba un whisky y brindaba con tres tías. Por eso lo reconoció el vigilante del canal de remo.
– ¿Lo ha encontrado él?
– Él ha llamado a comisaría. Lo han encontrado unos paquistaníes…
– Traédmelo, que me lo cuente él.
Vlasópulos se dirige hacia el grupo de paquistaníes mientras yo me acerco al cadáver. Palioritis me ve, se incorpora y me hace un hueco para que eche un vistazo a la víctima. Realmente aparenta unos treinta años y lleva el pelo teñido de rubio. Sólo lleva puestos unos calzoncillos. No tiene un solo pelo en el pecho y sobre el corazón se había tatuado un toro con una leyenda que dice: «Iloveyou». Ahora que lo observo, su rostro también me recuerda un anuncio de la tele. En mitad de la frente tiene un agujero como el de Ifantidis. Me vuelvo hacia Palioritis.
– He tomado muestras para analizarlas en el laboratorio -me informa-, pero a simple vista diría que se trata de la misma pistola.
– En cualquier caso, a éste tampoco lo han matado aquí. Deben de haberlo trasladado después, igual que al otro -observa Stavrópulos.
Nada de todo esto resulta agradable, porque confirma lo que me temía desde el principio: alguien asesina siguiendo una misma pauta. Además, si se comprueba que también era marica, entonces no vamos a saber a quién dar prioridad: si a los terroristas o a este monstruo.
Vlasópulos llega con el vigilante, un joven robusto y fuerte.
– ¿Quién lo ha encontrado? -le pregunto.
– Los paquistaníes que se han colado en las instalaciones esta mañana -y señala a tres hombrecillos-. Vienen a pescar anguilas.
– ¿Dónde pescan anguilas? ¿En el canal olímpico?
– No, en el lago de entrenamiento de al lado. Al principio los perseguíamos, pero después nos vimos obligados a no mover los jeeps, por falta de presupuesto para la gasolina, y se hace difícil patrullar a pie por una zona tan extensa. -Enmudece y mira a su alrededor con una sonrisa amarga-. Antes de los Juegos Olímpicos, si algún periodista o alguna cadena de televisión se colaba en las instalaciones a escondidas, los entregábamos a la policía y se pasaban más de cinco horas para salir del atolladero. Ahora esto parece Jauja. De todos modos, y para que no digan que las obras olímpicas no sirven de nada, los paquistaníes utilizan el canal de remo para pescar. Costó más de dos millones de euros. ¡Es el coto de pesca más caro del mundo!
Me doy cuenta de que debo frenarlo: está tan quemado que seguiría hablando el resto del día.
– ¿A qué hora te han avisado?
– Serían las nueve de la mañana.
– ¿Vienen a menudo?
– Sólo si no tienen trabajo. Pescan alguna anguila y la asan, para no morirse de hambre.
– ¿Alguno de ellos habla griego?
– Mejor o peor, todos lo chapurrean.
– Vamos -le digo a Vlasópulos, y al vigilante-: Acompáñanos.
Los paquistaníes nos miran y se levantan. Con un gesto, indico a los agentes de la patrulla que se alejen. Vlasópulos se ocupa de dos y yo de los otros dos.
– ¿Recordáis a qué hora lo encontrasteis? -les pregunto. Tiemblan de la cabeza a los pies y me miran sin atreverse siquiera a respirar-. Chicos, a mí no me interesa si tenéis papeles o si os escondéis de la policía cuando hay redada. Yo investigo un crimen. Pero si no abrís la boca, mando que os lleven derechos a comisaría y allí ya no sé qué os puede pasar.