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– Como ve, se refiere al manifiesto en general, pero sólo pide que retiremos el párrafo relativo a los policías extranjeros.

Arvanitakis se enzarza en un debate que para mí carece ya de interés.

– ¿Dónde puedo encontrar al tal Arvanitakis? -le pregunto a Kula.

– Tiene el despacho en la primera planta, y le está esperando. El señor Guikas me ha dicho que le avisase porque suponía que usted querría hablar con él. Por eso ha hablado con los de la televisión por teléfono y no ha ido al estudio, como le pedían.

Me dispongo a bajar a la primera planta cuando Kula me detiene.

– ¿Necesita alguna cosa, señor Jaritos? ¿Puedo ayudarle en algo?

– ¿En qué quieres ayudarme, hija mía? ¿Acaso parezco un inválido que necesita ayuda?

– Me refería a su casa, comisario. Ahora que está solo, ¿cómo se las arregla? Al menos podría ir a cocinarle algo, así tendría un plato caliente en la mesa.

– Te lo agradezco, pero ya me las apaño. Además, en casa estoy más bien poco. Esperemos que este calvario no dure mucho más -le digo, aunque sin convicción.

– ¿Cómo está su mujer?

– ¿Cómo quieres que esté? A punto de perder los estribos.

Bajo a la primera planta en busca del despacho de Arvanitakis. Me lo encuentro sentado con la cabeza entre las manos. Tiene la mirada clavada en un documento, pero no lee, está absorto en sus pensamientos y no me oye llamar a la puerta. Sólo percibe mi presencia cuando me planto delante de su mesa. Levanta los brazos en señal de desesperación y deja escapar un suspiro. Parece conocerme, mientras que a mí me da la impresión de que es la primera vez que lo veo.

– No sé qué decirle, comisario…

– Te lo diré yo, apreciado compañero: fuisteis a por lana y habéis salido trasquilados.

Me mira como si se extrañase de no haberlo pensado él mismo.

– Exactamente tal como lo has dicho. Intentamos quitarnos de encima la fama de racista que tiene la policía, y mira cómo hemos acabado. -Hace una pequeña pausa, como para dar importancia a esa frase, y continúa-: ¿Sabes lo que me sorprende? ¿Cómo se han enterado los terroristas?

– Pues por la televisión, por los periódicos… ¿Cómo, si no?

– ¡Ahí está lo extraño! Cuando lo hicimos público, pensábamos causar una gran sensación, pero los medios de comunicación, que constantemente nos acusan de racistas, lo taparon: las cadenas de televisión ni siquiera lo mencionaron y los periódicos lo publicaron en las páginas interiores. Sin duda recibieron órdenes de echar tierra sobre el asunto.

– ¿Órdenes de quién?

– De las instancias políticas más altas. Iniciar un debate en torno a la entrada de extranjeros en los cuerpos de seguridad tiene un alto coste político. En cambio, ya lo ves, decir que somos unos racistas no tiene coste alguno.

Todo lo que me dice, en otras circunstancias, seguramente me parecería correcto y lógico, pero ahora lo único que me interesa es que el vía crucis de mi hija y el nuestro acaben pronto.

– ¿Qué pensáis hacer? -le pregunto, intentando ocultar mi angustia.

– ¿Qué quieres que hagamos, comisario? No es sólo tu hija, están también las presiones que recibimos. El ministro nos amenaza con bloquearnos la antigüedad y con jubilarnos, el director con inhabilitarnos y obligarnos a opositar de nuevo. ¿Entiendes por qué la ejecutiva sindical está aterrorizada? -Hace una breve pausa seguida de un suspiro-. Estamos decididos a retirar la carta, sólo buscamos un modo digno de hacerlo, para no convertirnos en el hazmerreír de todo el mundo.

Salgo de su despacho aliviado y optimista para encerrarme en el mío y llamar a Guikas.

– Arvanitakis me ha dicho que retirarán el manifiesto antirracista -le digo cuando lo tengo en línea.

– ¡Sólo nos faltaba esto! -se enfurece-. Los del sindicato están mal de la chaveta. Olvídate del Gobierno, olvídate del ministro y de la dirección de policía. ¿Qué griego aceptaría que lo parase un albanés o un búlgaro para pedirle la documentación o llevarlo a comisaría a fin de comprobar sus datos? ¿Y sabes lo que me jode? Que los del sindicato saben que eso no ocurrirá nunca. Ningún gobierno lo aceptará. Por eso lo exigen, porque saben que están vendiendo humo… ¡En este país todo es una farsa!

Cuelga el teléfono fuera de sí, pero al cabo de un momento vuelve a llamar.

– ¿Dónde estás ahora? -me pregunta.

– En mi despacho.

– Coge tus cosas y ve al mío. Los periodistas se te echarán encima y te empezarán a fastidiar con lo de tu hija.

En eso no había pensado. Salgo de mi despacho y por el pasillo llamo a mi mujer para tranquilizarla.

– ¡Ojalá tengas razón y dejen de tomarnos el pelo! -me responde con reservas.

– ¿Quién nos toma el pelo? ¿Los terroristas?

– No, tus colegas, porque aquí los periodistas dicen otra cosa.

– ¿Qué dicen?

– Que los terroristas se preparan para huir de Janiá con el barco e ir a aguas internacionales, así presionarán mejor en todas direcciones. Por eso han retenido al capitán y a la tripulación.

– Los periodistas poseen dos grandes talentos. El de vender las conjeturas como ciertas y el de vender las mentiras como verdades.

– Tal vez sí, pero hasta el momento sus conjeturas han resultado ciertas.

– ¿Cuáles han resultado ciertas?

– Todas -me responde, y corta la comunicación.

Capítulo 21

Lo único agradable que tienen las estrellas, los famosos y las divas es que no hemos de esforzarnos mucho para identificarlos. En apenas una hora supimos que la víctima se llamaba Jerásimos, o Makis, Kutsúvelos y que vivía en un apartamento de Zisíon. Esta vez he decidido actuar al revés: primero inspeccionar su casa, a ver si descubro alguna pista y, después, empezar la ronda por las cadenas de televisión y las agencias.

El apartamento de Kutsúvelos se halla en el último piso de un edificio de tres plantas, probablemente construido poco después de la guerra. Kutsúvelos lo había remodelado, había convertido tres habitaciones en dos, uniendo las dos piezas de la izquierda para transformarlas en una única sala de estar y dejando la habitación de la derecha como dormitorio. El piso tiene un recibidor cuadrado en medio, como es habitual en las construcciones de aquella época. Al fondo están el baño y la cocina. Una pequeña escalera de caracol comunica la cocina con una terracita con flores, una tumbona y una sombrilla.

La primera diferencia con respecto al piso de Ifantidis es el orden. Al contrario que en el apartamento de Ifantidis, en éste impera un desorden de soltero. La cama está deshecha; en el baño, han arrojado las toallas de cualquier manera al bidé, y, en la cocina, los platos sucios y los restos de pizzas y hamburguesas cubren el mármol y el fregadero. La segunda diferencia es la decoración. Ifantidis tenía buen gusto; Kutsúvelos, en cambio, se gastaba el dinero en madera contrachapada y en pósters. Para la investigación policial eso significa que Ifantidis era un joven tranquilo y hogareño, mientras que Kutsúvelos era posiblemente una persona de «costumbres ligeras», como se decía en la prensa y en las películas de antes. Nos encontramos, sin embargo, frente a un segundo asesinato en menos de cinco días, de modo que las costumbres no nos aclararán nada. A no ser que nos enfrentemos a algún perturbado, enloquecido porque el hijo le ha salido homosexual, que se dedica a matar maricas indiscriminadamente para desquitarse por su desgracia.