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Dejo el recibidor, la sala de estar y la cocina a los de la Científica y me quedo para mí el dormitorio y el baño. Aquí es donde, por lo general, uno descubre los objetos personales más interesantes. Esta vez mi teoría queda desmentida, porque en el baño no encuentro nada más que el habitual cepillo de dientes y pasta dentífrica, loción para después del afeitado, desodorante y una nutrida colección de espumas de afeitar, cremas y leches hidratantes. Pienso en mi mujer, que hace un siglo que se perfuma con la colonia 4711; para ser exactos, desde un cumpleaños en que le regalé un frasco.

Pensar en Adrianí me lleva a recordar a Katerina. Para intentar olvidarlas, salgo del baño y paso al dormitorio. Observo la cama y enseguida veo que falta la sábana bajera. Por muy desordenada que fuese la víctima, me parece improbable que durmiese sobre un colchón sin sábana. Llamo a uno de los técnicos de la Científica y le pido que la busque.

En el primer cajón de la cómoda encuentro un verdadero botiquín improvisado: principalmente ansiolíticos, somníferos y calmantes. Puesto que Kutsúvelos no se suicidó a base de pastillas, estos fármacos me dejan indiferente y paso al segundo cajón, donde hallo una caja de preservativos y un libro titulado ElFengShui y sus misterios. El tercer cajón haría las delicias de la Brigada Antinarcóticos, porque está lleno de maría. El armario y los cajones rebosan de ropa de marca, sea ropa interior, camisas o zapatos. Parece que Kutsúvelos se gastaba en ropa de anuncio lo que ganaba haciendo publicidad.

– No hemos encontrado la sábana, pero sí otra cosa. ¿Quiere verlo? -me pregunta el técnico al que había encargado buscar la sábana, y me conduce al baño.

Me pregunto, con cierta arrogancia, qué puede haber encontrado él que a mí se me haya escapado, cuando veo que aparta la cortina de la bañera y me maldigo por haberme limitado a examinar los cosméticos, como si fuese un peluquero. Sin embargo, como excusa, me consuelo con que tengo la cabeza anclada en el golfo de Janiá.

– Fíjese -me dice el técnico, mostrándome un agujero en la bañera, en el lado de la pared.

El agujero tiene el diámetro de una bala. El asesino mató a la víctima cuando ésta estaba en la bañera.

– Dile a tu jefe que venga.

Llega Palioritis y se detiene a mi lado.

– ¿Qué tenemos?

– Para empezar, tienes a un ayudante muy espabilado; luego, si quitas la bañera, encontrarás la bala -y le muestro el agujero en el esmalte.

– Sí señor, está ahí, seguro.

– Y no hace falta que busquéis ninguna sábana. El asesino debió de utilizarla para envolver el cadáver y llevarlo al canal de remo.

¿Cómo se puede matar a alguien cuando está en la bañera? Sólo cuando convives o mantienes relaciones sexuales con la víctima. Porque lavabos comunitarios sólo los hay en los cuarteles y en las instalaciones deportivas. Si en el caso de Ifantidis todavía albergaba reservas sobre si la víctima estaba ligada sexualmente o no a su asesino, la muerte de Kutsúvelos disipa cualquier duda. De modo que nos encontramos ante un maniaco asesino, un monstruo que aborda a sus presas sexualmente, más o menos como el maniaco que mata prostitutas, acercándose a ellas como cliente. Si matase travestís, cabría sopesar la posibilidad de tenderle una trampa. Pero ¿cómo tender una trampa a alguien que escoge sus víctimas entre homosexuales que llevan una vida normal? ¿Qué hago? ¿Pido a los de la Brigada Social una lista de todos los bares gays de Atenas y empiezo a frecuentarlos, acompañado de Vlasópulos? No pasaríamos del «No he visto nada, no sé nada». Además, en el Cuerpo tenemos a muchas agentes que podrían hacerse pasar por prostitutas, pero ningún hombre con pinta de homosexual. Y si lo tuviésemos, preferiría sacrificar su pensión a hacerse pasar por gay.

Aparco estos pensamientos que no conducen a ninguna parte y decido proceder a las diligencias de rutina, que suele ser el camino más seguro. Cuando salgo del apartamento me tropiezo con Vlasópulos, que entra en aquel momento.

– Hemos encontrado el coche -me dice en cuanto me ve-. Es un Golf recién estrenado. No hará ni un mes que lo tenía. He avisado a la grúa para que lo retire y lo lleve al laboratorio.

– ¡Perfecto! Encárgate tú de los vecinos, a ver si averiguamos algo, aunque lo dudo. Yo voy a la agencia Spot.

La agencia Spot había producido el anuncio en que aparecía Kutsúvelos. Sus oficinas se encuentran en la calle Jalandríu, esquina con Amarusíu, en un barrio situado detrás de la sede de Sanidad, donde los edificios de oficinas crecen como hongos y te dejan con la duda de qué aflorará antes en Grecia, si las empresas o el dinero negro. La solución legal para llegar hasta la calle Jalandríu sería salir de Ermú hacia Azinás y, desde allí, coger Stadíu; pero como las soluciones legales en Grecia van a paso de tortuga, opto por lo ilegal y por remontar la zona peatonal de Apostolu Pavlu marcha atrás, hasta Dionisiu Aeropaguitu. Mi transgresión de la ley recibe pronto su recompensa, como es normal en Grecia, y en menos de diez minutos salgo a Kifisiás a través de la avenida Amalias.

Un letrero me informa de que la Spot ocupa toda la tercera planta del edificio. En recepción me espera una rubia maquillada, vestida de fiesta y lista para ir a la discoteca. Me dice que el señor Andreópulos, el director ejecutivo, me espera, y me señala la puerta del fondo del pasillo, a la derecha. Su indicación era innecesaria, porque es la única puerta que hay en la empresa. El resto de la planta está dividida en pequeños espacios compartimentados, que recuerdan los vagones de tren, todos del mismo estilo, con una mesa, un ordenador, teléfono y una butaca para las visitas. Abro la puerta y me recibe una cincuentona seria, con traje de chaqueta y el pelo teñido de rubio platino. Después de tantos años entrando y saliendo de oficinas de empresas, he llegado a la conclusión de que todas las compañías siguen el mismo patrón. Primero te recibe una mariposa, y luego te plantan delante de una foca malcarada. Como queriendo decir: al entrar te seducimos con una Lolita, pero en el fondo -muy en el fondo, para ser exactos- somos una empresa seria.

La señora me pregunta si quiero tomar algo, le doy las gracias amablemente y entro en el santuario del director ejecutivo. Es un hombre muy alto, ataviado con un traje elegantísimo, y tiene una sonrisa y una mirada tan frías que, cuando intentan seducirte con una amabilidad fingida, se le congela a uno la sangre.

– Me parece que podemos ahorrarnos los preámbulos -le digo educadamente, porque no me inspira ninguna confianza.

– Sí. Creo que ha venido buscando información sobre Kutsúvelos -me responde con una sonrisa que apenas se le dibuja en la boca.

– Intentamos forjarnos una idea de cómo era: su carácter, adónde solía ir, con quién se relacionaba… Dicho de otro modo, queremos averiguar los aspectos generales, con la esperanza de llegar a datos más concretos.

Andreópulos, un tanto nervioso, se lo piensa antes de contestar.

– Era una persona caprichosa -concluye al final-. Caprichosa e insaciable. Unas veces reclamaba más dinero, otras quería endurecer las cláusulas del contrato, otras exigía adelantos, y si le decíamos que no, nos amenazaba con irse.