Выбрать главу

– ¿Y ustedes lo toleraban? -le pregunto, sin poder ocultar mi sorpresa.

– Tratamos de encontrar un modus vivendi -me dice, y junto con el latinajo vuelve a aparecer su sonrisa gélida-. Naturalmente, no siempre era fácil. -Y como si se hubiese dado cuenta de mi sorpresa con rebaso, me pregunta-: ¿Le sorprende que no lo despidiésemos, comisario?

– Sí, y me preguntaba por qué no buscaban a alguien más colaborador, por decirlo así. No creo que les falte gente.

– De sus características, sí -y se apresura a describírmelo-: Era bailarín, y de los buenos. Gente así, hay poca, porque los buenos bailarines no quieren, por regla general, salir en los anuncios, a menos que les paguen una fortuna.

– ¿Tan bueno era?

– Muy bueno. Por eso nos presionaba, con el argumento de que otras empresas le daban más. Cuando no accedíamos a sus pretensiones, le daba un ataque de histeria. «Yo debería estar bailando con Forsyth», gritaba, «y vosotros me sacáis por la tele bailando en bares, como si fuese el último mono de la escuela de danza del barrio.»

– ¿Quién es ese Forsyth? -le pregunto, porque el nombre no me suena.

– Alguna estrella de su círculo, supongo -se encoge de hombros-. No sé, tal vez sea uno que baila salsa. Porque nuestro spot anunciaba una marca de piña colada y Kutsúvelos aparecía bailando salsa y bebiendo una piña colada.

No sé qué es la salsa ni la piña colada. Qué pena no haber visto el anuncio, seguro que sería más esclarecedor.

– ¿Kutsúvelos era homosexual? -le pregunto, sin andarme con chiquitas.

– Sin duda. Por otra parte, no lo escondía. Cuando le daban los ataques de histeria de los que le hablaba, esa homosexualidad surgía en toda su virulencia.

– Es el segundo homosexual y el segundo modelo televisivo asesinado en cinco días. Por descontado, los dos crímenes se parecen mucho y recuerdan a una ejecución. Ello nos lleva a creer que nos enfrentamos a un demente que se ha propuesto limpiar el país de gays.

No me responde de inmediato. Me mira pensativo y después añade vagamente:

– Si usted, que es policía, lo dice, debe de ser así.

– Supongamos que lo sea. Entonces, el asesino tuvo que acercarse tanto al uno como al otro y entablar relación con ellos. Por eso investigamos entre las personas más allegadas a ambas víctimas. Tal vez usted podría decirnos qué lugares frecuentaba y con quién salía Kutsúvelos.

Andreópulos se echa a reír y su risa lo hace más humano.

– Señor comisario, ¡si ni siquiera sé adónde va mi propia mujer ni con quién sale! El único momento del día que comparto con ella es la media hora del desayuno, tomando café. Por la noche nos vemos una, tal vez dos veces por semana; el resto de los días ceno con mis clientes y colaboradores. ¿Y quiere que sepa qué amigos tenía Kutsúvelos? -Se pone serio-. La única que podría darle alguna información es Liana, nuestra directora de producción.

Pulsa el interfono y se dirige a su secretaria:

– Cecile, ¿sabes si Liana ha venido hoy? -Aunque no la oigo, probablemente la secretaria le ha dicho que sí, porque Andreópulos prosigue-: Perfecto. Por favor, acompaña al comisario Jaritos a su despacho.

– Venga conmigo -me dice la secretaria, y me conduce a uno de los compartimentos, donde está sentada una mujer de unos treinta y cinco años, vestida de negro, aunque no parece ser por motivos luctuosos, porque lleva las uñas pintadas de rojo.

– Liana, el señor comisario quiere hacerte unas preguntas sobre Kutsúvelos -le dice Cecile, y se despide de mí con la sempiterna sonrisa.

– ¿Qué quiere saber? -me pregunta la directora de producción.

– ¿Qué tipo de persona era Kutsúvelos?

– Una persona infeliz -me responde sin titubear.

– El señor Andreópulos me lo ha descrito como alguien caprichoso e insaciable.

– Caprichoso, insaciable e infeliz. Creo que los dos primeros rasgos estaban relacionados con su infelicidad. Se sentía desgraciado y la tomaba con todo el mundo. Era insaciable, constantemente quería comprar cosas caras: ropa, casas, coches, porque creía que eso le haría más feliz.

– Por como me lo describe, parecía conocerlo bastante bien.

– Se equivoca. Sólo nos conocíamos del trabajo.

– Tal vez sepa si tenía amigos. ¿Con quién solía ir?

– Sé que estaba enamorado.

– ¿Cómo lo supo? ¿Se enteró usted por casualidad o se lo dijo él?

– Me lo contó él mismo. Una mañana en que estábamos rodando me abrazó y me dio un beso, radiante de alegría. «Ah, Liana, tengo que decírtelo: ¡estoy enamorado!», me dijo al oído. «Ya era hora, porque ¿sabes cuánto tiempo hace que estoy soltero?» A partir de ese momento se mostró menos conflictivo en el trabajo, pero yo temblaba al pensar qué sucedería si un día se rompía su relación.

– ¿Conocía usted a alguien de su círculo?

– No, señor comisario. En ciertos momentos me inspiraba lástima, pero, por lo general, en el trabajo el chico llegaba a desesperarme, por eso no quería tener relación con él. -Tras un breve silencio, añade-: Por otro lado, me mostraba amistosa y comprensiva con él por interés, no por amistad.

– ¿Qué quiere decir?

– Era una manera de dirigirlo y de facilitar mi trabajo.

Podría ofrecerle un cargo en la policía, pero seguro que como directora de producción le pagan más.

En cuanto salgo a la calle me alcanza Vlasópulos:

– Comisario, tengo aquí a una mujer, que vive en la planta baja del edificio, a la que creo que debería interrogar usted personalmente. ¿Piensa pasar por aquí otra vez?

– No. Súbela al coche patrulla y llévala a Jefatura.

Mientras me dirijo al coche, intento relacionar el tatuaje a la altura del corazón de la víctima con dos hechos: el de que Kutsúvelos estuviera enamorado, según me ha contado la directora de producción, y el de que muriese asesinado en la bañera. Analizo también las diferencias entre su muerte y la de Ifantidis, y sólo llego a una conclusión: Ifantidis era un chico formal e introvertido, mientras que el otro era un joven caprichoso, engreído e infeliz. Ésta era, en realidad, la única diferencia. En lo que respecta al resto, coincidían en casi todo.

Capítulo 22

Antes de subir a mi despacho me acerco al de Arvanitakis para saber si hay novedades. Llegan a mis oídos dos voces masculinas que discuten acaloradamente. Dado que en los últimos días el único motivo de disputa entre la gente del Cuerpo es el asalto a El Greco, con mi hija de protagonista, me imagino que a eso se debe el altercado y entro sin llamar a la puerta. Arvanitakis y otro agente de su misma edad están de pie frente a la ventana, y parece que se van a morder.

– Todo esto ha pasado por tu culpa -grita el interlocutor de Arvanitakis-. Conseguiste darle la vuelta a la mayoría de votos del comité ejecutivo y que se aprobara ese manifiesto antirracista que nos acabará quemando a todos.

– ¡Yo no cambié nada! La decisión se tomó por unanimidad -le replica Arvanitakis-. Queríamos que el Cuerpo se quitase de encima su fama de racista. -Hace una pausa y se encara con el otro, no para llegar a las manos, sino para enfatizar lo que ha dicho.

– Lo único que habéis conseguido es que se identifique al Cuerpo con los terroristas. Por lo demás, nueve de cada diez compañeros piensan como esos desgraciados. ¿Qué pintan extranjeros en los cuerpos de seguridad de nuestro país, procedan de donde procedan? Y lo quiero recalcar para que no me pegues la etiqueta de racista. Mi hermano está casado con una holandesa, ¿sabes?, una chica estupenda. Una cuñada holandesa, vale, pero ¿un poli holandés en la policía griega? ¡Por encima de mi cadáver!