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– Perdón, ¿puedo interrumpiros? -Dos pares de ojos se vuelven sobresaltados-. Quisiera saber si hay alguna novedad.

– Las habrá, comisario -responde el otro en lugar de Arvanitakis-. Si en menos de una hora el comité de la confederación no retira el manifiesto, nosotros mismos entregaremos a Arvanitakis a los terroristas y dejarán en libertad a su hija, que no tiene culpa de nada.

Acaba lo que tenía que decir y sale del despacho sin mirar a Arvanitakis, que se ha dejado caer en su silla.

– Esto le pasa a uno cuando se adelanta a su época -comenta con aire de ingeniero que ha construido el canal de Suez.

Tal vez me haya afectado la agresividad del interlocutor de Arvanitakis, o quizá mi resistencia haya llegado a su límite, pero el hecho es que mi paciencia está a punto de agotarse.

– ¡Quiero que me digas qué le pasará a mi hija! -le espeto con brusquedad.

Deja escapar un suspiro de resignación y me enseña dos cartas que tiene sobre la mesa.

– Ésta es la retirada del manifiesto antirracista; la otra mi dimisión como presidente del sindicato.

– Sólo me interesa la primera.

La coge y me la alarga sin decir ni una palabra. Es un texto corto, de apenas diez líneas:

El Comité Ejecutivo de la Confederación Griega de Funcionarios de la Policía ha decidido por unanimidad retirar el manifiesto antirracista que había aprobado recientemente para someterlo a su discusión. El comité considera que no se dan de momento en nuestro país las condiciones necesarias para un debate de estas características. En consecuencia, y por encima de todo, con ese manifiesto no quisiera poner en peligro la vida de una rehén griega, y menos aún tratándose de la hija de un ilustre compañero.

– ¿Cuándo la enviaréis a la prensa? -le pregunto en el mismo tono brusco, sin dejarme impresionar por el adjetivo «ilustre» antepuesto a la palabra «compañero».

– Voy en procesión recogiendo una a una las firmas de los miembros del comité. Cuando las tenga, enviaré la carta a la prensa.

– Date prisa, porque creo que ni te imaginas de lo que es capaz tu «ilustre» compañero si la procesión acaba en el funeral de su hija.

Salgo del despacho sin esperar su reacción. Antes de decirle a Vlasópulos que me envíe a la testigo que ha descubierto, llamo a Fanis y le digo que el comunicado del comité llegará a los periódicos dentro de una hora.

– Es un rayo de esperanza -me dice, sin grandes muestras de alegría, como si considerase el optimismo un mal augurio-. Pero, para serte sincero, en el barco me sentía mil veces mejor. Al menos estaba junto a ella, y compartíamos la misma suerte. Ahora está lejos de mí, no puedo comunicarme con ella de ninguna manera, no sé cómo lo está pasando, si le han hecho algo, nada…

Al final de sus palabras se oye un gemido y me doy cuenta de que está a punto de hundirse.

– No es momento para llantos -le digo, y mi voz suena más dura de lo que quisiera-. Si tú también te hundes, ¡mal vamos! Katerina vive unos momentos difíciles, pero no corre peligro. Hacerle daño no entra en los planes de los terroristas, saben que tarde o temprano se verán obligados a liberarla y no quieren empeorar su situación.

– ¿Cómo sabes que no han llenado el barco de explosivos para hacerlo saltar por los aires?

– Porque no son árabes desesperados. Son griegos, y aprecian su pellejo -le digo, mientras rezo en mi interior para que así sea.

– Por si aún no lo has entendido, no podría vivir sin tu hija -me dice, y cuelga antes de que pueda responderle.

En otras circunstancias, sus palabras me hubieran hecho muy feliz. Ahora se convierten en un peso añadido a la insoportable carga que ya llevo.

Subo al despacho de Guikas y le digo a Kula que avise a Vlasópulos para que me traiga a la testigo. Se presenta al poco rato con una señora de pelo blanco, de unos setenta años, que mira a su alrededor como perdida.

– Comisario, le presento a la señora Pinelopi Stilianidi, de la que le hablé. Siéntese, señora Stilianidi -le dice para tranquilizarla, y le indica la silla que hay delante de la mesa-. Quiero que le cuente al comisario Jaritos lo que me ha contado a mí.

Al oír mi nombre, la señora Stilianidi se endereza de un salto, incluso antes de haberse sentado.

– Perdone, ¿es usted el señor Jaritos, y su hija…?

– Sí, pero no la he llamado por eso -la atajo para frenar su ímpetu.

Sin embargo, ella no se da por aludida.

– ¿Qué puedo decirle…? ¡Que Dios le dé fuerzas, comisario! ¡A usted y a su mujer!

– Se lo agradezco, señora Stilianidi. El subinspector Vlasópulos me ha dicho que…

– Qué trabajo el suyo, ¿verdad? ¡Estar viviendo este drama y verse obligado a ocuparse del asesinato de otra persona! -Se santigua, coloca su mano derecha sobre el pecho y añade-: ¡No sé qué más le queda por ver, comisario!

– El subinspector Vlasópulos me ha dicho que tiene algo que decirme sobre el asesinato del señor Kutsúvelos.

– No directamente relacionado con su muerte. El subinspector me ha preguntado si había observado algo extraño en los últimos días, y entonces me he acordado de una cosa. Yo vivo en la planta baja. En la primera planta vive una pareja; ella es dentista y su marido ingeniero. En la última planta vive…, vivía el señor Kutsúvelos. -Se interrumpe unos segundos y mira a Vlasópulos para ver si lo está haciendo bien. Vlasópulos la anima con un gesto-. Hace tres días, de noche, estaba sentada a oscuras, viendo la tele. ¿Sabe usted?, tengo el televisor al lado de la ventana, de manera que, sin moverme, puedo mirar tanto la pantalla como la calle. Esa noche me llamó mucho la atención un individuo que se paró en la entrada y abrió la puerta con llave. Como le he dicho, el edificio sólo es de tres plantas y todos nos conocemos. Por eso me pareció extraño que alguien de fuera tuviese llave de la puerta.

– ¿Podría describirme su cara?

– Aquí viene la segunda cosa extraña. Llevaba un casco como los de los motoristas.

– ¿Había venido en moto?

– No sabría decirle. Delante de la casa no vi ninguna. Tal vez la aparcó más lejos.

Me vuelvo hacia Vlasópulos. Éste asiente con la cabeza y sonríe satisfecho.

– ¿Y cómo sabe que era de fuera y no algún vecino? -le pregunto para no dejar ningún cabo suelto.

– En primer lugar, nadie de la finca tiene moto. En segundo, su silueta me era del todo desconocida. No encajaba ni con la del señor Skafida, que vive en el primero, ni con la del señor Kutsúvelos.

– Entonces, ¿qué tenía? ¿Sabría describírmelo?

– ¡Era una bestia, señor comisario! Alto y robusto, vestido completamente de negro. Parecía una de esas moles que trabajan de guardaespaldas, de esos que salen a veces en las películas extranjeras.

Otra vez el individuo fornido que también había visto la anciana del edificio de Ifantidis. Si lo relaciono con el tatuaje en el pecho izquierdo de Kutsúvelos, con el toro y el «Ilove you», no hay que ser muy listo para deducir que era el amante que hizo que Liana se ganase un beso. El retrato del maniaco que entabla relaciones sentimentales con los mariquitas para ejecutarlos se perfila con más claridad día a día.

– ¿Y usted qué hizo? -pregunto a la señora Stilianidi.

– Apagué el televisor y pasé el cerrojo de la puerta de casa. -Hace una pequeña pausa, porque siente la necesidad de explicarse-: Temí que se tratase de un ladrón.

– ¿Y por qué no llamó a la policía?