– Porque en la finca no tenemos ascensor, y he aprendido a contar los peldaños de la escalera. Conté y resultó que subía al tercero. Entonces me quedé tranquila.
– ¿Por qué?
Me mira avergonzada.
– Todos conocíamos la debilidad del señor Kutsúvelos por los hombres. Cada equis tiempo aparecía alguno, al poco desaparecía y meses después aparecía otro. De modo que no tenía motivos para alarmarme.
– ¿Recuerda qué hora era?
– No exactamente, pero debían de ser las once, porque la serie que sigo comienza a las diez y estaba a punto de acabar.
– ¿Lo vio salir?
– No. Antes de las doce, que es cuando me acuesto, seguro que no salió.
No espero poder averiguar mucho más a través de la señora Pinelopi Stilianidi, por eso la dejo en manos de Vlasópulos y le encargo que la lleven a su casa en un coche patrulla. Cuando salen, llamo a Stavrópulos, el forense.
– ¿Puedes confirmarme la hora exacta de la muerte?
– Sí, pero con un amplio margen de error. Mataron a la víctima entre la una y las tres de la madrugada. Lo más probable es que lo trasladasen inmediatamente al canal de remo. El informe lo tendrás mañana por la mañana, pero no esperes averiguar más de lo que ya sabes por el primer asesinato. Como te dije, son calcados.
Colgamos con un recíproco «Hasta luego». El autor del crimen, ¿fue en moto a casa de Kutsúvelos? No es seguro, ya que la señora Stilianidi no vio la moto. También pudo haber ido en coche y utilizar el casco como camuflaje. Pero si fue en moto, tal vez trasladó el cadáver en el coche de la propia víctima. Necesitaríamos encontrar más pistas para estar completamente seguros o descartarlo, siquiera en parte.
Decido aparcar el resto de mis elucubraciones y planes hasta mañana y volver a mi casa; sin embargo, en el despacho de Kula me topo con un joven de unos treinta años vestido con corbata y americana y pantalones de buen corte. Nada más verme, se levanta y se me acerca.
– Buenos días, comisario, soy Menios Zalasitis, jefe de prensa del Ministerio del Interior.
Me temo lo peor; me huelo que se trata de un burócrata con ganas de controlarme en ausencia de Guikas.
– ¿Y qué desea? -le pregunto, casi con hostilidad.
– El señor Guikas me ha pedido que, dadas las circunstancias, asuma la función de informar a la prensa sobre el caso que usted investiga a fin de evitarle cualquier presión -prosigue en tono amistoso-. Si dispone de cinco minutos, quisiera que me pusiese al corriente del caso, para saber qué puedo decir y qué no.
¿Así de repente, en medio de tanto jaleo, Guikas encuentra un momento para preocuparse de mí? Este detalle hace que me caiga especialmente simpático, aunque sé que se trata de un fenómeno pasajero. Le explico a Zalasitis lo imprescindible: que ambos crímenes tienen todas las características de una ejecución, que las víctimas eran homosexuales y que eso nos lleva a pensar que nos enfrentamos con un asesino psicópata. También le digo que el criminal ha utilizado en los dos casos una pistola antigua, pero sin detallarle el modelo ni el año de fabricación.
Pensar que me escabulliré de los periodistas me quita un peso de encima y me voy de Jefatura relativamente tranquilo.
Capítulo 23
Vuelvo a casa a las ocho con una bolsa de papel aceitosa que contiene una tirópita. No tengo hambre, pero tampoco quiero romper la ilusión de que es un día como otro. Vivo a salto de mata. Me siento incapaz de sentarme a comer un plato caliente, pero al menos me compro una pita rellena de queso. No me instalo en la cocina; pongo el papel aceitoso en un plato y me siento delante del televisor.
Por suerte para mí, me encuentro con que el presentador ha invitado a Arvanitakis al estudio.
– En suma, ¿cree que ahora liberarán a Katerina Jaritos?
– No me atrevería a decirlo con certeza, depende… -responde Arvanitakis.
– ¿De qué?
– De la confianza que se pueda depositar en las promesas de unos terroristas.
– Creo que podemos tener esa confianza -replica el presentador-. La experiencia internacional dice que mantienen su palabra, aunque sólo sea para demostrar que son unos interlocutores solventes.
– ¡Ojalá suceda así! En todo caso, nosotros, con la decisión que hemos tomado, hemos hecho por nuestro compañero lo que era necesario y, al mismo tiempo, hemos facilitado la labor policial.
– A este respecto, analicemos el comunicado de la Confederación Griega de Funcionarios de Policía, que les ofrecemos a continuación -dice el presentador.
En pantalla aparece el texto que vi ayer durante mi visita al despacho de Arvanitakis. Respiro hondo y me relajo. Ahora ya sé que es cuestión de tiempo el que liberen a Katerina. El presentador lleva razón. Los secuestradores querrán demostrar que mantienen su palabra, que son de fiar. Estoy a punto de llamar a Adrianí y a Fanis, para asegurarles que Katerina pronto estará con nosotros, pero el presentador me deja con el móvil en la mano.
– Toda la familia del comisario Jaritos espera con angustia el regreso de su hija Katerina. Hemos intentado ponernos en contacto con Kostas Jaritos, en Atenas, pero no hemos conseguido hablar con él.
Con la primera frase me mosqueo, con la segunda se me encienden las luces de alarma. Nadie ha intentado ponerse en contacto conmigo, porque sabían que no les hubiera dicho nada. Eso significa que han llamado a otra puerta. Mi sospecha se confirma de inmediato.
– Sin embargo, nuestro corresponsal en Janiá, Jristos Sotirópulos, ha hablado con la madre de Katerina, la señora Adrianí Jaritos.
Se produce un cambio de escenario y aparece Sotirópulos sonriendo a la cámara. La introducción que ha hecho el presentador, o la considera insuficiente, o no le gusta, y prefiere la suya:
– Buenas tardes, amigos telespectadores. La señora Adrianí Jaritos es una madre como tantas otras a las que, estos días, hemos visto a nuestro alrededor con el temor reflejado en el rostro. Pero mientras las otras madres abrazan desde ayer a sus hijos, la señora Adrianí Jaritos continúa esperando angustiada que liberen a su hija. Su única culpa y la de su hija Katerina es que su marido y padre es el comisario Jaritos, de la policía de Atenas.
La cámara abre plano para encuadrar a Adrianí. Por lo que recuerdo del hotel Samaría, deduzco que la entrevista se lleva a cabo en el bar; reconozco tanto las mesitas y las sillas de madera como la ventana, que da a la calle. Adrianí no está sentada en una silla, sino en una gran butaca roja, con la espalda tiesa, sin apoyarla en el respaldo, y con los brazos y las piernas cruzadas.
Sotirópulos, muy cordial, le sonríe. Tal vez porque, como sabe que veré la entrevista, quiere demostrarme que su resentimiento se lo reserva para mí, mientras que con mi mujer se muestra dulce como la miel.
– Y bien, señora Jaritos, ¿está contenta por que su hija pronto estará a su lado, como todos deseamos?
Adrianí lo mira pensativa.
– Naturalmente que lo estoy. Estoy contenta e impaciente -responde-. Pero no loca de alegría.
Sotirópulos la mira con sorpresa, igual que yo a través de la pantalla.
– ¿Por qué? ¿No se lo acaba de creer? La condición impuesta por los terroristas se ha cumplido, de modo que no hay motivos para no liberarla.
Adrianí se encoge casi imperceptiblemente de hombros.
– A lo largo de estos días he pasado tantas veces de la alegría a la tristeza, y de la desesperación a la esperanza, que estoy cansada de tanto ajetreo, y ya no soy capaz de alegrarme. Lo único que quiero es un poco de descanso.
– Una cosa no quita la otra. Cuando se acabe esta pesadilla, podrá alegrarse y descansar con su hija.
– Mi alegría está llena de temor, señor Sotirópulos. -Hace una pausa y le sonríe-. Cuando le decía a mi padre: «Papá, en quince días estaremos en Navidad», él siempre me respondía: «Primero espera que llegue». En aquella época me decía a mí misma: ¿se habrá vuelto loco mi padre?, ¿cómo se va a retrasar la Navidad? Ahora veo cuánta razón tenía. Cuando dudas de si este año va a llegar la Navidad, que desde hace más de dos mil años llega puntualmente, ¿cómo no vas a dudar de que tu hija esté mañana contigo?