– Anteayer afirmó que los terroristas eran jóvenes de aquí y que se les perseguía injustamente por haber ayudado a sus hermanos ortodoxos. ¿Piensa lo mismo ahora que los terroristas han utilizado a su hija para chantajear al sindicato de policía?
– Hoy diría todo lo contrario, pero ¿qué importancia tiene? Quizá mañana, o pasado mañana, piense como al principio.
– ¿Cambia tan fácilmente de opinión? -le pregunta amablemente el periodista, que en realidad quisiera preguntarle si es tan superficial, cosa que Adrianí no es.
– Simplemente, ya no entiendo el mundo en que vivo -suspira Adrianí-. Por las tardes me pongo a ver la tele, pero en lugar de entender lo que veo, me mareo. Yo lo único que he conseguido en esta vida ha sido pasar de ser una buena hija a ser una buena esposa y madre, y de ir a comprar con la cesta que mi madre me descolgaba por el balcón con una cuerda, a ir al supermercado. No entiendo la violencia, la voracidad que campa a sus anchas hoy en día; las vacas se vuelven locas, los pollos cogen la gripe, no entiendo nada. De modo que un día le doy la razón a uno y al siguiente a otro, según si lo que me dicen me conviene o no, o si me interesa o no.
– Pero su marido es policía. Él podría explicarle algunas cosas.
Los policías no son ni políticos ni periodistas, y Sotirópulos lo sabe, pero me lanza una pulla a través de la pequeña pantalla.
– ¿Por qué? ¿Acaso los policías entienden el mundo? ¿No ve usted lo perdidos que van? -comenta con desprecio Adrianí, sellando así su camaradería con Sotirópulos.
– En cualquier caso, señora Jaritos, es usted muy valiente -certifica el periodista con una efusiva sonrisa-. ¿A qué se debe esta valentía? ¿Tal vez al hecho de que su marido sea policía?
– Ustedes los periodistas seguramente lo llamen valentía, pero en mi pueblo lo llaman paciencia -le corta Adrianí-. La valentía es impaciente. Yo, por mi parte, enciendo una vela a la Virgen, me santiguo y espero.
Sotirópulos da las gracias a Adrianí, que sonríe, y la cafetería del hotel desaparece de la pantalla.
– Ésta ha sido la entrevista con Adrianí Jaritos -concluye el presentador, sumiéndome en un mar de sensaciones encontradas.
Es la segunda vez que veo a mi mujer por televisión, y sigue sin gustarme. Por norma general, en la televisión entrevistan o a profesionales famosos, políticos, científicos, artistas, o a la manija del barrio cuando se producen crímenes, terremotos o inundaciones. Adrianí no es ni una cosa ni la otra, y por eso me choca tanto verla. Por otro lado, debo reconocerlo: ha hablado tan bien que no ha dejado que Sotirópulos pudiera decir nada. No sé qué pesa más en mi interior, si el malestar por la entrevista, o la satisfacción por lo que ha dicho, pero no me detengo a averiguarlo. En lo que a mí respecta, estos últimos días tampoco entiendo el mundo.
Doy un bocado a la tirópita, pero se ha enfriado. El aceite barato se me pega al paladar y me provoca náuseas. Mientras me debato entre el ayuno y la oración, o un pincho con pan, suena el teléfono y es Fanis.
– ¿Qué te ha parecido Adrianí? -me pregunta-. ¿Verdad que ha hablado bien?
– Desde luego. Otra cosa me preocupa.
– ¿Qué?
– Que se acostumbre.
– En el fondo, subestimas mucho a tu mujer -me dice casi enfadado.
– Te equivocas; al contrario: la creo capaz de todo. Se pasa las tardes sentada delante de la tele…, de hecho, ella misma lo ha reconocido…, ¿qué le puede impedir en el futuro, ahora que tiene tanta práctica, coger el teléfono de vez en cuando y llamar a los programas para dar su opinión?
– Y si lo hace, ¿a ti qué más te da? En este país hay tanta gente que cada noche dice estupideces por televisión…
– Sí, pero ella es la mujer de un policía.
– ¿Y…? ¿Te parece que el popurrí que es la televisión distingue entre mujeres de policías, de políticos o de endocrinólogos? Sea como sea, a ella le ha sentado muy bien. Tendrías que haberla visto cuando ha acabado la entrevista. Estaba en una nube.
– Me lo imagino, habrá tenido un subidón de autoestima.
– ¡Deja ya tu psicoanálisis barato! -se exaspera-. Eres policía, no psiquiatra.
– Y tú, cardiólogo, que yo sepa.
– Por lo menos, algo aprendí de psiquiatría en la facultad.
– Y yo aprendí a hacer el retrato robot de un asesino en el FBI.
– ¿Estuviste en el FBI, y yo sin saberlo? -se asombra.
– Estuvo Guikas, y él me lo explicó.
Colgamos, muertos de risa; hacía mucho tiempo que no nos reíamos. De repente y para mi sorpresa, aparece en pantalla el anuncio de Kutsúvelos. ¿No me habían asegurado que no emitirían anuncios en que salieran las víctimas? Adiós también a ese tabú, me digo, al verlo bailar con un vaso en la mano y mover el cuerpo con tanta agilidad que parece que no tenga huesos. No sé si esto es rap o alguna cosa parecida, pero a mí me recuerda a aquel bailarín de las películas de Hollywood de los años cincuenta que movía las piernas como si estuviera clavando parqué.
Capítulo 24
La llamada de Guikas me sorprende en un duermevela, porque hasta las cinco de la mañana me he peleado con las sábanas para conciliar el sueño.
– ¡Mi enhorabuena! -dice cuando respondo al móvil-. Nos han avisado para que enviemos una lancha a recogerla.
Me estrujo el cerebro para decir algo, pero no se me ocurre nada. Es como si de repente se me hubiese paralizado el cuerpo, del cerebro a la punta de los pies, a excepción de la mano que sostiene el móvil.
– No hace falta que llames a tu mujer. La he informado personalmente.
Consigo musitar «Gracias».
– Dáselas a Arvanitakis y a los terroristas, yo sólo he hecho de intermediario.
– ¿Cuándo podrá volver a Atenas? -le pregunto acobardado, porque temo que me salte con un «¿Qué preguntas? ¿No sabes cómo funciona esto?».
Sin embargo, Guikas está de buen humor, porque, suceda lo que suceda, siempre confía en el éxito de la policía.
– Primero hemos de interrogarla. Ya sabes, necesitamos saber en qué estado se encuentran los extranjeros que siguen en el barco.
– ¿Sería posible que no regresara en un vuelo regular?
– Ya he dispuesto un helicóptero. Por cierto, tu mujer, espectacular -me dice-. Anoche, en la tele, me quité el sombrero.
– Hubiese preferido que no saliera, pero no me consultó.
– No importa. Habló de maravilla: digna, sencilla y serena, como corresponde a la mujer de un policía. Si hubiese sido mi mujer, se habría pasado el día en la peluquería, e incluso me hubiese exigido que le comprase un modelito para aparecer en público. Mejor no hablemos, aún te diría cosas peores.
Acaba la comunicación con la promesa de que me informará en cuanto Katerina llegue a tierra. Acabo de colgar y ya me llama mi mujer.
– ¿Con quién hablabas tanto rato? -pregunta enojada.
– Con Guikas. Me ha llamado para explicarme lo de Katerina.
Inmediatamente cambia de tono:
– ¡La dejan libre, Kostas! ¡Gracias a Dios, la dejan libre! ¡Tantos días infaustos, tantas noches sin dormir, tantas lágrimas! Pero bien está lo que bien acaba, ¡eso es lo importante! Fanis y yo bajaremos al puerto a recibirla.
– No la desembarcarán en el muelle. La llevarán directamente a la base de Suda, para interrogarla.