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– Entonces iremos a Suda.

– No os dejarán verla hasta que no hablen con ella. Quedaos en el hotel y esperad que os llame Guikas. Tiene dispuesto un helicóptero para trasladaros a Atenas.

– ¿Y que mi niña no vea a nadie de los suyos esperándola? ¡Ni lo sueñes!

– Ayer, durante la entrevista, estuviste bien, y hoy ya quieres volver a hacer de las tuyas.

– Todo el mundo me ha felicitado -me asegura, contenta-. Deberías haberles oído. Y tú que no querías dejarme hablar…

– La primera vez metiste un poco la pata, pero ayer fue mucho mejor.

Reflexiona unos segundos y después me dice como si se confesara:

– Por eso acepté una segunda entrevista, para arreglar un poco mi primera aparición.

– Perfecto, pero no te acostumbres.

– ¿No te da vergüenza? Yo, que a duras penas me asomo a la ventana de mi casa, ¿ahora voy a querer salir en la tele?

– Está bien, pero ahora escucha a tu marido el poli. Espera a que Guikas te llame y te diga que han desembarcado a nuestra hija, y pregúntale a qué hora tenéis que estar en la base, porque saldréis de allí.

– ¿Y si no me llama?

– Te llamará, o me llamará a mí para que te informe. No creo que os perdáis de Janiá a Suda.

Me gustaría decirle que la primera que nos llamará será Katerina, pero me callo, no sea que, en medio del trajín, se retrase y Adrianí y Fanis desfallezcan de angustia. Mejor así, porque mi mujer es capaz de presentarse en Suda y montarles una escena.

Me alejo del teléfono y voy al baño a afeitarme. De golpe, noto que se adueña de mí una pereza insuperable. Ir al despacho a ocuparme del caso Ifantidis-Kutsúvelos se me antoja una tortura. Lo único que deseo es quedarme en casa, al lado del teléfono, del fijo y del móvil, esperando oír la voz de mi hija. ¡Qué demonios!, pienso, te mereces un día de fiesta después de tanto luchar en dos frentes, y me convenzo a mí mismo sin excesivo esfuerzo.

Llamo a Vlasópulos y le explico la situación de Katerina.

– Ya lo sabía, en Jefatura no se habla de otra cosa -me responde-. Mira por dónde, todos los que insultaban al pobre Arvanitakis, ahora le tienen simpatía por su valor y le presionan para que no dimita; al fin y al cabo, hizo lo correcto. Él amenaza un poco, pero el comité no aceptará su dimisión; o sea, que se quedará.

– Hoy me he dado permiso y no iré. Si hay algo urgente, llámame, pero sólo si es urgente.

– Entendido, ¡y que le aproveche el día! -me dice.

Voy a la cocina a hacerme el café, que como cada mañana me sale aguado. Me siento delante del televisor, pero antes de que pueda darle al botón, suena el teléfono; es Palioritis, el jefe de la Científica.

– Mi enhorabuena por lo de su hija y disculpe que le moleste, pero podría ser urgente.

– No importa, te escucho. -Maldigo a Vlasópulos para mis adentros, porque a partir de ahora el teléfono no dejará de sonar y me arrepentiré mucho de no haber ido finalmente a trabajar.

– Hemos encontrado el coche de Kutsúvelos. Estaba aparcado en Agíon Asomaton y en el maletero hemos hallado manchas de sangre. Las hemos enviado a analizar, pero probablemente son de la propia víctima.

– ¿Y el arma?

– La misma con que asesinaron a Ifantidis. Una Luger del 42 o del 43.

Le doy las gracias, aunque en silencio lo envío a freír espárragos, y la conversación acaba ahí. Le doy al mando a distancia para ver qué dice la tele de la liberación de mi hija, pero me topo con los clásicos programas matutinos para todos los públicos y llego a la conclusión de que aún no conocen la noticia de su liberación. Los terroristas deben de haber considerado innecesario informarles de un hecho tan insignificante, mientras que la policía se ha ocupado escrupulosamente de que no se enteren.

A pesar de todo, decido ir cambiando de canal, por si encuentro algo. A mitad de la primera ronda me interrumpe de nuevo el teléfono.

– Señor comisario, no me mate, pero hay una persona que no para de llamar y que quiere hablar con usted a toda costa.

– ¿Y por qué quiere hablar conmigo, Vlasópulos? ¿Te ha dicho que es un familiar mío?

– No. Me ha dicho que tiene algo importante que decirle sobre los dos crímenes.

– Muy bien, pues que te lo diga a ti.

– Ya se lo he propuesto, pero se niega. Dice que sólo hablará con usted y me pide su teléfono.

– Si le das mi número, te mandaré a patrullar las calles. Dile que deje un número, que ya le llamaré yo.

– Se ha echado a reír y me ha dicho con sarcasmo que no tiene teléfono y que llamaba desde una cabina.

– Entonces que se espere a mañana, que volveré a estar de servicio. Hoy no lo estoy.

– Otra cosa, comisario.

– ¿Qué?

– Habla como si no tuviera dientes.

– ¡Déjame en paz, joder, Vlasópulos! ¡Qué pesado estás ya de buena mañana!

Apago encolerizado el televisor, que sigue emitiendo la monótona alternancia de programas y anuncios, y me voy a la cocina a prepararme un segundo café aguado. Me lo tomo con los ojos clavados en ambos teléfonos. Instantes después vuelvo a llamar a Adrianí, extrañado de que los teléfonos sigan en silencio: ella tampoco tiene noticias.

Me cago en la genial idea de quedarme en casa: sé por experiencia que estas esperas te comen por dentro. ¿Y si el tipo que no para de llamar sabe realmente algo importante sobre los asesinatos de Ifantidis y de Kutsúvelos, y no vuelve a llamar porque se ha cabreado?

Cambio de programa y de rumbo, y voy al baño a afeitarme con la intención de volver al trabajo. La llamada me pilla en el momento en que me extiendo la espuma por el rostro con la mano. Corro al salón: es Guikas.

– La tengo a mi lado, te paso con ella -me dice dándose un aire de suficiencia policial.

Se produce un breve silencio y después se oye la voz de Katerina, amortiguada, como un murmullo:

– Hola, papá.

Esta vez el silencio es mío. Tengo un nudo en la garganta que me impide hablar. Al cabo de un instante, consigo musitar:

– ¿Cómo te encuentras, pequeña?

El mismo murmullo:

– Estoy bien. No me han hecho daño, no tengo nada, sólo es la impresión del secuestro, que me ha hecho polvo.

– La pesadilla ya se ha acabado; ahora toca recuperarse. ¿Has llamado a tu madre?

– No. Ni a Fanis. Tú has sido el primero.

– Llámales y ya hablaremos con calma cuando mi gente te traiga a Atenas.

– No cuelgues, papá, el señor Guikas quiere hablar contigo.

– Se encuentra bien -me asegura Guikas-. Cansada, agotada, pero bien. No como nosotros.

– ¿Por qué lo dice?

– Enciende la televisión y lo entenderás.

Me limpio la espuma de afeitar con la toalla y enciendo el televisor. Mi primera idea es que los terroristas han ejecutado a un nuevo rehén, esta vez extranjero. No acierto de pleno, pero me acerco. Me lo revela la mitad del comunicado que aún consigo leer en pantalla.

– El ciclo de nuestras concesiones se ha cerrado con la liberación de la hija del policía. A partir de mañana mataremos un rehén al día, empezando por los oriundos de los países que participaron en los bombardeos de la OTAN, y sólo acabaremos cuando se detengan los interrogatorios sobre la supuesta matanza de Srebrenica y se archive el caso.

No quisiera estar en la piel del ministro, me digo a mí mismo. El ministro perseguirá a Guikas, y éste al jefe de la Unidad Antiterrorista, con una consigna general que es una orden: «¡Haga algo!».

Capítulo 25

A pesar de todo el ajetreo, Guikas se esmera en proteger a Katerina. Me propone que el helicóptero las deje en la base aérea de Tatoios, porque si las conduce a Jefatura, o al Ministerio del Interior, los periodistas la estarán esperando dispuestos a lanzarse sobre ella. Al mismo tiempo, en Creta lanza el falso rumor de que el helicóptero se dirigirá directamente a Katejaki.