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– Si los periodistas protestan, diremos que el piloto se ha equivocado y que ha aterrizado en Tatoios por rutina.

– ¿Crees que se lo tragarán?

– No. Pero los errores tienen dos ventajas: primero, son humanos, segundo, no se pueden demostrar. De manera que se lo tendrán que tragar.

Mientras cambio de sentido en Kifisiá, a la izquierda de la calle Dekelías, para dirigirme a Tatoios, me pregunto si esos detalles de Guikas modificarán la opinión que él me merece. La primera pregunta que me formulo es si me siento en deuda con él. En condiciones normales, no debería sentir que le debo algo; al fin y al cabo, es un policía que cumple con su deber, como todos nosotros, o como la mayoría, y si hace un poco más por la hija de un compañero, tampoco he de publicar mi agradecimiento en la prensa. Por otro lado, su interés a lo largo de estos días sobrepasa los límites del deber y del compañerismo. Nos ha llamado, tanto a mí como a mi mujer, para tenernos informados, y si teníamos cualquier deseo, se ha ocupado de que se cumpliese; y ahora protege a Katerina. De modo que le estoy agradecido, y creo que debería mostrarle mi gratitud de algún modo.

La segunda pregunta que me formulo es si Guikas considera que estoy en deuda con él, porque si es así, no esperará en absoluto a que yo le muestre mi agradecimiento, se lo cobrará a las primeras de cambio: me exigirá que no me entrometa en investigaciones que puedan suponerle un quebradero de cabeza o que lo mantenga informado a cada momento. Como es bien sabido, las situaciones excepcionales acercan a las personas; en cambio, el retorno a la normalidad las devuelve al «si te he visto no me acuerdo». Lo cual significa que, cuando las aguas regresen a su cauce, yo volveré a hacer lo que crea conveniente y él se cabreará, o yo empezaré a husmear en algún caso delicado y lo sacaré de quicio.

El helicóptero llegará a Tatoios hacia las cinco de la tarde. Mientras me dirijo a la base, compruebo que tengo más de una hora a mi disposición. Llevo las ventanillas del Mirafiori bajadas, sopla un ligero viento que no deja que el coche se caliente. ¿Cuántas semanas han pasado desde que los padres de Fanis me despertaron en plena noche para darme la mala noticia del secuestro? No lo sé. Sólo sé que he aprendido a no contarlas, he dejado que los días pasaran volando, uno detrás de otro, por miedo a que se tratase de una cuenta atrás hacia la locura o la muerte, y ahora que voy a recoger a Katerina, tengo que darle la razón a mi mujer: yo tampoco me siento contento. Intento engañarme a mí mismo diciéndome que los chicos vuelven de vacaciones, pero ¿cuántas excursiones regresan a Atenas desde la base aérea de Tatoios? ¡Ni el jefe de las Fuerzas Armadas lo hace!

– Continúe recto, comisario, hasta que vea el aparcamiento. Deje allí el coche y prosiga a pie. A la derecha encontrará la cantina. Espere allí hasta que alguien vaya a recogerlo -me explica el vigilante de la entrada.

Sigo sus instrucciones y llego al aparcamiento. Dejo el Mirafiori y me dirijo a la cantina, que se encuentra en un edificio de una sola planta. Voy derecho a la barra y pido un café frapé con un poco de leche, para más seguridad, porque he visto que el camarero preparaba aguachirle en lugar de café griego y he decidido pasar de café. Me siento y finjo que me bebo el frapé, que no es precisamente mi debilidad. Por fortuna, al poco rato se me acerca un coronel.

– Soy el coronel Jitópulos, comisario. Han informado desde la torre de control que el helicóptero está a punto de aterrizar.

El primero que salta a tierra cuando se abre la puerta del aparato es Fanis. Se detiene y ayuda a bajar a Katerina, que lleva la misma ropa que cuando salió de viaje hacia Creta. La última en bajar es Adrianí, ayudada por el piloto.

Fanis coge a Katerina de los hombros para protegerla del torbellino que provocan las hélices, mientras mi mujer va detrás de él, tropezando de vez en cuando por culpa del vendaval. Katerina camina con la mirada fija en el suelo, como si contase los pasos. Se para delante de mí, levanta los ojos y me mira. Tiene una expresión de cansancio, el pelo sin peinar y los ojos muy rojos. Se separa de Fanis, se lanza a mis brazos y me aprieta con fuerza, apoyando la cabeza sobre mi hombro.

– Estás cansada -le digo, porque no sé qué decirle-. Necesitas descansar.

– Sí, pero estoy bien. -Se detiene y añade-: Sólo necesito convencerme a mí misma de que es así.

– Es cuestión de tiempo. Con un poco de descanso y tranquilidad te repondrás.

Continúo abrazándola con fuerza mientras la conduzco al aparcamiento, seguidos por Fanis y Adrianí. En el coche nos sentamos igual, Katerina a mi lado y Fanis y Adrianí en el asiento de atrás.

Salimos de la base sumidos en un silencio absoluto. Todos queremos decir algo, pero ninguno sabe por dónde empezar. Finalmente rompe el hielo la más experta, Adrianí.

– Ya puedes darle las gracias a Guikas. No sabes lo bien que se ha portado con nosotros.

Aquí tenemos la deuda de gratitud, me digo a mí mismo. Mi mujer también me lo recuerda.

– ¿Te han mareado mucho durante el interrogatorio? -pregunto a Katerina para cambiar de tema y olvidarme de mi deuda con Guikas.

– Como ha dicho mamá, Guikas no ha permitido que me agobiaran mucho.

– ¿Quién más había?

– El responsable de la lucha antiterrorista y un norteamericano. -Stazakos y Parker, pienso-. No han dejado de preguntarme cosas y me han apabullado un poco. Especialmente el de antiterrorismo, que me ha acribillado a preguntas. Entonces ha intervenido Guikas y los ha puesto en su sitio. Les ha dicho que me preguntasen lo estrictamente necesario y que, si se les ocurrían nuevas preguntas, ya me interrogarías tú en Atenas. Al fin y al cabo, ha añadido, su padre es policía. -Después agrega-: Por otra parte, ¿qué más iba a decirles yo? Los terroristas retienen a cuarenta personas, entre hombres y mujeres, encerrados en el salón de clase turista. Los tienen prácticamente sin comer y el agua está racionada. No les permiten lavarse y apestan como el pescado podrido en verano. Y por la mañana, los encapuchados entran en el salón y obligan a levantar el brazo a todos los que pertenecen a países de la Unión Europea, y les amenazan con que serán los primeros a los que ejecutarán porque sus gobiernos bombardearon Yugoslavia y regalaron Kosovo a los albaneses. -Se vuelve hacia mí y me mira-: Eso es todo, ahora también lo sabes tú, no hace falta que me interrogues.

– ¿Y no les avergüenza llamarse cristianos? -se indigna Adrianí, pero nadie le presta atención.

– ¿Cómo están los dos enfermos? El que sufría de hipertensión y el otro, el diabético -le pregunta Fanis.

Katerina se encoge de hombros.

– Desde el día que os fuisteis, no han permitido que me acercara a ellos.

– ¿Y contigo, dime, cómo se han portado? -inquiero.

– Mientras nuestra gente estaba en el barco, Fanis y yo éramos los únicos que podíamos movernos con cierta libertad: Fanis como médico, y yo como su enfermera. Cuando supieron que era la hija de un policía, me encerraron en un camarote y no me dejaban asomar la cabeza. No paraban de decirme: «Eres una poli, eres una poli». Intenté explicarles que no era policía, sino hija de un policía. Me enviaron a la mierda, diciéndome que todos éramos la misma escoria. -Se vuelve de nuevo hacia mí-: Hubo un tiempo en que esta gente tenía a la policía y al ejército en un pedestal. No lo entiendo, ¿qué les ha hecho cambiar?

– Al parecer, los más democráticos nos hemos convertido en los más insulsos -le digo riendo y tomándomelo a broma.

– Y a tus compañeros del sindicato, ¿qué mosca les ha picado? -interviene Adrianí-. ¿Les pareció un buen momento para eso? Antes, si un griego iba a vivir a Bulgaria, una vez allí no se podía sacar el pasaporte ni el carné de conducir. Ahora queremos a los albaneses y a los búlgaros en la policía. ¿Qué pensará la gente? ¡Pasamos de uno a otro extremo!