No le respondo, porque creo que lleva razón y no quiero echar más leña al fuego. Fanis y Katerina guardan silencio; en estos momentos es lo que menos les importa.
Los dejo delante de casa y voy a aparcar. Cuando vuelvo, los encuentro en el salón. Katerina está sentada en el sofá, con Adrianí a su lado, acariciándole el pelo. Fanis, en la butaca frente a ellas, las mira pensativo.
– ¿No tienes hambre, hijita? -le pregunta Adrianí-. ¿Quieres que te prepare algo de comer? Aunque no sé si habrá algo en la nevera -añade, como si de repente cayera en la cuenta del tiempo que ha estado fuera de casa.
– No tengo hambre, mamá. Lo único que quiero es darme un baño y dormir.
– Podemos salir a comer fuera, ¿no te parece, Kostas? -Me pide ayuda, pero yo dejo la decisión en manos de Katerina.
– Mamá, no quiero comer -insiste ella-. Sólo quiero echarme en mi cama.
– Sí, pero no puedes irte a dormir en ayunas. ¿Cuánto hace que no comes como Dios manda? Has de recuperar fuerzas.
Dudo si debo intervenir o no, pero se me anticipa Katerina:
– Voy a encender el calentador eléctrico -declara, como si no oyese a su madre-. Me echaré un rato mientras se calienta el agua. Después tomaré un baño y dormiré. Ya hablaremos mañana. Para entonces, espero haberme rehecho un poco.
Nos da un beso en la mejilla a los tres, idéntico, sin distinciones, y se va.
Adrianí la mira con preocupación mientras se aleja, pero no se atreve a volver a sacar el tema de la comida. Cuando Katerina ya no está, se vuelve hacia Fanis.
– No puede ser, debería comer algo. Sí, lo entiendo, son los nervios, la tensión de estos días, pero la veo muy abatida. Sólo nos faltaba que ahora cayera enferma… ¿No podrías recetarle algo que le abra el apetito, aunque sean unas vitaminas?
– No le daré nada -responde Fanis, categórico-. Es la tensión acumulada, tú misma lo has dicho. Cuando se tranquilice, le volverá el apetito.
– Sí, pero necesitará un poco de tiempo para volver a su ritmo… y llegado el momento, habrá perdido otros diez kilos.
– En cualquier caso, te recomiendo que no la agobies, porque no le hará ningún bien. No está en condiciones de soportar la más mínima presión.
Por primera vez desde que Fanis entra y sale de nuestra casa, veo a Adrianí lanzarle una mirada de indignación.
– Mira, Fanis, ya sabes cuánto te quiero -le dice-, pero no vas a ser tú quien me diga cómo debo cuidar a mi hija.
– Te lo digo porque soy médico, por si no lo recuerdas.
– ¡Y yo su madre! -le responde secamente Adrianí, y se va a la cocina.
De repente, vislumbro el peligro de que estalle toda la tensión acumulada. Me acerco a Fanis y le digo en voz baja, para que no se oiga desde la cocina:
– No te enfades. Al principio siempre hace igual, pero después se le pasa.
– Escucha, no te quiero preocupar, pero hasta que Katerina se recupere, pasará tiempo. No sé decirte cuánto, pero necesitará tiempo. Si durante este periodo la presionamos, el proceso de recuperación se puede alargar y no sé qué más podría pasarle.
– Confía en Katerina. Por un lado, sabe cómo manejar a su madre; por otra, si no quiere hacer algo, es imposible obligarla. De pequeña ya era así.
Fanis no me contesta, pero veo la preocupación reflejada en su rostro.
Capítulo 26
La velada duró hasta altas horas de la noche, aunque Katerina no salió de su cuarto. Por la tarde pasaron también los padres de Fanis, que habían llegado en un vuelo regular desde Janiá. Adrianí compró hojaldre, quesos y huevos, y preparó una tirópita porque no queríamos salir a cenar y dejar sola a Katerina. Un par de veces, Adrianí propuso ir a ver cómo se encontraba, pero Fanis se lo impidió del modo más amable que pudo. Le explicó que Katerina tenía un sueño tan ligero que el menor ruido la despertaba. Si aún no dormía, no le sentaría bien sentirse vigilada, la experiencia del secuestro había sido bastante desagradable.
De modo que nos dedicamos a escuchar a Fanis, que nos contó todo lo que había ocurrido en el barco. Era la primera vez que yo oía la historia, pero Sebastí, Pródromos y Adrianí se la sabían de memoria. Eso no les impedía santiguarse en las escenas más dramáticas, y, cuando llegamos al momento de la separación de Katerina y Fanis, llovieron insultos y tacos.
Cuantas más cosas nos contaba Fanis sobre su peripecia, más me parecía que habían caído en manos de unos terroristas de pacotilla; sí, se cubrían con pasamontañas y amenazaban a los rehenes con sus Kaláshnikov, pero víctimas no ha habido, ni muertos ni heridos, salvo, por supuesto, el pobre albanés que pagó los platos rotos en Kosovo. No se trataba ni de Bin Laden, ni de Al Zarqaui. De hecho, si no hubiesen asesinado al albanés, hubieran podido negociar un acuerdo para entregarse en términos muy favorables. Persistía la duda de si cumplirían su amenaza de matar un extranjero cada día. Tal vez sólo fueran palabras. Tal vez no. Para cerciorarnos, buscábamos continuamente el amparo de la televisión, pero no hacíamos más que oír, uno tras otro, análisis de la situación por parte de supuestos expertos, nacionales e internacionales -norteamericanos, británicos, alemanes-, que coincidían todos en un punto: el asesinato de alguno de los pasajeros asestaría un golpe mortal al prestigio internacional del país. Oía todas esas opiniones sin que me impresionaran lo más mínimo, porque, primero con la cuestión de Chipre, y luego con la de Macedonia, hace años que oigo lo mismo, y el prestigio internacional del país no ha mermado ni crecido, sea porque, como todo el mundo sabe, es tan bajo que nada lo altera, o porque está tan hundido que ya no puede caer más bajo.
Son las diez de la mañana y estoy sentado en el despacho con mi café y mi cruasán de siempre, todavía con su papel de celofán. La causa de ello es la señora Lambropulu y su marido, Skafida, la dentista y el ingeniero que viven en el piso de abajo de Kutsúvelos. Ayer, antes de irme a casa, pedí a Vlasópulos que les llamase para tomarles declaración. El ingeniero lleva un traje de lino y corbata y no dice ni esta boca es mía. Su mujer va vestida de manera informal, con zapatillas deportivas, vaqueros y una camiseta, y habla por los codos, hasta el punto de que ansío que se tome un respiro entre frase y frase, para ver si me da tiempo de intercalar alguna pregunta.
– Si he de serle sincera, señor comisario, la pobre señora Stilianidi se encuentra tan sola y es tan mayor que no me extraña que controle a todo el mundo. ¿Cómo mataría el tiempo, si no? Tiene una hija que vive en Zákinzos, cuyo marido es director de banco o trabaja en Hacienda, o en el puerto, no estoy segura, pero bueno, algo así. Le tengo dicho que se vaya a vivir con su hija, pero por lo que me ha dado a entender, el yerno no está muy entusiasmado con la idea de convivir con la suegra. Y ya que hablamos, no lo critico. Tiene que ser duro convivir con alguien que te observa día y noche, como el vigía apostado del Agamenón de Esquilo…
– No la he llamado para que declare sobre la señora Stilianidi, sino sobre el señor Kutsúvelos -me apresuro a recordarle, para atajarla.
– Ahí quería yo llegar.
Estoy a punto de empezar con mis preguntas cortantes, pero me contengo; aún no he decidido si es el momento de ponerme en plan poli duro.
– Y el día en que comprendió que Makis Kutsúvelos era homosexual, empezó a excitarse…
– ¡Dora! -el marido intenta frenarla, pero sin éxito.
– Déjame, Iannis. Sé de qué hablo. La señora Stilianidi se pasaba el día pendiente de Makis. Pendiente de cuándo entraba, cuándo salía, qué pantalones llevaba, si le iban ajustados, si la camisa era de manga corta o si llevaba una cadena de oro al cuello…