– Escuche, señora Lambropulu -la interrumpo, y me muerdo la lengua para no saltar-, estamos seguros, más allá de cualquier duda, de que la señora Stilianidi no mató a la víctima. De modo que no nos interesa qué hacía. Tal vez a usted le moleste que se pase las horas sentada delante; de la ventana, observando a todo el mundo; para nosotros, en cambio, es muy valioso, pues nos ha aportado datos concretos que, de otro modo, ignoraríamos. Lo que quiero que me digan ustedes es si durante los últimos meses habían notado algo distinto o sospechoso en relación con la víctima.
El hombre contesta rápidamente, para anticiparse a su mujer:
– Dora y yo no pasamos en casa mucho tiempo, señor comisario. Ella tiene su consulta odontológica y yo mis obras, así que nos pasamos el día fuera de casa. A menudo incluso las noches, porque casi siempre cenamos fuera.
– Y cuando estaban en casa, ¿les llamaba algo la atención?
– ¿En qué sentido? ¿Por ejemplo si entraba cogidito del brazo con un amigo?
– ¡Dora, por favor, cállate! -suplica ya su marido.
– No me callaré, seguro que ahora quiere que digamos que Makis era de la acera de enfrente.
– Señora Lambropulu, no nos interesa la vida privada de Makis Kutsúvelos, pero hay muchas evidencias que nos llevan a pensar que su muerte podría ser un crimen pasional. Le aseguro, señora, que así investigamos todos los crímenes de esa índole, sean de homosexuales o no.
– ¡Sí, claro, me había olvidado de que la especialidad de la policía es sacar a relucir los trapos sucios de la gente! -comenta con desprecio la mujer.
– Nuestra especialidad es detener a asesinos y criminales. Ahora bien, si estos sujetos se encuentran a veces en medio de ropa sucia y nadan en la mierda, de eso la policía no tiene culpa alguna.
Me doy cuenta de que he perdido los papeles y enseguida me arrepiento. Por suerte, mi salida de tono da pie al marido.
– No sabemos qué ocurría durante el día, porque, como le he dicho, no estamos en casa. Alguna noche, en su apartamento se oía música hasta tarde, pero eso no significa forzosamente que Makis tuviese compañía. Tal vez ponía la música sólo para él.
– ¿Veían entrar o salir gente de su apartamento?
– Lo habíamos visto entrar y salir con amigos, pero sin sobrepasar el número de amigos que suele acudir a casa de alguien. Además, entre estos amigos también había chicas, no sólo hombres. -Se toma un respiro antes de seguir-: Últimamente, sin embargo, había visto aparcada, delante o cerca de casa, una moto. -Se detiene de nuevo y siente la necesidad de darme una explicación-: ¿Sabe?, las motos me apasionan, y cuando veo una que se sale de lo corriente, me paro a admirarla. Aquella moto me impresionó.
– ¿Qué moto era?
– Una Harley Davidson mil doscientos Custom. ¡Una máquina increíble!
– ¿La veía a menudo?
– Sí, pero no siempre delante del edificio. Unas veces me la encontraba aparcada un poco más abajo, otras en algún callejón. Yo tenía moto, pero me la vendí. Me arrepiento de haberlo hecho, y quiero comprarme otra. Con la moto te puedes desplazar más fácilmente de obra en obra. Por eso tenía la esperanza de toparme otra vez con su propietario, para que me diese detalles.
– ¿Y tuvo suerte?
– Sí, una madrugada, a eso de las cinco. Nos habíamos pasado el día asfaltando y volvía a casa destrozado. La Harley estaba delante de casa. Yo había aparcado un poco más abajo. Mientras me acercaba, vi que la puerta del edificio se abría y que salía un joven de esos que hacen pesas, con el casco en la mano, y que subía a la moto. Le grité: «Eh, disculpa, ¿puedo preguntarte una cosa?», pero él, o no me oyó, o fingió que no me oía. Se puso el casco rápidamente, metió primera, aceleró y se marchó a toda velocidad.
– ¿Consiguió ver el número de matrícula?
– Por desgracia, no. Además, ni se me ocurrió.
– ¿Su cara?
– Le puedo decir que iba rapado y sin afeitar. No me fijé en nada más porque la entrada del edificio está a oscuras. La farola se halla en el otro lado de la calle.
No tengo más preguntas que hacer y dejo que se vayan. Skafidas se despide con un gesto de la cabeza. Su mujer, que considera innecesario tener un detalle similar con un poli, se marcha como si saliese de una habitación vacía.
Cuando se van, intento poner en orden todo lo que sé sobre el presunto asesino de maricas. Hasta el momento sabíamos que tenía aspecto de culturista, ahora sabemos también que va rapado. Hasta el momento sabíamos que conducía una moto, ahora también la marca y el modelo: una Harley Davidson de 1.200 centímetros cúbicos, Custom. No es gran cosa, pero en época de sequía, una gota es un manantial. En teoría, podría pedirles a los de Tráfico que me facilitasen un listado de todas las Harley que circulan por Atenas. Pero, al margen de que nos llevaría días comprobarlas todas, ¿quién nos asegura que el permiso de circulación de la que buscamos no está expedido en Atenas, sino en Nausa, por ejemplo? De modo que deberíamos hallar una forma más práctica y, sobre todo, que nos robe el menor tiempo posible, de identificar la moto de gran cilindrada, antes de que el maniaco asesino de maricas se cargue a unos cuantos más de un balazo en la frente.
Me aparta de mis pensamientos el timbre del teléfono y oigo a Katerina gritando al borde de la histeria.
– ¡Lo han matado, papá!
– ¿A quién? -pregunto como un imbécil, cuando debería haberlo sabido al momento.
– ¡Han cumplido su amenaza! ¡Han matado al primero!
– ¿Cuándo?
– Hace un momento. ¡Y después lo han lanzado al mar! -Toma aire y eleva el tono de voz-: ¿No podéis pararles los pies? ¿Vais a seguir de brazos cruzados, mirando cómo matan inocentes?
Cuelga bruscamente y yo corro hacia el ascensor. Kula, al ver que irrumpo en su despacho trastabillando, se pone de pie.
– ¿Qué sucede? -me pregunta preocupada.
– Han matado al primer rehén.
– Animales… Animales… -murmura, y corre al despacho de Guikas a encender el televisor.
Ante mis ojos aparece la imagen de siempre: al fondo las islas Zodorú y, delante de éstas, anclado, El Greco. En el muelle se han desplegado las fuerzas antidisturbios, que intentan impedir que la multitud se acerque a la punta del espigón. Un fueraborda de la autoridad portuaria se dirige hacia El Greco.
La cámara se aleja de la multitud y se detiene ante Sotirópulos, plantado de espaldas al muelle y al barco.
– En cualquier caso, esta ejecución es idéntica a la del súbdito albanés: un disparo, y después han arrojado el cuerpo al mar -comenta el presentador.
– Sí, pero hay algo en esta segunda que no me encaja.
– ¿Qué no te encaja, Jristos?
– La víctima. Era como si lo arrastrasen. ¿Tanto se había debilitado en tan pocos días? No acabo de entenderlo.
– Piensa en el miedo, Jristos. A lo mejor los terroristas le habían roto las piernas y por eso lo llevaban a rastras.
– Tal vez sea eso -admite Sotirópulos.
El fueraborda parece dirigirse a recoger el cadáver. La imagen cambia y transmiten en diferido la ejecución del segundo rehén. Dos encapuchados sujetan a un hombre, que lleva una camisa de colores chillones, y lo arrastran por las axilas. El hombre tiene la cabeza caída hacia un costado, como si estuviese sedado. Cuando llegan a la borda, uno de los encapuchados le pasa los brazos por debajo de las axilas y sostiene él solo al rehén. El segundo encapuchado, libre del peso, saca una pistola, se coloca detrás del rehén y le dispara a la cabeza. Después se guarda el arma, sujeta de nuevo a la víctima, esta vez por los pies, mientras el otro sigue sosteniéndolo por los hombros, y entre los dos lo lanzan al mar.