– ¡Animales! ¡Asesinos! -se encoleriza Kula-. ¡Quién iba a decir que unos griegos llegarían a estos extremos!
No quiero enzarzarme en una discusión con ella, porque tendría que retrotraerme al pasado: desde los enfrentamientos fratricidas de la guerra de Independencia, hasta nuestra no tan lejana guerra civil, pasando por las luchas entre monárquicos y republicanos, la Ocupación alemana, y las guerrillas de izquierdas y de derechas que les hicieron frente, y no acabaríamos nunca. Al contrario, pienso en el comentario que Sotirópulos le ha hecho al presentador y me veo obligado a darle la razón. Hay algo que no cuadra, ni en la ejecución ni en la víctima. Por mucho miedo que sienta un hombre, no puede estar tan débil, a no ser que haya perdido el conocimiento, por efecto de algún narcótico o porque le ha apaleado. La imagen me recuerda extraordinariamente a los detenidos que, durante la Junta Militar, eran conducidos a la prisión de Bubulinas después de torturarlos.
Mientras estoy absorto en mis pensamientos, suena el teléfono. La voz de Kula me devuelve a la realidad.
– Señor Jaritos, preguntan por usted.
Cojo la llamada desde el despacho de Guikas y al otro lado del hilo oigo a Vlasópulos:
– Comisario, es el mismo que llamó ayer; quiere hablar con usted.
– Pásamelo.
Espero que Vlasópulos me pase la comunicación y después una voz me pregunta:
– ¿Eres Jaritos?
Nervioso tanto por la voz como por el tono, también yo lo tuteo:
– ¿Y tú quién eres?
Finge no haber oído mi pregunta y continúa en el mismo tono:
– ¿Tú le dijiste al muerto de hambre ese, el que anteayer salió por la tele, que soy un demente que va matando locas?
Me quedo en blanco por dos motivos: primero, porque de la sorpresa me he quedado sin habla; segundo, porque no sé cómo reaccionar.
– ¿Quién eres? -repito como un imbécil, porque no encuentro nada mejor que decir.
De nuevo hace caso omiso de mi pregunta, y exclama:
– ¡Qué me importa a mí lo que un afeminado haga con su pompis, pedazo de alcornoque!
– Han muerto dos homosexuales, y han sido asesinados de la misma forma -le digo con suavidad, sin hacer caso de su insulto-. ¿Qué quieres que sospeche la policía?
– Esos a los que has interrogado, ¿no te han dicho que yo ya les había advertido de lo que ocurriría?
Al oírle, se me cae el cielo encima, pero intento ocultar mi sorpresa.
– No. ¿A quiénes habías advertido?
– A los de las empresas de publicidad. Les dije que dejasen de hacer anuncios, si no, mataría a cualquiera que tuviese relación con ellos: modelos, publicistas, simples empleados… Le podía tocar a cualquiera. ¡O cuentas a todo el mundo la verdad o tendré que salir yo a decirla!
– ¿Y por qué matas a gente relacionada con la publicidad? ¿Qué te han hecho?
– Nada. Quiero que dejen de emitir anuncios, eso es todo.
– ¡Estupendo! ¿Ahora me dirás quién eres, para que nos conozcamos?
– Soy el asesino del accionista mayoritario -me responde, y estalla en risas segundos antes de colgar el auricular.
¡Mira por dónde!, me digo a mí mismo. Sabía que hay maniacos que asesinan a sacerdotes, a maricas, a chicas jóvenes, a rubias, a morenas…, pero es la primera vez que me topo con un maniaco que mata a publicistas. ¡Nuestra pequeña Grecia innova de nuevo!
Después me viene a la mente algo que ayer me dijo Vlasópulos, hablando del asesino. Me dijo que su voz le recordaba la de una persona sin dientes. Seguramente a mí también me lo ha parecido, pero no es sólo eso. Hasta este momento, todos los testigos aseguran que el asesino era joven y robusto, con aspecto de culturista. Bien, de acuerdo. Pero ¿qué joven utiliza hoy en día expresiones como «afeminado», «pompis» y «cabeza de alcornoque»? Su vocabulario encaja más con la Luger que con un matón. Tanto él como la pistola huelen a naftalina. Sin embargo, es joven y circula con una Harley Davidson 1.200 Custom.
Salgo del despacho de Guikas y me encuentro a Kula sentada a su mesa.
– Kula, bonita, resuélveme una duda.
– Si puedo… Dígame.
– ¿Conoces a alguien entre veinticinco y treinta años que emplee palabras como «afeminado», «pompis» y «cabeza de alcornoque»?
Me mira perpleja.
– Pero ¿en qué mundo vive usted, comisario?
Su respuesta es elocuente. Bajo a mi despacho y le pido a Vlasópulos que venga.
– Mañana por la mañana, a las diez, quiero en mi despacho a Petrakis, de la agencia Helias, y a Andreópulos, de Spot. No por teléfono, sino con una citación oficial para declarar. -Vlasópulos se sorprende-. Acaban de revelarnos nuevos datos que van a facilitarnos la investigación.
– ¿Quién los ha revelado?, ¿la persona que quería hablar con usted?
– En efecto. ¡El asesino en persona!
Vlasópulos se queda mirándome de hito en hito.
Capítulo 27
En casa me espera un verdadero cónclave familiar. Están Katerina, Adrianí, Fanis y sus padres, que han venido a despedirse de nosotros porque mañana regresan a Volos. Se han sentado alrededor del televisor y conversan. La televisión es a la familia moderna lo que el brasero era a la antigua. En este momento, el aparato está encendido, pero nadie le hace mucho caso. La familia comenta la odisea de Katerina, pero ella presta más atención al brasero. Sebastí, santiguándose, da gracias a Dios por que todo haya acabado sin excesivo sufrimiento. Adrianí comenta su promesa de ir el 15 de agosto a la procesión de Tinos, mientras Pródromos cuenta qué habría hecho él con los terroristas si hubiese sido el ministro. La única que no chista la boca es Katerina. Se limita a volver la cabeza en dirección a quien habla, escucha distraída, y pasa al siguiente. Es como si no comprendiese lo que dicen y atendiese mecánicamente el sonido de sus voces.
Saludo a todo el mundo y me dirijo hacia mi hija. Me inclino y le doy un beso en el pelo. No me devuelve el beso, sólo levanta los ojos y esboza una sonrisa apagada.
– ¿Cómo estás, pequeña?
– ¡Bien!
Su «bien» suena forzado.
Voy a saludar a mis consuegros y después me siento en el sofá, al lado de Adrianí.
– No ha probado bocado en todo el día -me dice Adrianí, recordándome de nuevo a la madre que delata al hijo para que el padre le riña. Parece que también ella se da cuenta, porque se apresura a justificarse-: La ejecución del rehén la ha trastornado, ha perdido el poco ánimo que le quedaba.
Katerina escucha indiferente y no reacciona, como si Adrianí hablase de otra persona.
– De todos modos, de momento mantienen en secreto la identidad de la víctima -recuerda Sebastí.
– O aún no han podido averiguarlo, cosa bastante probable, o tal vez la sepan pero prefieren hablar antes con la familia para comunicárselo ellos.
– Y tú, consuegro, ¿no tienes manera de enterarte? -me pregunta Pródromos.
– ¿Por qué tendría él que enterarse? -interviene Fanis-. ¿Cambiaría algo si supiésemos de quién se trata? ¿Lo canonizaremos, quizás?
– Está bien, hijo, no te enfades, lo he dicho por decir -dice Pródromos, sorprendido ante la violenta reacción de Fanis.
Yo ya me había dado cuenta de eso mientras hablaba con él por teléfono. El Fanis tranquilo de antes había cedido su lugar a otro que perdía los nervios a la menor provocación. Si Katerina había acabado su odisea trastornada y exhausta, Fanis lo había hecho susceptible y agresivo.
Como si me leyese el pensamiento, Fanis salta de su asiento y agarra a Katerina del brazo.
– Venga, salgamos a dar una vuelta, que nos dé el aire -le propone.