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– ¡Por favor, comisario! ¿Quién se tomaría en serio a alguien que pretende diezmar el mundo de la publicidad si no se dejan de hacer anuncios?

– Yo, señor Petrakis. ¡Yo me lo habría tomado muy en serio cuando hizo efectiva su amenaza, y habría llamado a la policía! ¡Cosa que ustedes no hicieron!

– Porque no le dimos importancia, como ha dicho el señor Petrakis -responde fríamente Andreópulos-. Lo hablamos y decidimos no seguirle la corriente.

– Lo acepto, en primera instancia, pero cuando vieron que había ya dos víctimas, ¿por qué me ocultaron que el asesino les había amenazado? -Se miran sin saber qué responder-. Con la ley en la mano, la ocultación de pruebas en un caso de asesinato constituye un delito. En condiciones normales debería ponerles a disposición judicial.

– Intente comprender nuestra posición, comisario. -Petrakis habla inclinándose hacia delante y levantando el tono de voz, porque cree que así me convencerá-. ¿Sabe el daño que causaría una amenaza así, si se supiese? ¿Qué modelo famoso se atrevería a participar en un anuncio, qué empresa se atrevería a hacer anuncios, qué cadena de televisión o de radio los emitiría o qué periódico los publicaría? ¿Es consciente de lo que está en juego?

– ¿Me está diciendo que me lo ocultaron porque temían que la policía lo divulgase?

– Por favor, comisario. No me diga que no sabe que todas las cadenas de televisión tienen dentro de la policía informadores que cada mes reciben dinero para que las mantengan informadas. -Andreópulos me mira con su sonrisa cínica.

– ¿Y usted, comisario, puedo preguntarle cómo lo ha sabido?

La pregunta la formula Petrakis, y a él le contesto:

– En cambio, la policía, señor Petrakis, no tiene dinero para pagar mensualmente a alguno de los empleados de su empresa para obtener información. El único que podía decírnoslo era el asesino. En vista de que ustedes hacían oídos sordos, me llamaron a mí.

Se miran en silencio, pero sus rostros lo dicen todo.

– ¿Piensa dar esa información a la prensa? -me pregunta Andreópulos.

– No. Pero, si así fuera, ¿les haría eso sentirse más seguros? ¿Se sentirían así más tranquilos ustedes, o nos sentiríamos más tranquilos nosotros? ¿Qué impide al asesino enviar mañana mismo una carta a cualquier periódico, o hacer una llamada y enviar a unos cuantos periodistas a buscar una nota suya arrojada en algún contenedor de basuras? ¿Han olvidado qué hacían los terroristas del movimiento 17 de Noviembre?

– Si es por eso, puede estar tranquilo. Tenemos el modo de impedir que se publique. -De nuevo aparece la sonrisa cínica de Andreópulos, esta vez enriquecida con alusiones a sus influencias.

– ¿Hasta dónde lo pueden impedir? ¿Su mano es tan larga como para llegar a diarios de provincias o a emisoras de radio locales? Basta con que el asesino se ponga en contacto con alguno de ellos para que en media hora toda Grecia lo sepa. -Callo un instante para ver su reacción, pero me miran en silencio y cagados de miedo-. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que continúe matando, para obligarnos a mover ficha…

Petrakis no encuentra nada que objetar a mis palabras y levanta los brazos:

– Dios mío, ¿cómo hemos podido complicarnos las cosas de esta manera? -se pregunta.

– ¿Cuándo recibieron la llamada?

– Inmediatamente después de que se descubriera el primer cadáver; es decir, al día siguiente del asesinato. Un hombre preguntaba por mí imperiosamente, mi secretaria intentó en vano que hablase con otra persona, pero el tipo quería hablar conmigo personalmente. -La misma estrategia que utilizó conmigo, pienso-. Cuando al final me puse al teléfono, me dijo que dejase inmediatamente de producir anuncios, porque si no, lamentaríamos nuevas víctimas. La llamada se alargó un poco más, pero en esencia fue como le estoy diciendo.

– ¿Y a usted? -pregunto a Andreópulos.

– Exactamente como en el caso del señor Petrakis. Un día después de que se descubriera el cadáver de Kutsúvelos, alguien pidió con insistencia hablar conmigo. Me puse al teléfono y me dijo más o menos lo mismo: que dejase de envenenar a la gente con los anuncios; en caso contrario, seguiría matando. De inmediato llamé a Klearjos e intercambiamos impresiones. Después decidimos que quedase entre nosotros, por las razones que ya le he explicado.

No tiene ningún sentido que continúe con el interrogatorio, sé que me dicen la verdad.

– Pueden irse, pero de ahora en adelante quiero que me avisen si el asesino vuelve a ponerse en contacto con ustedes.

Se levantan para irse. Ambos me dan la mano, pero, cuando están en la puerta, Petrakis se dirige a mí:

– Hay otro motivo por el que decidimos no dar especial importancia a la llamada -me dice.

– ¿Cuál?

– El hombre que nos amenazaba tenía voz de anciano. Como si se tratase de un abuelete inofensivo que quisiera gastar una broma.

De regreso a mi despacho intento arrojar luz sobre el misterio. Todos los que han visto al asesino, siquiera fugazmente, hablan de un joven tipo mole. Los que hemos oído al asesino por teléfono, hemos oído a un viejecito… ¿Qué está ocurriendo? ¿Nos enfrentamos a dos asesinos, y no a uno? ¿Qué relación delictiva puede existir entre un joven de aspecto musculoso, que va en una Harley Davidson 1.200, y un viejo desdentado que todavía llama afeminados a los maricones? ¿De quiénes se trata? ¿De padre e hijo? ¿De tío y sobrino? ¿Quizá de yerno y suegro? Sólo una relación como ésa explicaría que la Luger sea el arma del crimen. A no ser que, cuando llame, imite la voz de un viejo, para confundirnos.

– El final de las «vacaciones en el golfo de Janiá» también tiene sus ventajas -me dice Vlasópulos, cuando entra en mi despacho-. Todas las fuerzas policiales de Ática retornan a su base de operaciones, de modo que podremos trabajar como Dios manda.

– Sí, pero entretanto será mejor que te prepares, porque tienes que ocuparte de varios asuntos urgentes.

– Lo que usted ordene.

– Quiero que llames al laboratorio y les pidas que pinchen mi teléfono y el de Petrakis y Andreópulos. Quiero que graben la voz del asesino. Antes de poner en marcha el dispositivo, que les avisen. Y quiero que pidas a los de Tráfico una relación de las motos robadas en los últimos tres meses y que compruebes si entre éstas hay alguna Harley Davidson mil doscientos.

– ¿Pido también una lista de los propietarios?

– Pídela, pero verificarla nos llevará tiempo, y me parece improbable que utilice una moto a su nombre. No creo que sea tan estúpido.

Cuando Vlasópulos se va, llamo a Guikas al móvil. Percibo que está que trina.

– Hemos hecho el ridículo -me dice-. Lo planificaron todo sin nosotros. Ellos efectuaron el asalto, las declaraciones públicas, ¡y nosotros a la basura! -Intento informarle del vuelco que ha dado la investigación de los modelos asesinados, pero me corta en seco-: Mañana por la mañana estaré en mi despacho. Quiero que me lo expliques personalmente.

Me quedo con la duda de si le molesta la ofensa hecha a la policía, o le asusta la posibilidad de que peligre su poltrona. No nos engañemos, han ofendido a nuestro ministro, y éste querrá que alguien pague los platos rotos.

Capítulo 29

¿Cuánto tiempo hacía que no lo veía sentado en su despacho? ¿Una semana? ¿Dos? El secuestro de Katerina y de Fanis ha trastornado mi relación con el tiempo. Tras mi regreso de Janiá a Atenas, hubo momentos en que el tiempo parecía haberse detenido. Otro tanto ocurrió durante el intervalo entre la muerte de Ifantidis y de Kutsúvelos. La situación mejoró desde que liberaron a Katerina y mi familia volvió a instalarse en Atenas, pero esto ya forma parte del presente. Mi relación con el pasado más reciente es lo que sigue alterado.